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Narcís Oller en AlbaLearning

Narcís Oller

"Talis vita"

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Talis vita...

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Cuando llegué jadeante, casi sin alientos, al caserón señorial que habitaba ella con diez criados ... no sé lo que sentí. Vila por de pronto tan postrada en la poltrona contigua al balcón donde la habían sentado envuelta en mantas y mantones que resbalaban de sus rodillas y de su espalda a medida que todo su cuerpo iba inclinándose cada vez más hacia el costado izquierdo, que es decir, al de su pierna sana; ... la encontraba luego tan serena, escogiendo flores para su tocador Pompadour; me recibía tan risueña, tan ajena a toda idea de muerte; abría aún tanto, tanto, aquellos ojazos que le dieron fama de hermosa;... devolvióme con tan apacible naturalidad el beso que yo me apresuré a imprimirle en la frente, ... que, para salir de mi perplejidad y mejor persuadirme de que sin duda habían exagerado mucho los que allí me habían llamado ... quise pulsarla. ¡Dios mío! Seguro estoy de que si me pinchan no me brota siquiera una gota de sangre. La muerte había helado ya su mano derecha, y el pulso de su ardiente izquierda se me escurría bajo la presión del dedo como gota de mercurio. Era que la vida se le estaba escapando no sé por dónde; iba reduciéndosele como llama de luz que se apaga. ¡Y la que por fin, seis meses atrás, había curado de la corrosiva hipocondría que la tuvo más de cuatro años en espantoso potro, sugiriéndole día y noche, miÍmto por minuto, el temor de que iba a morirse, ... ahora escogiendo flores!

¿Quién dijera que la que había vivido cincuenta años sin tocar la realidad ni en las jornadas de adversidad más cruel por que pasaron sus padres y marido; la romántica incurable que había consumido toda una existencia en pos de ideales falsos y volviendo siempre la espalda a las pocas venturas ciertas que la realidad pudo ofrecerle; la que estuvo temiendo la muerte cuando rebosaba salud por todos sus poros ... ahora, cuando tenía ya un pie en el sepulcro, ahora, precisamente, se entretendría escogiendo flores de trapo? ¿Y dónde? iCabalmente junto aquel balcón por donde el sol, que es vida, penetraba en oleadas de luz para invadir la lujosa estancia y aumentar la nota alegre de aquellos muebles y paredes tapizados de seda Pompadour, ni inventados a propósito para hacer notar más el contraste tristísimo de la situación, su efecto teatral, el lado más punzante del drama! iQué ironía y qué caridad a un mismo tiempo!

Una amiga de la paciente y dos de sus camareras iban entretanto formando ramos con las flores escogidas y colocándolos en los jarrones, que su dueña indicaba, preguntándome luego si sus indicaciones eran de, mi gusto. Aún recuerdo la impresión dolorosísima que me produjo esta pregunta tan preñada de ilusiones y de frivolidad, formulada en un momento tan terrible. Y sin embargo, no eran pocas las sorpresas que aún me estaban reservadas. Sin hálito suficiente para hablar, porque la fatiga agónica iba creciendo acompañada de un gemido rítmico que no dejaba a la paciente articular las palabras de corrido, oíala dictar órdenes sin descanso; sin fuerzas siquiera para levantar bien la cabeza ni para sostener la esponja entre sus dedos, quiso lavarse la cara, y, bien o mal, llegó a lavársela. Insinuó luego el deseo
de peinarse, y bien contra nuestra voluntad hubimos de entregarle el peine y colocarle un espejo enfrente. Temíamos todos que, al verse en él tan ojerosa, tan abotagada y pálida, se nos muriese de espanto ... y nada de eso; poquito a poco y descansando a ratos, logró alisarse las trenzas que las camareras le desataran y que tenía ya empapadas de un sudor mortal.

- ¡Basta, basta! - le decíamos nosotros, suavemente, con el fin de ahorrarle aquellos esfuerzos que nos llegaban al alma. Pero en vano; no paró hasta cambiarse el mantón por una elegante manteleta adornada con volantes de encaje; hasta tocarse la cabeza con una hermosa cofia de inglaterras, prendida por graciosas lazadas de cinta rosa, que la asemejaba a las damas del siglo XVIII.

Aquella amiga y yo no salíamos de nuestro doroso asombro; no cesábamos de cambiar miradas de estupefacción en que se condensaban la compasión y la sorpresa que iba causándonos esa toilette macabre. Por fin despidió a las muchachas, y aquella señora y yo nos sentamos enfrente de la enferma contemplándola largo rato con devotísimo silencio. En medio de éste, el tic-tac de la dorada péndola se hizo sentir mejor y me asusté. Parecióme que tomaba un tono lúgubre, inusitado; me temblaron las rodillas.

Mientras tanto, a la pobre enferma se le ponía lívida por momentos la faz, se le amorataban los labios y los pómulos, el brillo de los ojos iba apagándosele bajo la sombra de sus grandes párpados, cada vez más colgantes y marchitos, se le desplomaba todo el cuerpo hacia la izquierda de un modo evidentísimo. Temiendo que se nos moría, íbamos a levantarnos automáticamente y casi sin respirar, cuando notamos que abre otra vez los ojos, se rebulle, yergue un poco la frente, y con la mano viva me llama a mí. Con el corazón como un grano de anís acerquéme a ella, y vi que, indicándome la silla más próxima, me decía con voz aún bastante firme:

- Siéntate ahí. ¿No dirías tú... con qué soñaba ahora? Con la despedida de Mario. ¡Qué tenor aquél!

El ahogo, aquel gemido rítmico, el estertor que iba pronunciándose, le obscurecían la voz, le desmenuzaban más y más las palabras.

- ¿Ah, sí? Ya me contarás eso otro día. Procura ahora descansar un poco.

- No, Chiquillo, no (así me había apellidado siempre) Fué mag ... magnífica ... Li ... ceo ... nunca ... es ... tuvo así.

- ¡Figúrate! ... Veamos, veamos, hija, si logras dormir un poco - interpuso con suma dulzura la amiga.

Pero la enferma continuó en su empeño de hablar para decirnos que aquel sueño podría, por asociación de ideas, provenir de la sensación que le producían ciertas lucecitas y chispazos que estaba viendo.

Esto aumentó nuestro pavor. ¿Lucecitas, chispazos, en medio del derroche de sol que inundaba aquella estancia? Tiempo le faltó a la amiga para levantárse y cerrar los postigos, que era como cerrar los ojos a la realidad: lo que se acostumbra hacer siempre que ésta es amarga.

- ¡Ma.. ri ... o.. estaba... so ... ber ... bio! El pú .. bli ... co... de pie... agi... tan ... do ... pa ... ñuelos - iba aún ella diciendo. Pero aquí el resplandor de algún incendio interno tiñó su rostro, abriéronsele los ojos desmesuradamente, y allá en lo más hondo de sus negras pupilas, que en aquella obscuridad crepuscular veíamos aún relucir, vi brillar algo parecido al chisporroteo de un fósforo.

- Hija, por Dios, cállate; no te esfuerces más - exclamamos nosotros, cada vez más alarmados por los extraños síntomas que iban apareciendo. Su víctima, sin embargo, inerte ya a todas las sensaciones, nada debía sentir, cuando ni por eso ni por la dificultad progresiva de expresión callar quería.

- Todo eso lo recuerdo yo, hija mía -me resolví a decir, por si lograba así mejor mi objeto.

Ni por esas. La enferma ladeó un poco la cabeza para mirarme, y con una sonrisilla algo desdeñosa, apenas dibujada en su labio superior, exclamó entonces con voz más entera.

- ¿Tú? Si no habías nacido todavía.

Al oir estas palabras, que nos revelaban los grados de juicio y de memoria que aún conservaba la paciente, un rayo de esperanza penetró en nuestras almas. ¿Quién sabe si veníamos siendo víctimas de una falsa alarma? ¿Quién mejor que la enferma, de suyo tan aprensiva, podía ser la primera en asustarse de veras ante el peligro positivo de morirse?

Mas entonces un criado anunció la llegada del médico y del señorito. Era éste un sobrino, heredero probable de la enferma, y única persona, después de ella, de alguna autoridad allí. El médico examinó a la paciente, la animó mucho, y, una vez en el salón, nos dijo a nosotros «que sin pérdida de tiempo mandáramos por la Extremaunción; que la gangrena gaseosa que la enferma padecía ganaba legua por hora; que el estado de la paciente se agravaba por segundos, y que, evitar la muerte era imposible». Excuso decir cómo nos quedamos. Más muerto que vivo volvíme al lado de la pobre enferma que, en aquellos momentos, iba cayendo en un soponcio tristísimo, sin por esto verse libre de aquel gemido rítmico que nos llegaba al alma.

De entonces acá fueron llegando, una tras otra, todas las primas y sobrinas de la enferma, a quienes se había mandado recado por la mañana. Y todas entraban, corrían a besar la mano de su desdichada parienta, que, como despertando cada vez de un sueño dulcísimo, abría un instante sus ojazos para contestar al saludo, las invitaba a mirar las flores que poco antes ella había escogido ... torcía otra vez la cabeza y ... ¡ ay!. .. ¡ ay!. .. ¡ay!. .. volvía a gemir.

Era de notar entonces lo aturdidas que quedaban las recién llegadas de la tranquilidad que mostraba aquella mujer antes tan aprensiva y agitada siempre. Una tras otra iban sentándose sin tino, y la que no abrumaba a preguntas susurradas al oído a su vecina, se entregaba a mil absurdas cavilaciones. Las más maliciosas llegaron a pensar si, con aquella tranquilidad sólo aparente, intentaría la enferma asustar la muerte. Otras, aun conociendo sobradamente los sentimientos católicos de su parienta, llegaban a ver en ello propósitos ocultos de una impenitencia que las espeluznaba todas: No sé si alguien más que yo tuvo, al contrario, por muy lógico, que quien nunca supo ver la realidad en pleno uso de sus facultades, menos pudiera verla en aquellos momentos de postración suprema.

Entró el sacerdote, aún sin revestir por consejo del sobrino, que temía como yo mismo el más leve movimiento de espanto en la enferma; y como a las dos palabras notara aquél la plenitud de potencias que todavía conservaba ésta, hízonos disimuladamente signo de despejar. Entonces todos abandonamos silenciosamente la estancia, tras nosotros cerróse la puerta, y uno a uno fuimos dispersándonos todos por las butacas y sillas del gran salón, que era inmenso y el mejor punto de aquel caserón señorial, para entregarse, en aquellos momentos de expectación reverente, quién al llanto, quién a la alegría, quién a la adoración de Dios, quién, en fin, a pensar en los misterios de la vida y en los falsos juicios que fácilmente hacemos de aquéllos cuando mejor queremos escrutarlos.

Salió el sacerdote guardando una actitud muy reservada y prudente a pedirnos en nombre de la enferma que entrásemos a verla su sobrino y yo. Nos llamaba para preguntarnos con un acento tan duro como inesperado en aquellos momentos, quién le había conducido allí aquel Padre para confesarla. « ¿No veíamos acaso que lo que ella tenía era sólo sueño, un sueño invencible pero que se le pasaría dejándola dormir? ¿Quién podía dudar de que, mañana que se viera en peligro de muerte, ella sería la primera en pedir aquel jsanto sacramen!o? ¿ Había por ventura quien pudiese creerla a ella capaz de confesarse sin el examen meticuloso de conciencia que de ordinario estaba acostumbrada a hacer previamente? »

Ante capítulo de cargos que no podíamos rebatir sin descubrir desapiadadamente la verdad a quien nos los dirigía, su sobrino y yo nos quedamos mirándonos con estupefacción y sin alcanzar a decir, más que muy tímidamente, que nosotros no éramos los culpables de lo que acaso hiciera aquel buen señor por un exceso de celo. «Sería el pobrete un ente asustadizo, acaso poco práctico aún en el ejercicio de su ministerio, poco experto en conducirse con los enfermos.» Y así nos salimos del apuro, casi temblando ante el compromiso que quedaba pendiente, y que, por terrible que fuese, nos pareció tanto más excusable, cuanto que, ni uno ni otro de los dos, teníamos en la casa autoridad ni prestigios suficientes para imponernos.

Rumiando estábamos aún estas disculpas, cuando otra sorpresa cuidó de llenarnos de sobresalto. La enferma había inclinado la cabeza de un modo horrible sobre su pecho. Procuramos levantársela, y vimos con espanto que no se le aguantaba. Ignoro quién de los dos llamó a los de afuera, quién se quedó allí. Todos penetramos como una oleada en la cámara; una mano abrió los postigos del balcón. La enferma tenía los brazos desplomados, los ojos vueltos en blanco. Todas las mujeres presentes cayeron de rodillas llorando copiosamente, el sacerdote ministró rápidamente la unción extrema... La eterna soñadora había caído por fin, sin advertirlo, en el más invencible y duradero de los sueños.

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