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"El organillo de la muerte" |
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Biografía de José Ortega Munilla en Wikipedia | |
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Música: Rachmaninov_Op.36, Sonata No12 |
El organillo de la muerte |
Cuando Pedro Andía y Juana Dióscoro tuvieron su único hijo, la falta de dinero quitó al bautizo toda brillantez. Fue triste como un entierro. Envuelto Evaristo en unos pañales míseros, fue a la pila bajo la capa del padre. Rociaron su frente con agua fría; pusieron un grano de acerba sal en sus labios chiquitos y picudos; él sacristán dio al neófito con la puerta del templo en las narices. El viento deshizo el pliegue del embozo paterno, y una oleada fría hizo tiritar al recién nacido, hijo del amor y el hambre. *** ¿A qué dedicarían aquella actividad en pañales? ¿A un oficio? El de cajista no era malo. A Juana le gustaba. Inspirábale gran curiosidad aquel taller negro donde unos hombres, enfundados en blusas azules, manejaban rapidísimamente las móviles letras formándolas en columnas cerradas. Pero Pedro prefería el oficio de relojero. Verdad que se solían quedar los muchachos ciegos; pero ¡qué milagrosa industria la de hacer andar la materia bruta, la de poner un átomo de inteligencia en un adarme de platino y montar en eje de rubíes la rueda del tiempo! Entre tanto, Evaristo había crecido sin decidirse por ninguno de ambos oficios. Prefería andar por las calles detrás de los organillos, oyendo cien y cien veces en el mismo día el wals de las cartas de la Gran Duquesa y el Misserere del Trovador. De noche soñaba con un enorme organillo, sobre el cual brincaba una feísima mona de la campiña de Tetuán, con dos ojos vivaces y malignos y una nariz negra y húmeda. Veía a la humanidad formando corro alrededor del organillo, bailar, enlazadas las manos, en lindas parejas elegidas por el amor; en absurda promiscuidad de razas y naciones, oscilantes las trenzas y las cintas de las cabezas femeninas, torcidos sobre la sien diestra todos los sombreros. Y él daba vueltas a la manivela del organillo, incansable, risueño, hecho centro del círculo aquel de alegría y felicidad. ¡Cuánta dicha! ¡Ser el núcleo del regocijo universal; ser el centro de la ventura de los hombres; ser el dispensador de las carcajadas; ser el polo y el sol de aquel sistema planetario de la locura y el amor!. *** Y como no hay ambición ridicula que no se logre, Evaristo se encontró a los veinticinco años más flaco que nunca, con una cabellera rubia guedejuda y lacia que rozaba el paño pardo y raído de su gabán, con un anillo hecho de un perro grande en su oreja derecha, con unos borceguíes de becerro en las plantas ¡y un organillo delante de su estómago, organillo que colgaba del cuello con una correa amarilla! Sus padres habían muerto. Él se hallaba solo en el mundo, solo, sin amigos, sin mujer, sin novia, acompañado de una sola ilusión: de la ilusión de su organillo, dentro de cuya caja sonaban las flautas de Berbería un wals de Metra, henchido de carcajadas y píos alegres como una primavera de pájaros saliendo de un bosque aromoso, recién mojado por las lluvias de Mayo. *** Pero ¡oh dolor! Evaristo observó que cuando llegaba a una calle y puesto el organillo sobre el pie de palo que le ayudaba a sostenerle, lanzaba la caja de caoba los primeros arpegios armónicos, las gentes huían, las muchachas que cosían en sus balcones metíanse adentro cerrando con estrépito las maderas, los chicos se alejaban apretando el paso y hasta los perros alzaban la cola y al trote largo desaparecían tras la primera esquina. *** ¿Qué música era aquella que tanto horror producía? Evaristo se lo preguntó con lágrimas en los ojos, mientras aniquilado de desesperación golpeaba su pecho ético y la caja del organillo. En Alcobendas una tarde le apedrearon. En Colmenar Viejo le soltaron un becerro bravo, y tuvo que tomar el camino polvoroso de Madrid al galope, medio reventado bajo el peso de su impedimenta musical. *** Huyó con la música a otra parte. Su paso macilento cruzó los campos, se perdió en todas las veredas de Castilla, en todas las trochas embalsamadas de la Serranía, en todas las vías férreas de la industriosa Cataluña y de la poética Cantabria. Dormía al raso; comía de lo peor, pan duro; bebía agua filtrada por las rocas; el hambre le roía los talones. Una noche comprendió que no podría seguir más adelante. Cayó de rodillas, y el organillo se reventó. Evaristo quedó en el suelo exánime. Su pulmón, empobrecido de oxígeno, espiraba. Sus grandes ojos azules se cerraron. Y entonces oyó una voz que le decía: — ¡Pobre espíritu alejado de tu patria, vuelve a ella! Tu música no ha sido comprendida de los hombres. Tú creías llevar la alegría en las flautas de tu organillo y llevabas la desesperación. Tus walses sonaban como el oficio de difuntos; arrancaban la felicidad al feliz y la conformidad al desgraciado. Debías morir como mueres. Ese organillo era la sepultura de la esperanza. Publicado en "La Diana" Madrid, 1 marzo de 1883
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