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Amado Nervo en AlbaLearning

Amado Nervo

"Una mentira"

Capítulo 4

Biografía de Amado Nervo en AlbaLearning

 
 
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Una mentira
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La infidelidad de una mujer, como la muerte, llega siempre cuando menos la esperamos. Los celosos casi nunca aciertan, y aun pudiera decirse de los celos que constituyen un buen indicio de fidelidad:

¡Puesto que sois verdad, ya no sois celos!

Si Fernando, en los primeros tiempos de su matrimonio, pudo alguna vez temer a los donjuanes que en sociedad rondan siempre a las casadas jóvenes buscando empresas fáciles, agradables «baratas», con los años de vida común el fantasma de aquel temor se había alejado. En Madrid sobre todo, la solicitud de Blanca para con él habíase vuelto tan delicada, tan constante, que no parecía sino que el medio era propicio a un reflorecimiento del amor...

¡Infeliz (pensaba ahora), justamente el peor síntoma en un matrimonio es esa ternura repentina que le nace a la esposa después de largo tiempo de vida común... ternura que es sólo la forma del remordimiento!

¡Con quién le engañaba! ¡Ah!, nunca tendría el valor de inquirirlo... Seguramente con alguno de esos frívolos títulos irreprochablemente vestidos a la inglesa; deportistas furibundos, de cerebro desalquilado.

Pensó en el ridículo...

Todo Madrid estaba sin duda enterado del lío aquel:

Todo Madrid lo sabía.

Todo Madrid menos él...

Algunas veces habrían reído a sus espaldas en la Peña... Sí, ciertamente... ahora recordaba la intención y la ironía de tales o cuales frases, cuyo tono subrayado le chocó.

Y al pensar en estas cosas, un rubor infinito, el sonrojo de su vergüenza pasada y presente, le encendía el rostro.

*  *  *

¡Y cómo la amaba a pesar de todo!

Ahora que sentía lo irremediable de su desastre, la imperiosa, la fatal necesidad de poner un brusco punto final a su vida común, desbordábase de su corazón la ternura de los años conyugales.

¡Qué iba a hacer sin ella! ¡Cómo vivir sin ella!

Por un instante -sólo por un instante, apresurémonos a decirlo, a fin de que el lector no desprecie a Fernando-, el pobre hombre pensó:

-¡Si no la dijese nada! Si me resolviese a no saber nada... En suma, hay tantos elegantes en Madrid en mi caso. ¿Quién toma ya a lo trágico estas tristes cosas en nuestro mundo, en el gran mundo? Los matrimonios, de hecho, están moralmente divorciados. El marido va por su lado, la mujer por el suyo. La mujer dice al marido: «Esta noche cenará con nosotros mi flirt... ya lo sabes».

Y el marido sonríe con el más delicioso buen tono. Él por su parte dice a su mujer: «No me esperes a comer mañana. Tengo mi pequeña aventura...».

¡Y todo sigue en paz, en el mejor de los mundos posibles!

Eso de la ternura exclusiva, del sentimentalismo (del sentimentalismo sobre todo), está mandado retirar desde hace mucho tiempo.

Otelo en el siglo XX, hace reír.

Está bueno para que lo cante el signor Caruso, o para que lo represente, con estrangulación y demás «adminículos», un obrero de los barrios bajos... Si todos los maridos engañados de Madrid, de París, de Londres, fuesen a tomar en serio su «situación», ríase usted de la carnicería de Verdún...

Y por una de esas flexibilidades de la memoria, que se complace en las más peregrinas asociaciones de ideas en los momentos trágicos, Fernando recordaba aquella sonriente anécdota del siglo XVIII, reproducida en tantos festivos grabados franceses de la época: cierto cura de una ciudad de Francia (el cura de Pontoise, precisaremos), en una plática dominical, recriminaba, sin señalarla, a una mujer cuya fidelidad conyugal dejaba mucho que desear.

En un momento de exaltación, el cura exclamaba, agitando desde él púlpito su bonete en la diestra: «¡Voy a arrojar mi bonete a aquella que más ha engañado a su marido!».

Je vais jeter mon bonnet á celle qui a le plus trompé son mari.

¿Y qué había sucedido?

Pues que todas se llevaron las manos a la cara en actitud de defensa, y algunas, resueltamente, echaron a correr, saliendo de la iglesia.

En suma, este pecado no debe ser tan grande cuando el Salvador mostró una indulgencia tal con la mujer adúltera...

¡Ah!, reargüía en el cerebro de Fernando aquel impertinente yo que discute con el otro, esa indulgencia fue paternal, pero severa: «Pues que ninguno te condena, yo tampoco te condeno: vete y no peques más...». Jesús, por otra parte, se mostró harto fiscalizador y de manga estrecha contra el adulterio, cuando exclamó en el Sermón de la Montaña: «Oísteis que fue dicho: no adulterarás; mas yo os digo que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró en su corazón». (Mateo, 5-27-28).

Por momentos una oleada de rebelión encendía la cabeza de Fernando. Él nunca había adulterado en su corazón; él jamás había mirado a una mujer con codicia; él había sido fiel a su Blanca, con esa maravillosa fidelidad absoluta de las almas leales y nobles.

¿Por qué, pues, tan tremenda expiación?

«¿No la mereces? -replicábale entonces el otro yo-; pues si no mereces la expiación, señal de que no existe, de que todo es imaginario, de que Blanca no te engaña...».

«Por lo demás, eso no es expiación. A un francés, a un inglés, a un alemán, a un yanqui, nunca se le ocurriría que eso fuese una expiación, sobre todo cuando se trata de un mal que cura radicalmente el divorcio... Acaso hay en el hogar cosas peores que la infidelidad solapada de una mujer: su mala educación, por ejemplo...».

«En cuanto al punto de honor, bien sabes que no es sino un resabio de los dramas de capa y espada; ¿cómo un hombre culto del siglo XX puede fincar su honra sobre pilares tan frágiles?...».

¡Ah! -respondíase interiormente Fernando-, si uno pudiera reeducarse, tal vez esto fuera discutible y opinable; pero quien tiene por sangre, por heredismo, unas cuantas ideas definitivas, con respecto a la fidelidad conyugal, y empieza como yo por someterse con probidad a la misma medida, no pidiendo más a la esposa de lo que él la da, es incapaz de conciliaciones y de consuelos, que, dígase lo que se diga, son innobles y bellacos... yo estoy hecho de tal manera que la resignación mundana me resulta imposible:

Nous restons jusqu' au bout tels que Dieu nous a fait.

*  *  *

¡Se iría, pues, para siempre!

Aquella misma noche, para no vacilar, sin verla más, metería en un maletín lo preciso y dejaría a Blanca unas cuantas palabras escritas.

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