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Amado Nervo en AlbaLearning

Amado Nervo

"Un sueño"

Capítulo 3

Biografía de Amado Nervo en AlbaLearning

 
 
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Un sueño
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Toledo

 

Aun con cierto resabio de duda, Lope se asomó a la ventana. Parecíale que ahí sí iba a quebrantarse el conjuro, a desvanecerse el encanto, y que en vez de la visión de una ciudad castellana tendría la de la espaciosa plaza de su palacio -la plaza de Enrique V, limitada por suntuosas arquitecturas del Renacimiento, por luminosos alcázares de mármol, rodeados de terrazas amplísimas, y cortado en dos su inmenso cuadrilátero por el gran río de ondas verdes, a través del cual daban zancadas los puentes de piedra y de hierro, hormigueantes siempre de una atareada multitud.

Pero no fue así.

La ventana de su habitación, más alta que la mayoría de los muros opuestos, daba a una callejuela que, con otras vecinas, luego iba a desembocar en la plaza de Zocodover. Desde ella se abarcaba perfectamente el vasto espacio de esta plaza, con sus irregulares edificios y sus viejos soportales.

Una multitud, vestida de manera muy varia, pululaba en rededor de los puestos del mercado, que por ser martes, había. Quién compraba aves de todos géneros; quién tarros de miel; quién queso libreado; quién mazapanes, hojaldres, bizcotelas y rosquillas, con o sin azúcar; quién aceites, mantecas y frutas de Andalucía.

Casi todos los balcones estaban engalanados con colgaduras diversas.

Preguntó Lope la razón, y Mencía díjole que la corte se encontraba en la ciudad imperial desde hacía algunos días, y que iba con pompa a todas partes, pasando casi siempre por la plaza.

Lope recorrió con la mirada atónita el panorama. La urdimbre de callejuelas se enredaba a sus pies. Bordábanlas en su mayoría muros bajos, con muy pocas ventanas, y todas las arquitecturas se codeaban en el más heteróclito contubernio. Campanarios, miradores, ajimeces, burdos o airosos portales encancelados, ventanas góticas, postigos enrejados; sobre la sinagoga, la cruz; junto a la pesada torre medioeval, áspera y fuerte como la de un castillo roquero, el alado minarete bordado de encajes; junto a la severidad de un cornisamento romano, la gracia enredada y traviesa de un arabesco que canta los atributos de Allah; un sobrio y reciente pórtico del Cinquecento, junto a un arco mudéjar o a un pórtico plateresco.

Toledo, sentada sobre su arisco trono de rocas, vivía los últimos años de su apogeo. El rey Don Felipe había trasladado desde 1560 la corte a Madrid. Era esta última villa, denominada «la única corte», muy sucia y malsana, a pesar de tan pomposo nombre. Contaba a lo sumo treinta mil habitantes, y en mucho tiempo su población no aumentó por cierto de una manera sensible.

La metrópoli del mundo, porque lo fue en aquellos siglos que empezaron con Carlos V, cuando no hubo ocaso para el sol en los dominios españoles, lo único que, por lo pronto, ganó con el traslado de la corte a su recinto, fue la tala despiadada de sus hermosos bosques, testigos del dominio de los árabes y de los triunfos de Alfonso VI.

Desnudas quedaron las comarcas que habían ensilvecido los siglos, y Madrid en medio de un erial.

Las calles, estrechas y torcidas, estaban limitadas por casas de un solo piso, porque la Regalía de Aposentos obligaba a quienes construían casas más altas y espaciosas a alojar a la nobleza, y por tanto los propietarios se defendían construyendo las llamadas casas a la malicia.

Las moradas de los grandes casi no se distinguían de las demás sino por los torreones que ostentaban.

La amplitud de la villa apenas si excedía al viejo ensanche hecho por los árabes, y en su mayor parte las antiguas murallas estaban en pie o dejaban ver su anterior trazado, siguiendo un largo rodeo para llegar desde la calle o barranco de Segovia hasta el Alcázar.

En cambio era Madrid frecuentada por innumerables forasteros, y en su calle Mayor, siempre animada, y en sus muchas callejuelas, se codeaban los soldados que había mojado la lluvia pertinaz de Flandes, y los que había tostado el sol de Nueva España; los veteranos que habían peleado en San Quintín (y aun algunos, muy raros, que recordaban las hazañas del César en Túnez), y los aventureros que andaban en busca de cualquier empresa (entonces se intentaba la de Portugal) a fin de emplear en ella su coraje, su arcabuz y su inútil espada; los bravos a quienes fue dado ver con don Juan de Austria los apretados trances y la gloria de Lepanto, y los que, siguiendo las huellas de Pizarro, admiraron los portentos del Perú.
¡Cuántas veces, entre aquella turba de valientes o bravoneles, desencantado, triste, enfermo, recordando la libre vida de Italia, que amó tanto, pasearía también con su manquedad y su genio don Miguel de Cervantes Saavedra, hidalgo, soldado, escritor de entremeses, alcabalero, comisionista, miserable, hambriento... y semidiós!

*  *  *

Toledo, pues, como insinuábamos al principio, a pesar de su grandeza y hermosura iba a convertirse en breve, gracias a Madrid, en una ciudad muerta, en una ciudad museo, pero también, y por esto mismo, en la Roma española, a donde devotos y pensativos se encaminarían la Poesía, la Historia y el Arte a meditar sobre las pasadas grandezas.

Mas ahora, ¡qué bullicio y qué animación por dondequiera!

Las miradas de Lope discurrían de una a otra calleja, de uno a otro rincón, de uno a otro ángulo de la gran plaza, sorprendidas y embelesadas.

Aquí, caballero en una poderosa mula pasilarga, con gualdrapas de terciopelo carmesí, iba un clérigo copetudo, canónigo sin duda; acá, un chicuelo de caperuza verde jugaba en el arroyo; allá, una dueña, que bien pudiera llamarse doña Remilgos, acompañaba a una doncella de negro manto, hermosa como un éxtasis, que se dirigía a misa; más allá, un grupo de ministriles con sus instrumentos acudía a quién sabe qué fiesta, alborotando a más y mejor; acullá, una gran dama, en una hacanea torda que llevaba de la rienda un pajecillo flamenco vestido a la usanza de su país (y de los cuales había aún a la sazón muchos en Toledo), pasaba orgullosa a la sombra secular de los viejos muros, para salir a la riente plaza llena de bullicio... En otra parte, un caballero con ropilla y ropón de terciopelo azul salía del gran portal de un palacio, seguido de un escudero y de dos lebreles, y más lejos rodaba, desempedrando calles, un majestuoso y pesado coche, con mulas uncidas de dos en dos.

Era incontable la multitud de tipos que desfilaban bajo aquel balcón tan vecino a los tejados, y Lope no se hartaba de verlos: junto al mendigo, la buscona; junto al arriero, el estudiante sopista que caminaba distraído con no sé qué mirajes de puchero; junto al lazarillo, el trajinante; junto a la dama, la moza de partido; junto al clérigo, el rufián, el cómico o el hijodalgo. Parecía aquella escena una novela de Cervantes puesta en movimiento.

De pronto, en medio de un gran estruendo de voces y gritos, de aclamaciones y ruidos entusiastas, desembocó en Zocodover brillantísima comitiva de jinetes, formada toda de grandes señores castellanos, caballeros en ágiles y hermosos caballos engualdrapados con mucha riqueza.

Esta comitiva precedía a una litera rodeada por damas de la primera nobleza, a caballo también, y custodiada por elegantísimos pajes.

En la litera venía sin duda una princesa, cuando menos.

-La reina doña Ana, la cuarta mujer del Rey -cuchicheó al oído de Lope la dulce voz de Mencía-. Es una señora muy buena -añadió.

La comitiva perdiose pronto en la tortuosidad de una de las calles, y no quedó ya más que el remolino del pueblo, a quien el respeto había atado un punto los labios y que volvía a sus voces entusiastas, en confusión inextricable, mezcladas a los gritos de los mercaderes, que pregonaban las excelencias de sus artículos.

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