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"Un sueño" Capítulo 7
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Biografía de Amado Nervo en AlbaLearning | |
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Música: Debussy - Reflets dans l'eau |
Un sueño |
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Mirando caer la tarde
Gaetano acompañó a Lope hasta el portal de su casa, después de haber dejado los dos a Domenikos en la suya, y allí se despidieron los amigos, aquél, siempre vivo y alegre; éste, un poco impresionado y confuso todavía. Cuando Lope subió a su bohardilla, Mencía trabajaba aún en su bastidor. Por la ventana abierta entraba la viva luz de una tarde estival. La incomparable criatura dejó su labor y fue al encuentro de su marido, riente y amorosa. -La tarde no puede ser más bella -dijo-. ¿Iremos a pasear? -Iremos -respondió encantado el orfebre; y calándose el modesto bonete de fieltro gris con pluma negra mientras ella se ponía el manto, descendieron la empinada escalera y pronto se encontraron en el Zocodover. Varios vecinos le saludaron al paso. -¡Dios acompañe a vuesas mercedes! -díjoles una vieja que tomaba el sol en un portalucho húmedo. Numerosos mendigos rodeáronles, y con tan instantes súplicas los acosaron, que Lope puso en sus manos algunos maravedises. Un poco más allá un grupo de gente los detuvo. Más de veinte bobos hacían círculo en derredor de dos perillanes que, con no muy pulidas razones, se denostaban. Habían reñido porque el uno, que estuvo en la Nueva España y sirvió al marqués del Valle, hijo de Hernán Cortés, encontrándose en la taberna vecina, donde jugaban a las tablas, charlaban o cantaban acompañados de la vihuela algunos soldados, había menospreciado al otro, el cual pretendía haber estado con los tercios españoles en la guerra de Francia, a las órdenes del conde de Egmont, cuando, según el primero, nunca fue más que un rapavelas de cierta iglesia de Medina del Campo, donde él le había conocido. -Si no mirara que sois viejo -decía el supuesto sacristán a su antagonista- os hundiría mi espada en el pecho, hasta los gavilanes. -¡Si se creerá joven el sacristán! -contestaba con sorna el otro, que era un sesentón magro, barbicerrado, sucio y amarillo-; ¡si habrá pensado que mi pecho es tan blando como la cera de sus cirios! Vuélvase a la taberna a rascar la vihuela con la gente ruin y de poco precio a quien divierte, o vive Cristo que quedará más molido que alheña. Lope y Mencía lograron, al fin, abrirse paso a través de los curiosos y siguieron su camino. Entraron bajo el Arco de la Sangre, que por una escalinata los llevó, pasando por el Parador del Sevillano, a Santa Cruz. El admirable edificio, con su hermosa portada, su noble vestíbulo y su iglesia, detúvoles algunos minutos en su tranquilo y contemplativo vagar. Fueron después hasta la plaza del Alcázar, el cual se erguía severo y triste en la paz de la tarde asoleada, y en cuyas escaleras el César Carlos (que había mandado reedificarlo en los comienzos del siglo XVI), según sus propias palabras, se sentía emperador. En el gran patio, rodeado de su doble columnata corintia, advirtieron gran bullicio de pajes, escuderos y soldados, y en la plaza, y en el espacio comprendido entre el edificio y Santiago de los Caballeros, vieron mucha gente baldía que aguardaba la salida de algún personaje palatino, divirtiéndose con el trajín y balumba de servidores y militares. Fueron después hasta la puerta de Alcántara, pasaron el puente, donde se detuvieron un punto, pensativos, viendo correr la turbia linfa del Tajo, y ascendieron suavemente por la colina en que se asentaba, hosco y sombrío, el castillo de San Servando. Allí, sobre unas motas de césped, sentáronse a la sombra de los altos muros. La gran Toledo extendíase frente a ellos con toda su majestad imperial, radiando al sol la cruda viveza de sus varios colores, recortando en el divino azul su orgullosa silueta almenada y erizada de torres, entre las cuales se definía, precisa y soberbia, la mole del Alcázar. San Servando, acariciado por el sol, era imponente sobre toda ponderación. Del carácter guerrero religioso que desde la reconquista de Toledo por Alfonso VI, en 1085, había adquirido la fortaleza, y que había mostrado por espacio de algunos siglos, hasta principios del decimocuarto, en que los templarios la abandonaron, apenas si quedaban vestigios. El castillo, restaurado en la época de las terribles luchas entre Don Pedro I y Don Enrique de Trastamara, ahora estaba de nuevo en ruinas, pero mostrando aún cierta dignidad medioeval en sus torres imperiosas. Lope y Mencía contemplaron algunos instantes los descalabrados muros, y volvieron luego los ojos hacia la hermosa perspectiva cercana. A sus pies corría el Tajo en su lecho de rocas, ciñendo casi por completo con sus brazos fluidos a la ciudad, como a una amada. Más allá, al otro lado del arrabal de Antequeruela, se adivinaba la Vega apacible y florida. El cielo era de una incontaminada pureza. Una suave frescura primaveral llegaba de los campos, de las peñas, del río. Mencía apoyó su cabeza en el hombro de Lope. Pasole éste el brazo por el talle, y enamorados, mudos, felices, quedáronse contemplando el claro cristal de la tarde, la mansedumbre melancólica del paisaje, y escuchando el vago y complejo rumor que venía de Toledo, un rumor que parecía hecho de las voces de los vivos y de las voces de los muertos; de los carpetanos que fundaron la ciudad; de los romanos que la conquistaron; de los visigodos que en ella se convirtieron a Cristo; de los moros que la habitaron cuatro siglos y la hicieron próspera; de los castellanos que trajeron a ella su fe acorazada de acero. La voz de los padres antiguos que ahí celebraban sus concilios y de los cardenales opulentos que se llamaban los Mendoza, los Tenorio, los Fonseca, los Ximenes, los Tavera, y que hicieron de aquellos peñascos diademados de almenas un imperio de arte y de pensamiento. Y parecíale a Lope que dentro de él mismo se escuchaban también los rumores de todas las épocas; que en él gritaba la voz de los que se habían callado para siempre; que era él como una continuación viva de los muertos; que siempre había vivido, que viviría siempre, juntando en su existencia los hilos de muchas existencias invisibles de ayer, de hoy, de mañana. Contempló a Mencía. Ésta había separado la cabeza de su hombro y, sentada sobre la hierba, con los ojos muy grandes, muy luminosos, fijos en los suyos, parecía seguir el camino de sus pensamientos. Y a ella, pensó Lope al verla, que siempre la quiso. ¡Desde quién sabe qué recodos misteriosos del pasado venía este amor! Era la compañera ideal, casta, apacible, con un poco de hermana en su abandono, con un poco de madre en su ternura. Era el alma cuyo vuelo debía periódicamente en los tiempos cruzarse con el suyo, cuya órbita debía con la suya tener forzosamente intersecciones. -¿Verdad que siempre me has amado? -le preguntó de pronto con indecible ímpetu, atrayendo su cabecita obscura y buscando ávidamente el regalo de sus labios. |
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