Los tres amigos, al venir a la capital desde su pueblo, se reunieron en un café.
— Nos tenemos que correr una juerga esta noche — dijo uno.
— Por supuesto — afirmaron los otros dos —. Vamos a empezarla.
Salieron a la calle; era la primera hora de la noche; la gente iba a los teatros; nadie les miraba.
— Bueno; hay que animarse — dijo uno, y se ladeó el sombrero.
— Compremos unos puros—propuso otro.
Compraron tres puros y los encendieron a los pocos intentos.
— ¡Animarse, hombre! — insistió el primero —. Vamos a tomar un taxi.
Tomaron un taxi. La juerga empezaba.
— Tú, súbete en la capota.
Y uno obedeció.
— Vamos por las calles—le dijeron al chófer.
— ¡Venga , alegrarse muchachos, que nos vamos a divertir!
Los tres se pusieron de acuerdo con una mirada y comenzaron a tocar palmas.
Ese era el camino de la diversión.
Tocando palmas recorrieron tres veces las principales
calles del centro de la ciudad. Uno de ellos, el más travieso, cada tres minutos decía: «¡Viva la alegría!» Y luego seguía palmoteando. Cuando pasaban junto a un grupo de gente repetían el «¡Viva!» con más fuerza. La gente les miraba poco sorprendida.
— Quitaros los sombreros y despeinaros —aconsejó uno de los tres.
Así lo hicieron, y estaban mejor, más en carácter.
— Compremos gorros de papel.
Uno se lo puso de enfermera, y los otros dos de forma indefinida.
Volvieron a tocar palmas y a pasar por los mismos lugares dando vivas.
Uno inició cante flamenco; pero como era de Lugo, no logró la suficiente atención.
Sin embargo, la juerga se prolongaba, y la gente empezaba a salir de los teatros. Fueron a hendir los grupos de espectadores que llenaban las calles; pasaban entre ellos gritando, dando los
vivas, y el de Lugo repitió su intento de cantar.
La gente, ocupada en no dejarse atropellar, en abrocharse el abrigo, o sosteniendo sobre la boca un pañuelo, no reparaba apenas en los juerguistas, y éstos gritaban cada vez más.
— ¡Vamos a un cabaret!
Y fueron a Fornos. Se sentaron y pidieron vino.
— Jerez o manzanilla — exigieron.
La gente los había mirado al entrar, a causa de sus gorros de papel; luego no reparaba en ellos.
— ¡Hay que alegrarse! — repetía incesantemente el de Lugo.
Intentaron bailar, pero sin conseguirlo: todas ellas estaban ya emparejadas con los amigos de todas las noches.
— ¡Viva la ale...! — intentó decir uno de ellos; pero los demás le hicieron callar.
— A mí no me inspira respeto este sitio — protestó el entusiasta — ¡Viva la alegría! — gritó.
Nadie hizo caso; apenas le había oído alguien.
El violinista se acercó:
— ¿Quieren ustedes algo especial?
— Sí, algo de mi país — dijo el de Lugo.
La orquesta ejecutó algo monótono e imposible de bailar. La gente miraba a los músicos, molesta.
El juerguista dejó un duro en la mano del arco del artista.
— Vámonos a otro sitio — propuso después.
Se levantaron con estrépito; uno tiró una silla y no la
recogió.
Salieron a la calle y se metieron en otro cabaret de segunda clase.
— Queremos Jerez y tanguistas—dijeron al camarero.
Una botella de Jerez y una tanguista, las dos rubias, les
fueron traídas.
— Buenos noches — dijo la tímida jovencita, y se sentó
sonriente.
Los tres estaban callados.
Uno de ellos rompió el frío.
— ¿Cómo te llamas?
— Sofía.
Nuevo silencio.
— ¿Has ido por Lugo?
— ¿Qué es eso?
Nuevo silencio. Pero media hora después ya habían hecho amistad con ella.
— Oye, ¿me vais a convidar a un cafe con media? — imploró.
— Pide lo que quieras.
El camarero recibió la orden de llevar un café con media a una mujer enlutada que miraba la sala desde un proscenio.
— Es para mamá — explicó la muchacha.
La mujer enlutada escudriñaba a los tres amigos con una mirada complaciente y agradecida.
— ¡Hay que alegrarse! — decía el de Lugo.
El resto de la noche sus palabras y gestos se tornaron en comedidos: se sabían vigilados por la vieja del proscenio.
A las cuatro salieron del local:
— ¿Qué hacemos hasta que amanezca?
— Otro taxi — propuso uno.
Se subieron en un auto, los tres en la capota, cantaron, tocaron palmas y dieron vivas.
Y, ya de día, dieron fin a la juerga.
EDGAR NEVILLE
Buen humor (Madrid). 23-12-1923, no. 108 |