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Carta 45
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Biografía y Obra | |
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Música: Albeniz - España Op. 165, no. 2 "Tango" |
Carta 45 De Celia Gamboa a Beatriz Carranza |
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Supe después que no se había ido. El telegrama que le envié a bordo me fue devuelto. He esperado una explicación, pero no ha llegado. De todo esto deduzco que Ramiro no me quiere, no me ha querido nunca. Ha jugado con mi amor en una forma indigna, buscando en mí únicamente una aventura. ¡Y pensar que yo creía ciegamente en su cariño! ¿Cómo es posible mentir así? ¿Cómo es posible que tenga tan poco corazón como para destrozar mi vida así, fríamente, calculadamente? Me siento invadir por un desgano, por un desaliento que no puedo expresar. Ahora todo en la vida ha dejado de preocuparme, de interesarme. Me casaré con Alberto, ¿qué remedio me queda?, y no seré desgraciada con él. Incapaz de sutilizar, no se percatará nunca de mi estado de ánimo, no me torturará con exigencias espirituales. Será un buen marido, que me dejará tranquila, que encontrará natural mi falta de entusiasmo. Después tendremos hijos, y yo aprenderé a ser madre, después de haber enterrado todas mis aspiraciones de mujer. Esto es lo mejor que puedo hacer. Me he convencido del error que cometí al soñar con un amor de novela. La vida no es así. Es más prosaica, más aburrida. ¿Aburrida? No. Es natural. Lo otro era una locura, un romance imposible, un fruto de mi imaginación. Casi me alegro de que me haya sucedido eso. Sin el desengaño con que ha destrozado Ramiro mis ensueños, hubiera sido una eterna descontenta, aspirando siempre a una dicha que yo creía posible y que ahora comprendo que no lo es. Ya ves: estoy resignada. ¡Casarse sin amor! Antes me hubiera parecido un delito, una aberración, algo superior a mis fuerzas. Ahora, en cambio, veo mi porvenir serenamente, con un poco de tristeza quizá, pero sin inútiles rebeliones. Seré como todas las mujeres: una esposa sumisa y una buena madre. Y quien sabe si allí en el cuidado de esas cabecitas rubias que vendrán, encontraré yo una compensación a mi melancolía. ¡Cómo deseo tener un hijo! ¡Con qué ansias voy a besarlo! Voy a dedicarme por completo a él. En cuanto a Alberto ... es un buen muchacho, que me quiere a su manera, sin arrebatos, sin grandes gestos ni palabras bonitas, pero quizá más profundamente que el otro, por lo menos con más sinceridad. El hogar burgués que él me ofrece me es ahora apetecible. Voy a arrojarme en él con un enorme deseo de descanso, aspirando como a un bien supremo a un poquito de paz, de despreocupación. Descansar. . . ¡Cuánto lo necesito después de la vorágine de estos últimas meses! En mi retiro voy a comenzar a olvidar, y estoy segura de conseguirlo. Mi aventura con Ramiro será dentro de poco un recuerdo, que cada día palidecerá más y más, hasta que logre borrarlo por completo. Por eso deseo desprenderme de mi pasado y de todo lo que me lo recuerde. Ayer he empaquetado las cartas de Ramiro, sin volverlas a leer, y arrojado al fuego todos los recuerdos. Flores secas, programas de teatro adonde habíamos acudido juntos, y todas esas nimiedades que encierran cada una, una añoranza. Cuando las llamas consumieron las últimas flores, yo sequé mi última lágrima, una sola, que se había deslizado por mi mejilla, y no lloré más. Me he quedado tranquila, sin que el conocimiento de que todo se acabó ya me desespere. Y no es que esté alegre, no. Pero mi tristeza ya no me hace sufrir. Estoy como al día siguiente de un baile. Pasada ya la excitación primera y el recuerdo fresco de las incidencias que nos alegraron o nos hicieron sufrir, sólo persiste el cansancio, un cansancio que aplaca los nervios, que suprime la voluntad y que nos obsequia con una especie de sonambulismo, que nos hace vagar sin rumbo por la casa, dóciles a todas las sugestiones, obedientes, anuladas nuestras individualidades. Nada más que lo que después de un baile es un estado de abulia pasajero, después de mi desengaño, va a durarme mucho tiempo; quizá para siempre. Alberto está encantado con ello. Me encuentra más buena, más sumisa, pronta a aceptar todas sus ideas, a sacrificar mi personalidad a la suya. Ya no discuto con él. Acepto como bueno y justo su criterio, y le he abandonado la dirección de nuestro porvenir. Ya ves, Beatriz, que no debes compadecerme, porque sólo ahora me encuentro preparada para el matrimonio, sólo ahora seré capaz de ser feliz. Nada más que, a pesar mío, a pesar de mis propósitos, esa felicidad que se me ofrece la encuentro un poco triste. Pero . . . ¿qué le vamos a hacer? Celia. |
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