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Amado Nervo

"La libertad"

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La libertad

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A Rómulo Farrera

Ramírez sale de su casa con dirección al taller.

El airecillo fresco le picotea el rostro y le tonifica los nervios.

El día se muestra despejado, la luz del sol invade en oleadas de oro las calles, bruñe los edificios y transfigura la nieve de las montañas lejanas.

Ramírez se siente feliz de vivir, y experimenta esa alegre necesidad de trabajo que es propia de hombres sanos.

En llegando al taller, continuará la talla de un mueble estilo Luis XV, en el que ha puesto sus complacencias.

Se trata de un respaldo de nogal, coronado por un casco, con una gran cimera, rodeada de motivos más vagos, de volutas en que la molicie de las curvas alardea en toda su gracia; de rizos, de ondulaciones mil, donde la imaginación puede poner los contornos de cuantas figuras sueñe.

Ramírez está en paz con la vida, con la sociedad, consigo mismo, y contento de su fuerza y de su inteligencia.

Ramírez es un optimista.

Todo contribuye, por lo demás, a que Ramírez sea un optimista. En el hogar, modesto, pero confortable y limpio, ha saboreado la gran taza de café con leche, que las manos activas y cordiales de la esposa joven, alegre, le han servido en la pequeña alcoba llena de gorjeos de dos amorcillos morenos que juegan aún en la cama.

Gana un buen jornal. El patrón lo quiere. Con las economías que su mujer, solícita y previsora, reúne, Ramírez acabará por abrir un taller. Educará bien a sus hijos, y les dejará un honorable patrimonio. La moral en acción, ¿no es eso?

Cuando Ramírez llega a esta parte de su pensamiento, empieza a percibir voces nutridas, cantos de vivos compases, gritos, y recuerda que numerosos obreros de distintas fábricas han decidido declararse en huelga por lo de siempre: aumento de jornal, disminución de horas de trabajo, o ambas cosas a la vez.

A él le hablaron de organizar un grupo, de tomar la palabra en una manifestación, de influir en el ánimo de los oficiales que trabajaban con él, para que todos, absolutamente todos, acudiesen al llamamiento de sus compañeros, y él rehusó secamente.

—Yo no tengo de qué quejarme— respondió.

La masa de obreros, entretanto, se aproximaba, y al distinguir a Ramírez, la intensidad de sus voces aumentó:

Primero le llamaron «tránsfuga».

Luego «traidor».

Una delegación se aproximó en seguida a él y lo invitó, con palabras en que apuntaban tonos de amenaza, a que se uniese a ellos.

El jefe de la delegación, uno de los huelguistas más influyentes, le indicó que debía hacerlo.

—¿Debo? ¿Por qué?— preguntó Ramírez.

—Por solidaridad— respondió el jefe, dignándose discutir con él.

—Yo no estoy de acuerdo con vosotros— insinuó Ramírez—. Yo estoy satisfecho de mi situación actual. Necesito trabajar, y trabajaré.

—No trabajarás— dijo el otro— porque estás obligado a solidarizarte con nosotros.

—Yo no puedo— replicó Ramírez— solidarizarme con gentes que piensan de diferente manera que yo.

—Hay, sin embargo, deberes mutuos.

—Nunca serán más grandes que los que yo tengo para con mi mujer y para con mis hijos.

—Nosotros trabajamos por la justicia y por la libertad.

— Pues empezad por ser justos conmigo: empezad por respetar mi libertad, la libertad de un obrero que quiere trabajar.

—Es que, trabajando, ayudas a la tiranía del Capital.

—Y no trabajando, me someto a otra tiranía peor: la vuestra, la de la huelga. Ahora bien, entre las dos tiranías, prefiero la de uno a la de muchos, la que yo elijo a aquella que se me impone.

— La huelga es un derecho.

—Pero no un deber.

—Si no estás con nosotros, estás contra nosotros.

—Ni lo uno ni lo otro. Luchad por obtener lo que os plazca, no me opongo; pero puesto que reclamáis derechos, empezad por respetar uno indiscutible: el que yo tengo de hacer lo que me plazca, mi derecho al trabajo.

—No trabajarás.

- Sí, trabajaré. Es preciso que mi mujer y mis hijos coman. Holgad vosotros si así os conviene.

—Primero son tus compañeros.

— Primero son mi mujer y mis hijos.

—No trabajarás.

En esto, los gritos recomienzan.

—¡Muera la tiranía!

— ¡Viva la libertad!

Y entre un muera la «tiranía» y un viva la «libertad», Ramírez fue «tiranizado» hasta el punto de no poder usar de su «libertad» para trabajar; y obligado a reivindicar el «derecho» común, perdió el suyo: su «derecho» a comer, su «derecho» a vivir.

Esto pasó... esto ha pasado... en España, en Francia, en Buenos Aires... un día, varios días, muchos días.

Y Ramírez, y todos los que piensan como Ramírez, están conviniendo en que nada hay más tiránico a veces que la libertad, y fastidiados de esta comedia de los derechos, dirigida, detrás de las bambalinas, por veinte o treinta ambiciosos, que se burlan de la perenne imbecilidad colectiva de las masas, y acabarán por hacer una contrarrevolución, cuyo lema será éste:

«Libertad para todo... hasta para prescindir uno de sus libertades.»

«Derecho para todo... hasta para renunciar uno a su derecho.»
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