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Marcelo Peyret en AlbaLearning

Marcelo Peyret

"Cartas de amor"

Carta 35

Biografía y Obra

 
 
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Música: Albeniz - España Op. 165, no. 2 "Tango"
 

Carta 35

De Celia Gamboa a Beatriz Carranza

OBRAS DEL AUTOR
Cartas de amor (82)
Cartas

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Mi querida Beatriz:

Lo que me pasa es desesperante. Acabo de romper con Ramiro en una forma definitiva, después de una escena, en que se repitió, más acentuada y brutal, la que ya te relaté, del Tigre. 

Habíamos convenido en vernos, prometiéndome él no insistir en sus exigencias.

Vino, sumiso y dócil, a pedirme perdón. Me habló de su amor, de ese amor infinito que lo enloquece, que le veda toda reflexión, que lo hace proceder independientemente de su voluntad.

Y parecía tan apenado, tan dolorido, que yo no quise que siguiera explicándose.

— Está bien — le dije — no hablemos más de esas cosas.

Entonces él, lleno de alegría, me besó una y mil veces.

— Ya verás, vidita mía — decíame — cómo no tendrás más motivos de quejas. Haré todo lo que tú quieras, me someteré a todo, ya que eso te hace feliz. Quizá tengas razón al proceder como lo haces, y si no la tienes, no importa, yo lo acepto, sabiendo que con ello eres feliz.

Y arrullador, cariñoso, lleno de mimos, continuó hablándome de su amor, de ese amor que lo es todo para él, y por el cual se siente capaz de cualquier sacrificio.

— Tienes razón, divina, en negarte. Niégate siempre, sé fuerte, que yo no haré otra cosa que quererte más, que quererte con toda el alma, con todas mis fuerzas.

Y a medida que me hablaba, me besaba, me acariciaba, me envolvía en una ola de ternura, mareándome poco a poco con sus palabras, con sus besos, con sus caricias.

Yo había dejado de pensar, abandonándome a la dulzura del momento, segura de que nada tenía que temer de él.

Y poco a poco, sin sentirlo, nos fuimos deslizando hasta los besos más intensos, más largos, hasta las caricias más atrevidas, hasta que, despertados todos los deseos, llegamos justamente al punto de donde queríamos huir, a ese instante de excitación que vela la razón y enloquece los sentidos.

Ahora que lo pienso serenamente, me doy cuenta de que todo no fue más que una táctica de Ramiro, hábil y engañadora. Pero en ese momento, presa en la misma ansia de él, sintiendo quizá los mismos deseos, me abandonaba, me abandonaba, hasta que Ramiro creyó llegado el momento decisivo.

— Ven, divina, no seas mala, ven . . .

Vi sus ojos transfigurados, su boca, entreabierta, de la que se escapaba una respiración acelerada que me acariciaba el rostro.

Y sentí un momento de desfallecimiento.

Por un instante pensé en no resistir. Era tan dulce abandonarse, dejarse arrastrar por la ola del deseo, que toda mi fortaleza comenzó a vacilar.

— Bésame, bésame ...

Le besé.

Entonces sus labios corrieron dulcemente de los míos al cuello, bajando por el escote a los senos.

— ¡Ramiro! — suplicaba yo.

Pero él ya no me contestaba.

Con un movimiento brusco desgarró mi blusa, y sus labios, enloquecedores, continuaron la caricia.

Ya no quería defenderme. Era una sensación inexplicable, en la que se diluía mi voluntad, mi pudor, mi vergüenza, todo, todo lo que fuera la locura de esa caricia.

De pronto sentí un ansia inexplicable de abrazarlo, de estrecharlo contra mi pecho, de morderlo, de gritar. . .

Y Ramiro, enloquecido también, quiso. . . ¡Qué doloroso es contar estas cosas, Beatriz!

Yo, después del desvarío de ese instante de crisis, sentí renacer la tranquilidad.

Y mi pudor, mi vergüenza, mis propósitos de resistir, renacieron en mí.

Por eso, cuando él creía que yo no le opondría resistencia, yo me negué.

Me negué firmemente, avergonzada de mi debilidad, con rabia casi.

— No, Ramiro, nunca.

— Pero, divina, no es posible ...

— No, Ramiro, nunca.

Se puso de pie, asombrado.

Yo arreglé mis ropas.

Y había en mi actitud tanta decisión, que él, rabioso, me insultó.

— Cómo se ve que estás acostumbrada. . .

— ¿Qué dices?

— Que eres demasiado dueña de ti misma, para que yo no crea que estás acostumbrada a resistir. . . No ha de ser ésta la primera vez que. . .

— ¡Ramiro! — fue un grito que me salió desde el fondo del alma.

¡Cómo me hirió su ofensa!

Fue como si me hubiese abofeteado.

Él lo notó, y reaccionando, me pidió perdón.

— Perdóname, divina. No sé lo que digo.

Pero yo no quise escucharlo.

Me retiré, dejándolo solo en la sala, e indicando a la criada que lo acompañara hasta la puerta.

Instantes después recibí una carta suya, que le he devuelto sin abrir, escribiéndole yo en otra en que le pedía mis cartas.

Y aquí me tienes, desesperada, llorando por la muerte de la más bella ilusión de mi vida.

Me doy perfecta cuenta de que Ramiro no me quiere. Tan solo me desea. Y su deseo es tan fuerte, tan avasallador, que me contagia.

Hoy mismo, si él hubiera intentado tomarme un segundo antes, lo hubiera conseguido.

No fui de él, porque. . . ¡quién sabe por qué! Y como sé que, de repetirse esta escena, caería, no quiero verlo más.

No quiero verlo más.

Pero deseo verlo, Beatriz, lo deseo con toda el alma.

Celia.

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