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Amado Nervo

"El hallazgo"

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El hallazgo

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A Ramón del Valle Inclán

EL yate Princesa Alicia volvía de su excursión por el Atlántico, trayendo un botín admirable, absolutamente único. Merced a sus redes, de todas formas y de todos sistemas, que arrastrando por entre los bosques de las grandes simas submarinas, cautivan faunas y floras nunca vistas, el príncipe Alberto de Mónaco tenía allí, a la mano, en su laboratorio, en frascos de variadas formas, seres preciosamente absurdos, ilógicos, increíbles, ultrafantásticos. Había peces cuyos ojos, intensamente abiertos, eran como fanales, que al propio tiempo que miraban, alumbraban el objeto visto. Había otros, fosforescentes, que cambiaban de color a voluntad, e instantáneamente, atrayendo y enloqueciendo de esta suerte a la presa que codiciaban. Había algas de todos los matices,— desde el amarillo hasta el violeta— de todas las formas y de todos los tamaños. Había, entre el légamo glutinoso, gérmenes que guardaban aún el secreto de la transformación de las especies; organismos híbridos, eslabones de la gran cadena de la evolución, cuyas primeras anillas surgieron de la profundidad oceánica, madre de toda vida. Había, en fin, ejemplares inclasificables, de una delicadeza, de una inconsistencia y de una hermosura tan grandes, que parecían hechos de la propia sustancia del ensueño.

El príncipe y sus acompañantes, que eran habilísimos preparadores, manejaban, con dedos casi fluidos a fuerza de suavidad y pericia, los milagrosos hallazgos.

En tales momentos, con infinidad de reminiscencias científicas, de nombres de géneros, especies, subgéneros, sabiamente ensamblados de griego y latín, venían a su imaginación visiones sugeridas por cuentos y leyendas: todo lo que los poetas han cantado del mar eterno, que en pleno siglo XX tiene, para desesperar a los investigadores, tantos arcanos como espumas. Recordaban especialmente aquel cuento de Wells, en que un hombre desciende, en cierta esfera hecha para resistir las más formidables presiones, a profundidad de muchos miles de metros y encuentra... una humanidad. ¡Sí! una humanidad submarina, que ha evolucionado casi paralelamente con la terrestre. Esta humanidad extraña, de formas imprevistas, tiénele por un dios bajado de allá arriba, de mundos que apenas ella imagina, y le adora, con fervor tal que está a punto de impedirle para siempre su ascenso al buque explorador del que fue lanzado... ¡y de matarlo de asfixia!

Silenciosos permanecían frente a los frascos, evocando estas diversas imágenes, cuando el príncipe, que tenía a su diestra una Phalassio – Phylum - Clathrus, alga bella por excelencia, que distraídamente acariciaba, sintió de pronto entre sus dedos un cuerpo algo consistente, suave, rotundo y ligeramente frío: era de forma casi oval, de un centímetro de diámetro, semejante a una perla, pero de belleza muy superior. Su color azulado ostentaba todos los matices: desde el tenue de la turquesa hasta el profundo del zafiro. Su oriente mostrábase prodigioso, de tal suerte prodigioso, que daba luz— una luz fosforescente, opalina,— que en la obscuridad que empezaba a invadir el laboratorio se advertía perfectamente. Aquella luz parecía emanar del interior mismo del esferoide, y se derramaba por toda su superficie, dándole la apariencia de un lucero minúsculo y tranquilo.

Pero lo más sorprendente es que el objeto indescriptible, hermoso como no lo fue nunca el solitario mejor pulido o la perla más perfecta, no parecía proceder de la concha de un molusco; no parecía ser simple concreción nacarina extraída por el azar de las valvas de alguna madreperla, no: a juzgar por el apéndice gris azulado de inverosímil tenuidad, que conservaba adherido aún, y por otras particularidades que no escapaban a la mirada avizora del grupo de sabios, la perla no pertenecía a la fauna, sino a la flora marina: era un vegetal, un fruto, de forma análoga a la de las bayas del cafeto.

Así, pues, allá en los inexplorados abismos del Atlántico y del Pacífico había plantas que daban aquel fruto indecible, mirífico, más deseable que todos los joyeles de todas las reinas.

El mar guardaba aún una joya inédita, para las mujeres del porvenir: una joya que acaso, en los tiempos fabulosos, los tritones habían suspendido del cuello lácteo de las nereidas; una joya que se disputarían en los venideros años, a montonadas de oro, los Rothschild y los Rockfeller, para satisfacer el capricho de alguna parisiense insinuante o de alguna americana imperiosa.

El azar de la red había arrancado de su rama, recientemente a juzgar por las huellas del apéndice seccionado (en cuya herida descubierta advertíase aún algo como un jugo lechoso), aquella cosa sin nombre, pero de prestigio tal, que jamás contemplaron nada semejante los hijos de los hombres; de brillo tan extraño y misterioso, que recordaba la estrella que las hadas y los príncipes llevan sobre la frente en las leyendas infantiles.

Los sabios pasábansela de mano en mano, mudos y absortos.

El Príncipe guardóla después en una bolsa de seda, que, colgada al cuello, lleva de entonces más por dondequiera.

La fantástica joya, que se conserva intacta, sólo sale de allí para ser mostrada a huéspedes de honor. El Kaiser la ha tenido, religiosamente, entre sus manos. La ha tenido también el Rey de Inglaterra, y ha pensado acaso que su nación, con ser señora de las olas, no ha podido ofrecerle aún tal maravilla, por la que diera el «Cullinan», su gran diamante transvalense:

Por la noche, cuando el Príncipe está solo en su estudio, contempla la joya, que radia feérica en la penumbra... y la besa... ¡No la dará a Emperador alguno!

El solo digno de poseerla sería quizás un poeta: ¿Maeterlinck o D'Annunzio? ¡Uno más grande que ellos todavía!
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