Tú, mi novia de siempre, la lejana
novia de blanca túnica ceñida;
la nunciadora en cuya frente erguida
brilla el lucero azul de la mañana;

tú, prometida y a la vez hermana,
a quien buscó mi juventud florida
y a quien, en el invierno de la vida,
buscaré aún con la cabeza cana.

Tuyos fueron los brotes abrileños
del cándido rosal de mis ensueños,
su primer yema y su primer retoño;

y hoy —pasados los años— como prenda
de constancia inmortal, te hago la ofrenda
de este ramo de rosas de mi otoño.

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Eduardo Castillo

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Ella

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Tú, mi novia de siempre, la lejana
novia de blanca túnica ceñida;
la nunciadora en cuya frente erguida
brilla el lucero azul de la mañana;

tú, prometida y a la vez hermana,
a quien buscó mi juventud florida
y a quien, en el invierno de la vida,
buscaré aún con la cabeza cana.

Tuyos fueron los brotes abrileños
del cándido rosal de mis ensueños,
su primer yema y su primer retoño;

y hoy —pasados los años— como prenda
de constancia inmortal, te hago la ofrenda
de este ramo de rosas de mi otoño.

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