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"Un sueño" Capítulo 9
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Biografía de Amado Nervo en AlbaLearning | |
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Música: Debussy - Reflets dans l'eau |
Un sueño |
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Su Majestad despierta
Cuando Su Majestad despertó, era ya muy tarde. La viva hebra vertical que fingía como una soldadura de luz entre las dos maderas de la ventana, de aquella ventana de siempre, decía asaz la hora a la habitual pericia de sus ojos, tan hechos a contemplarla. Una angustia inmensa pesaba sobre el espíritu del monarca. De sus apagadas pupilas habían rodado en sueños lágrimas que humedecían aún la blancura de su barba. Alargó la flaca diestra hacia el timbre eléctrico y lo oprimió con fuerza. Aun no se extinguía la trémula vibración a lo lejos, cuando una puerta se entreabrió discretamente, y en la zona de luz destacose una silueta respetuosa. El Rey ordenó que se abriesen las ventanas, y una oleada de luz entró, bañando muebles, lienzos, tapices, y obligando a Su Majestad a esconder la cara entre las manos. Hizo sus abluciones matinales, dejose vestir automáticamente y echose luego sobre un sillón, murmurando: -Hoy no recibiré a nadie. Estoy un poco enfermo. Ved si mi hermana se halla en sus habitaciones -añadió. Instantes después la misma silueta entreabría la puerta, y una voz obsequiosa decía: -Su Alteza vendrá a ver a Su Majestad en seguida. Una princesa, pálida, alta, enlutada, con tocas de viuda que aprisionaban sus rizos nevados, llegó a poco a la presencia del soberano, y tras ella volvió a entornarse la puerta. -Hermano mío -dijo con un casi imperceptible tono de ceremoniosa cordialidad-, ¿estáis enfermo? Su Majestad, por única respuesta, echole al cuello los brazos, y olvidando todo protocolo y aquel dominio y señorío de sí mismo, que siempre la había caracterizado, púsose a llorar silenciosamente. La austera princesa, sorprendida, mantenía sobre su hombro la cabeza de su hermano, y dejábalo aliviar una pena, al parecer tan honda, y que ella no podía adivinar, hasta que Su Majestad, desatando el afectuoso nudo, indicó a la dama un divancito rosa que se escondía en la penumbra de lejano rincón, y allí, sentado cerca de ella, le refirió melancólicamente la historia de Lope y de Mencía. -A nuestra edad, señor -dijo, cuando la hubo oído la princesa-, son muy dolorosos esos ensueños... -¿Pero no pensáis, hermana, que doña Mencía ha existido, que me quiso... que la quise... en otro siglo, o cuando menos que amó a alguno de mis abuelos y él me legó misteriosa y calladamente con su sangre, este amor y este recuerdo? -¡Quién sabe! -respondió la dama agitando con leve ritmo la pensativa cabeza-. ¡Quién sabe! Hay muchas cosas en los cielos y en la tierra que no comprende nuestra filosofía; pero en todo caso, señor, de esto hace más de tres siglos, y vuestra Mencía, de haber existido, no es ya sino un puñado de polvo en la humedad de una tumba lejana... -Hermana mía, ¿no la veré, pues, nunca? ¿Nunca más he de verla? Yo la amé, sin embargo... Estoy loco, hermana mía. ¡La amé y anhelo recobrarla!... Madrid, invierno de 1906. |
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