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Amado Nervo

"El signo interior"

Cuentos misteriosos

Biografía de Amado Nervo en AlbaLearning

 
 
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El signo interior
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Mi hermana Florencia-—me contaba Mario era la alegría de la casa y la tristeza de sí misma. Después de loquear, de reir, de travesear hasta perder aliento; tras haber divertido durante horas enteras a todos los chicos y chicas de la vecindad con sus ocurrencias y sus diabluras, de pronto íbase a un rincón y se echaba a llorar desconsoladamente.

—Yo no soy para esto— decía con un desánimo infinito—, yo soy para otra cosa...

—¿Y qué es ello?, ¿qué es esa otra cosa?¿Jugar no constituye, por ventura, la ocupación por excelencia de una niña de doce años como tú?—preguntóle en cierta ocasión nuestra tía Carlota.

Pero Florencia se limitó a contestar:

—Yo sé bien que no soy para eso...

Pasaron los años y aquel carácter frívolo, al parecer, atolondrado y voluble, no varió.

Florencia adoraba el baile. Iba a cuantas fiestas podía. Su perpetua movilidad, su risa fácil, su espíritu zumbón, su inventiva para urdir travesuras, le conquistaban muchas amigas.

—¡Con Florencia—decían—no se puede estar triste!

No se podía estar triste; pero ella sí tenía a menudo crisis profundas de tristeza.

Yo la acompañaba, por lo común, a las fiestas. Era su hermano predilecto. Y recuerdo que muchas veces, al volver a casa, después de haber bailado sin cesar hasta la madrugada y de haber reído a más y mejor, se dejaba caer en un diván y rompía en sollozos:

—¡Yo no soy para esto! ¡Yo no soy para esto!

*

Tuvo muchos pretendientes. Era muy bella: color blanquísima, ojazos negros, pelo castaño con reflejos encendidos, como de bronce; boca admirable, cuello largo, de curvas suavísimas; estatura más que mediana. Estaba hecha para encender pasiones. Era una de esas mujeres por quienes se llega a la locura de amor. Pero incapaz de una preferencia definida.

Un muchacho romántico, después de escribirla sinnúmero de cartas y de asegurarla que si no se casaba con él se mataría, dióse a la bebida y naufragó en el alcohol. Todavía a estas fechas irá dando tumbos en la noche por las mal alumbradas calles de mi ciudad natal.

Otro chico, más paciente y resuelto, después de insistir sin descanso, habló a mis padres y logró el permiso de visitar la casa. Florencia, acosada por aquel tozudo, acabó por ceder. Se pidió su mano y hasta se fijó plazo para la boda; pero desde aquella hora y punto mi hermana se puso nerviosísima y no hacía más que llorar.

—¡Yo no soy para eso!—repetía desolada.

—Criatura, todas las muchachas se ponen locas de gusto cuando van a casarse, y más si encuentran un novio como el tuyo, una excelente persona, por cierto... -decíale tía Carlota.

—¡Sí, pero yo no soy para eso!

Tanto lloró... ¡que no se casó!

El novio fue despedido de la manera más cortés del mundo. El pobre había hecho ya bordar toda la canastilla de bodas, los manteles, las toallas, las servilletas, con la inicial del nombre de su futura. Las efes campaban por todas partes, enormes en los manteles, medianas en las fundas de las almohadas, diminutas en los pañuelos...

Como habían sido bordadas a conciencia, no había medio de pensar en sustituirlas, y el infeliz tuvo que buscar una novia cuyo nombre empezase con efe. Acabó por casarse con Paquita Pérez...

*

Naturalmente, aquellos dos fracasos ruidosos excitaron a los pretendientes, en vez de acobardarlos, y Florencia tuvo a porrillo aspirantes a su bella mano (muy blanca, muy larga y bien modelada que la tenía, en efecto). Pero todo fue en vano. Ella, a cada petición solemne de relaciones, contestaba con su eterno:

 

—Yo no soy para eso.

Seguía, empero, yendo a las fiestas, bailaba hasta sofocarse... y volvía llorando a casa como de costumbre.

Leía poco. Su imaginación turbulenta no se avenía con el reposo de los libros; pero a veces un verso, un pensamiento, dejábanla ensimismada durante largo rato.

Un día de su santo, yo le hice un regalo muy preciado en aquellos tiempos de Maricastaña: un hermoso álbum.

Lo recibió con gran entusiasmo y empezó a pedir a sus amigos pensamientos, versos, dibujos.

El álbum se iba llenando a ojos vistas de la más cumplida pacotilla literaria y artística, de la más corriente chaquira intelectual, hasta que el obispo, a quien se le envió también, reservándole una página de honor, puso con grandes letras, en latín, este pensamiento del sabio y santo prelado de Hipona: ¡FECISTE NOS A TE, DOMINE, ET INQUIETUM EST COR NOSTRUM DONEC REQUIESCAT IN TE!

Muy intrigada Florencia, fué a mi cuarto con el álbum abierto en aquella página.

— ¿Qué quiere decir?—me preguntó—. Yo casi lo traduzco; pero temo equivocarme.

—Quiere decir: NOS HICISTE PARA TI, SEÑOR Y NUESTRO CORAZÓN ESTARÁ INQUIETO HASTA QUE NO REPOSE EN TI...

Se quedó pensativa, muy pensativa...

—Apúntame abajo la traducción—me pidió.

Así lo hice y llevóse el álbum, apretándolo, entrecerrado, contra el pecho, con el índice de la siniestra metido como señal en la consabida página.

A la mañana siguiente me la encontré en un rincón del jardín, repitiendo:— ¡Nos hiciste para ti, Señor, y nuestro corazón estará inquieto hasta que no repose en ti!

Pasados algunos días, durante los cuales Florencia, con asombro de toda la casa, permaneció tranquila en su habitación, sin ocurrírsele ninguna travesura, ni siquiera una zumba para sus hermanos, una tarde—no lo olvidaré nunca—llevándome con misterio al rinconcito del jardín ya mencionado, me dijo casi al oído:

—¡Ya sé para qué soy!

Y me repitió la sentencia de San Agustín, con inflexiones misteriosas en la voz metálica: ¡NOS HICISTE PARA TI, SEÑOR, Y NUESTRO CORAZÓN ESTARÁ INQUIETO HASTA QUE NO REPOSE EN TI!

Había una solemnidad sencilla, casi augusta, en su ademán y en sus ojos.

—¿Qué vas a hacer?—le pregunté.

—Irme a un convento.

Y yo, apretándola contra mi corazón, no pude menos que responderla en un impulso instintivo e incontenible:
—¡Haces bien!

*

Diez y siete años pasaron. Yo viajé mucho—añadió Mario—; resido hace lustros en Europa; y Florencia, de su convento de la provincia mejicana, me habría escrito a lo sumo en tan largo tiempo dos o tres cartas, exhortándome, como es de rigor, a «frecuentar los sacramentos» y «a vivir como un santo».

Pero las vicisitudes revolucionarias le hicieron salir de Méjico con otras muchas religiosas, y la monjita vino a recalar en un vasto y umbroso monasterio de la villa y corte.

Allí he ido a verla tras dos espesas rejas.

El tiempo no ha logrado arar un solo surco en la claridad de su rostro juvenil. Sólo sus hermosos ojos, cansados, sin duda, de llorar ante un crucifijo, me miran apaciblemente tras de unas gafas prosaicas.

Su hábito negro y su toca blanca le dan un aspecto de elegancia austera, muy de mi gusto.

Evocamos juntos los recuerdos de la infancia y repetimos las palabras para ella definitivas, las que fueron el «sésamo, ábrete» de su reino interior: «¡Señor, para ti nos hiciste, y nuestro corazón estará inquieto hasta que no repose en ti!»

—Tú, hermana—le digo—, elegiste la mejor parte, como María Magdalena.

—Sí—me contesta sonriendo (y la monja que la acompaña le hace coro)—, ¡la mejor, la mejor parte!

—Fueron nuestras almas—añado—como dos príncipes de un cuento, los cuales, al llegar a cierta parte del bosque, encuéntranse frente a dos caminos: un príncipe toma el de la izquierda; el otro, el de la derecha... Yo tomé el camino del mundo, el ancho camino del mundo, resonante de pisadas y de voces inútiles...

—Y yo—me interrumpe—el de la derecha, que es el camino verdadero.

—¿Y en qué conoces que es el camino verdadero?

—En que apenas empecé a andarlo sentí una gran alegría y una inmensa paz...

*

Y al salir de la visita—concluyó Mario—, pensaba yo que las últimas palabras de la monja resumían todas las conclusiones filosóficas; «el hallazgo de la verdad se revela en un signo interior inconfundible: la alegría espiritual», o, como dice William James en su ensayo sobre «El sentimiento de la racionalidad», ésta se conoce, como todas las cosas, en ciertos signos subjetivos que afectan al ser pensante. Percibir tales signos es comprender que se está en posesión de la racionalidad... Pero ¿y qué signos son éstos?

«¡Desde luego un sentimiento muy hondo de tranquilidad, de paz, de reposo!»

¡Feciste nos a Te, Domine, et inquietum est cor nostrum donec requiescat in te!

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