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Luis Antón del Olmet en AlbaLearning

Luis Antón del Olmet

"La risa del fauno"

Capítulo 4: Miércoles

Biografía de Luis Antón del Olmet en Wikipedia

 
 
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La risa del fauno
Miércoles

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La risa del fauno
 
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Miércoles

 

 

Se entraba por una puerta amplia y destartalada en una gran habitación, llena de luz. El bazar. En medio, una vitrina enorme. A los lados, vitrinas diminutas. Y en ambas, abalorios, zarandajas, objetos baladíes: una petaca con la fotografía del Palacio Real, un cortaplumas con la reproducción del Gurugú en sus cachas, y en todas, la consabida inscripción: «Recuerdo de La Granja.»

En los rincones, máquinas explotadoras de la candidez humana. La gallina con sus huevos, llenos de confites; la hechicera que otorga por diez céntimos un horóscopo optimista; el aparato endiablado por cuya ranura se cuela una moneda que no devuelve jamás. Repartidas en corros, formando grupos nómadas que todo lo curiosean, lo palpan y lo ridiculizan, grupos alegres de señoritas bulliciosas y de muchachos vivaces. Un gran ruido estrepitoso. Y tras el mostrador, el dueño del bazar, un hombre membrudo y cetrino, que asiste en silencio a la escena y que murmura en voz baja, lleno de una justa cólera:

— Y nada, no hay quien compre un cacharro. Todo es tocar y reír. Todo, menos hacer gasto.

De improviso, irrumpió en el local un mozo obeso, de semblante regocijado y resuelto ademán. Al verle, lo llamaron unas señoritas que reían en grupo.

¡Fanegas!¡Fanegas!

Y Fanegas se acercó rápidamente. Las saludó con una profunda reverencia y dijo:

— ¿Qué queréis, preciosidades?

Una, la más traviesa, respondió picarescamente :

— Que nos cuentes lo que ocurre por ahí. Anda, vengan los chismes del día,

Fanegas simuló ruborizarse.

—¡Ca! No puedo. Son demasiadas cosas. Y de mucho tamaño... No se os pueden contar a vosotras, almas cándidas.

Las virgencitas adorables protestaron ruidosamente:

—¡Cuenta!¡Cuenta!

Y lo cogían por las mangas y le daban empellones y puñetazos.

— Vamos, cuenta. No seas tonto. ¡Cuenta!

Habían ido acudiendo otras damiselas y algunos petimetres. Lo apremiaron. Fanegas entonces, bajando la voz, interpeló gravemente a su docena de interlocutores:

— ¿Me prometéis callar?

Hubo un sí unánime.

— Pues oíd.

Bajó más todavía su voz :

— Esta tarde han salido para Segovia los marqueses de Santurce.

Se oyó un¡oh! prolongado de protesta y desilusión.

— Eres un imbécil.

— Un majadero.

— Un antipático.

Fanegas no se dio por vencido, y añadió :

— Al poco rato salió también Teodoro. Dicen más. Se asegura que en Segovia seguirá para Madrid el marqués, y para Barcelona los tortolitos.

— Pero ¿por qué? ¿Por qué se van solos? ¿Por qué los deja marchar Santurce? — dijo candidamente una senorita.

Algunos rieron. Fanegas la llamó aparte.

—¿Quieres que te lo cuente?

— Si es muy verde, ¡no!

— Te lo adornaré. Pues verás. Esta tarde tuvo Santurce el poco acierto de volver a su casa temprano. Y, ¡paf!, como Teodoro había tenido la mala idea de quedarse en mangas de camisa, no encontró disculpa. La marquesa se puso a llorar. Pero el marido, que es un vivo en el fondo, y que quería a todo trance librarse de aquella estantigua, les dijo: « — Hijos míos, si os gusta, libres sois. ¡Hala, fuera de aquí, juntitos! ¡Hala, pero a escape!» Y aquí tienes cómo Santurce se ha quedado como perro a quien le quitan pulgas, y cómo Teodoro, nuestro pobre Teodoro, el más simpático de los hombres, la delicia de nuestro veraneo, el hombre más divertido de la tierra, ha tenido que sentirse caballeresco y ha tenido que cargar con el mostrenco de la Santurce.

—¡Pero eso parece de una novela francesa! — interrumpió la señorita con los ojos encandilados.

Se unió la señorita al grupo, y al oído se lo fue contando a todas.

Después, Fanegas habló del baile en casa de Irigoyen.

Era un baile tradicional que daba todos los años la señora de Irigoyen, y al que concurrían lo más selecto de la colonia veraniega. Los desventurados que no tenían invitación, y a quienes no se les otorgaba este definitivo espaldarazo de elegancia, solían satirizar a la señora de la casa, llamándola cursi. Pero al año siguiente intrigaban de nuevo, adulaban, sonreían, por conseguir ser invitados a la fiesta.

Mi-Mi, una niña de diecinueve años; una niña muy ingenua, que, con sus faldas por el tobillo y su arte inimitable en parodiar a la Fornarina y a la Palóu bailando el tango y cantando «Yo soy modista en París...», hacía las delicias del público, preguntó si sería invitada Laurita Hurtado de Mendoza.

— Creo que no — aseveró María Luisa Ciríaco, una admirable arrivista que, con una carita linda y una gran paciencia, había logrado el favor de las elegantes, siendo admitida como una de tantas —. Me figuro que no. ¡La pobre!

— ¿La pobre?— rió Juanita Cohén—. ¡Pobrecita! Si además de ser una cursilona, anda por ahí de una manera... Está completamente desacreditada.

— No le faltaba más que presentarse con esa amigucha que se trae... — añadió otra muchacha —.¡Se dicen unas cosas! Ahora está dedicada a la pesca de un cursi que nos ha llovido del cielo, un señor Albornoz que anda epatando por ahí a la gente con unos gabanes a rayas.

— Ya lo quisieras tú para los días de fiesta — dijo un mordaz.

Algunos rieron la gracia y continuaron las murmuraciones.

De pronto, alguien exclamó:

—¡Chist ! ... ¡Ahí viene!

Laura había entrado por la puerta del bazar. Avanzó. Venía sola. Vaciló un momento, avizorando entre la concurrencia, y, al fin, se adelantó hacia el grupo de señoritas bulliciosas:

—¡Hola! ¿Os divertís? Contadme.

Y se unió a ellas.

Hubo un instante de azoramiento unánime, en el que nadie supo qué decir. María Luisa Ciríaco le preguntó de pronto, pérfidamente:

—¿Vas el sábado al cotillón? Se dará por la tarde en el tennis. Por la noche habrá baile en casa de Irigoyen.

Laura respondió fingiendo indiferencia:

— No sabía...; pero iré. Estará muy bien, muy chic el cotillón.

Laura sentía una cólera brutal, ciega, irresistible. De buena gana hubiera cruzado con un látigo el rostro de aquella canallita.

Hablaron todas un rato de cosas frívolas, triviales. Laura miraba obstinadamente hacia la puerta. Iba pasando el tiempo. Dieron las siete.

Poco a poco se fueron marchando las amigas. Ella miró en su torno. Allá, en un rincón, la señora de Irigoyen la atrajo. Sería demasiada claudicación hacerse ver para que la invitase a su baile. Así obtendría un triunfo sobre aquellas estúpidas y satisfaría su vanidad. Llegó junto a la Irigoyen. Esta triunfaba entre algunas señoras elegantes. Al ver a Laura le adelantó las puntas de sus dedos:

— Laurita. ¡Cuánto gusto !

No dijo más. Después tornó a una conversación interrumpida con otra señora, volviéndole la espalda. Laura palideció y marchóse.

Anduvo un rato sola, fingiendo curiosear en las vitrinas. Había ido desfilando la gente.

— No dejes de ir al cotillón. Será a las cinco — le dijo María Luisa con un acento despiadado cuando se despedía.

Este sarcasmo la hirió en lo más íntimo de su orgullo.

— Iré, María Luisa — contestó seca, resuelta, rápida.

Luego, acercándose a ella, le escupió al oído un ultraje:

— Soy todavía grande de España, ¿sabes, monigota? Mientras que tú siempre serás la hija de un choricero.

Dieron las siete y media. El bazar quedó desierto. Dieron las ocho. Entonces Laura salió a la calle y corrió rápidamente hacia su casa. Llamó. Rosa la abrió, sonriente.

— ¿Te has divertido mucho, mi solecito?

En la voz de su amiga zumbaba una burla. Laura observó la estancia. Flotaban en el aire nubéculas vagas de humo. Sobre el suelo se escabullía la punta de un cigarro.

—¡Aquí has tenido a un hombre!

—¡Sí! ¡A Miguel!

Laura se puso lívida. Luego se echó a llorar sin consuelo.

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