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"La yaqui hermosa" Cuentos misteriosos |
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Biografía de Amado Nervo en AlbaLearning | |
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Música: Debussy - Reflets dans l'eau |
La yaqui hermosa (Sucedido) |
Los indios yaquis—casta de las más viriles entre los aborígenes de Méjico—habitan una comarca fértil y rica del estado de Sonora; hablan un raro idioma que se llama el «cahita» (perteneciente al grupo lingüístico mejicano-ópata); son altos, muchas veces bellos, como estatuas de bronce, duros para el trabajo, buenos agricultores, cazadores máximos... y, sobre todo, combatientes indomables siempre. Su historia desde los tiempos más remotos, puede condensarse en esta palabra: guerra. Jamás han estado en paz con nadie. Acaso en el idioma cahita ni existe siquiera la palabra «paz». Pelearon siempre con sus vecinos, así se llamaran éstos chichimecas, apaches, soldados españoles o soldados federales. No se recuerda época alguna en que los yaquis no hayan peleado. De ellos puede decirse lo que de Benvenuto Cellini se dijo: «que nacieron con la espuma en la boca», la espuma de la ira y del coraje. La historia nos cuenta que Nuño de Guzmán fue el conquistador que penetró antes que nadie en Sinaloa y Sinora, y llevó sus armas hasta las riberas del Yaqui y del Mayo. El primer combate que los yaquis tuvieron con los españoles fué el 5 de Octubre de 1535. Comandaba a los españoles Diego Guzmán, y fueron atacados por los indios, que en esta vez resultaron vencidos, pero tras un combate muy duro. Los españoles afirmaron después que nunca habían encontrado indios más bravos. Con antelación, a manos de los yaquis habían perecido Diego Hurtado de Mendoza y sus compañeros, quienes desembarcaron osadamente en la costa de Sonora. La lucha en serio con los indios empezó en 1599, siendo capitán y justicia mayor don Diego Martínez de Hurdaide. Desde entonces esta lucha ha continuado sin cesar. Recientemente el Gobierno federal inició nueva acción contra las indomables tribus, y para dominar su tenacidad bravía, casi épica, hubo de recurrir a medidas radicales: descepar familias enteras de la tierra en que nacieron, y enviarlas al otro extremo de la república, a Yucatán y Campeche especialmente. Lo que el yaqui ama más es su terruño. La entereza de raza se vio, pues, sometida a durísima prueba. En Campeche los desterrados fueron repartidos entre colonos criollos, que se los disputaban ávidamente, dada la falta de brazos de que se adolece en aquellas regiones para las faenas agrícolas. Un rico terrateniente amigo mío (1), recibió más de cien indios de ambos sexos. Separó de entre ellos cuatro niñas huérfanas y se las envió a su esposa, quien hubo de domesticar a fuerza de suavidad sus fierezas. Al principio las yaquitas se pasaban las horas acurrucadas en los rincones. Una quería tirarse a la calle desde el balcón. Negábanse a aprender el castellano, y sostenían interminables y misteriosos diálogos en su intraducibie idioma, o callaban horas enteras, inmóviles como las hoscas piedras de su tierra. Ahora se dejarían matar las cuatro por su ama, a la que adoran con ese fiel y conmovedor culto del indígena por quien lo trata bien. Entre los ciento y tantos yaquis, sólo una vieja hablaba bien el castellano. Era la intérprete. Cuando mi amigo los recibió, hízolos formar en su hacienda, y dirigióse a la intérprete en estos términos: —Diles que aquí el que trabaje ganará lo que quiera. Diles también que no les tengo miedo. Que en otras haciendas les vedan las armas; pero yo les daré carabinas y fusiles a todos... porque no les tengo miedo. Que la caza que maten es para ellos. Que si no trabajan, nunca verán un solo peso. Que el Yaqui está muy lejos, muy lejos, y no hay que pensar por ahora en volver... Que, por último, daré a cada uno la tierra que quiera: la que pueda recorrer durante un día. —¿De veras me darás a mí toda la tierra que pise en un día?—preguntó adelantándose un indio alto, cenceño, nervioso, por medio de la intérprete. —¡Toda la que pises!—le respondió mi amigo. Y al día siguiente, en efecto, el indio madrugó, y cuando se apagaba el lucero, ya había recorrido tres kilómetros en línea recta, y en la noche ya había señalado con piedras varios kilómetros cuadrados. —¡Todo esto es tuyo! -le dijo sencillamente el propietario, que posee tierras del tamaño de un pequeño reino europeo. El indio se quedó estupefacto de delicia. Diariamente iba mi amigo a ver a la indiada, y la intérprete le formulaba las quejas o las aspiraciones de los yaquis. Un día, mi amigo se fijó en una india, grande, esbelta, que tenía la cara llena de barro. —¿Por qué va esa mujer tan sucia?—preguntó a la intérprete. Respondió la intérprete: —Porque es bonita; dejó el novio en su tierra y no quiere que la vean los «extranjeros». La india, entretanto, inmóvil, bajaba obstinadamente los ojos. —¡A ver!—dijo mi amigo—, que le laven la cara a ésta. ¡Traigan agua! Y la trajeron y la intérprete le lavó la cara. Y, en efecto, era linda como una Salambó. Su boca breve, colorada como la tuna; sus mejillas mate, de una carnación deliciosa; su nariz sensual, semiabierta; y, sobre todo aquello, sus ojos relumbrosos y tristes, que no acababan nunca, negros como dos noches lóbregas. El colono la vio, y enternecido la dijo: —Aquí todo el mundo te tratará bien, y si te portas como debes, volverás pronto a tu tierra y verás a tu novio. La india, inmóvil, seguía tenazmente mirando al suelo, y enclavijaba sus manos sobre el seno; un seno duro y atejado que se adivinaba como de gutapercha a través de la ajustada camisa. Mi amigo dio sus instrucciones para que la trataran mejor que a nadie. Después partió para Méjico. ……… Volvió a su hacienda de Campeche al cabo de mes y medio. —¿Y la yaqui hermosa?—preguntó al administrador. —¡Murió!—respondió éste. Y luego, rectificando: —Es decir, se dejó morir de hambre. No hubo manera de hacerla comer. Se pasaba los días encogida en un rincón, como un ídolo. No hablaba jamás. El médico vino. Dijo que tenía fiebre. Le recetó quinina. No hubo forma de dársela. Murió en la quincena pasada. La enterramos allí. Y señalaba un sitio entre unas peñas, con una cruz en rededor de la cual crecían ya las amapolas. (1) Don José Castellot, al cual debo este relato. |
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