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Amado Nervo en AlbaLearning

Amado Nervo

"El diablo desinteresado"

Capítulo 9

Biografía de Amado Nervo en AlbaLearning

 
 
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El diablo desinteresado
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Caía la tarde (creo que esta frase hecha es muy oportuna para empezar el postrero capítulo del presente novelín); caía la tarde, o, si te place, Fabio, atardecía...

No temas, empero, que te describa el crepúsculo con su «orgía de colores». Aquél no era un crepúsculo orgiástico; muy decentito, al contrario, muy modesto, muy sobrio, apenas con el intento de un rosa asalmonado.

En el Bulevar Pereire todo era paz.

Una azulada niebla parecía inmaterializar las lontananzas (esa azulada niebla de París, ya descrita, que Cipriano encuentra más bella que todas las opulencias solares, y que da un tono tan delicado a cuanto envuelve, como si fuera el propio tul, la propia tela divina del ensueño: ... «Such Stuff» as dreams are made on!)

Un hombre joven, elegantemente vestido, llamaba a la verja de un pequeño «hotel», rodeado de espesa verdura.

Su mano trémula hacía sonar el timbre con ligeras intermitencias.

Lector, no caviles más: aquel joven era Cipriano, que, por fin, gracias a Madame Dupont, sabía la dirección del diablo e iba a darle, con efusión, las gracias por el indecible bien recibido.

Un majestuoso criado de ébano, alto, esbelto, con todos los caracteres de la interesante raza etíope (y no con ese matiz repelente de betún desvaído, característico de los negros de los Estados Unidos), atravesó el jardín (¿no habría portero en aquella casa?) y abrió la verja.

A su interrogadora mirada, Cipriano, más tembloroso aún dijo:

-Vengo a ver... a «Monsieur» (no se atrevió a decir al diablo).

El negro le hizo signo de que le siguiese; cerró la verja, subió una breve escalinata y entró en un vestíbulo obscuro, en el que se adivinaban armaduras y algunos bellos muebles de ébano.

-¿Su tarjeta? -dijo.

-Aquí está.

-Siéntese usted. Voy a anunciarle.

Y entreabriendo como sigilosamente una gran puerta, desapareció.

Cipriano, durante los momentos que siguieron, pudo oír perfectamente los latidos de su corazón.

Un etíope... Armaduras damasquinadas... Muebles de ébano... Silencio absoluto...

La gran puerta volvió a abrirse:

-Pase usted -dijo el negro.

Atravesaron un vasto salón penumbroso, cubierto de tapicerías, cuyos asuntos se adivinaban apenas y severamente amueblado de taburetes y asientos corridos, de ébano también y damasco rojo.

Se abrió otra puerta.

Daba acceso a una enorme biblioteca, de ébano asimismo, del más hermoso estilo Luis XIII, con admirables columnas estriadas, de floridos capiteles, con nichos, en los cuales se inmovilizaban estatuas clásicas de bronce, en actitud serena; con amplias ventanas por donde entraba, a través de las vidrieras de colores, la luz «mística» del atardecer, que venía de un patio contiguo, en el que triunfaba la verdura nueva de las acacias y los castaños.

La biblioteca era todavía más misteriosa, más recogida que las otras salas.

Cipriano se detuvo indeciso.

El negro había desaparecido.

A medida que los ojos del pintor iban acostumbrándose a la penumbra, apreciaba detalles de la suntuosa severidad de aquella gran sala llena de libros.

Pero había recodos de sombra que escapaban a su agudeza visual.

De uno de ellos surgió una voz conocida: aquella voz de aquella noche, en el bulevar Malesherbes.

-Bienvenido, amigo mío.

Y una forma obscura avanzó hacia él.

Cipriano se sobresaltó... un momento, un momento nada más. Su voluntad dominó en seguida el miedo pueril.

El «diablo» sonreía con la más acogedora sonrisa y le tendía la mano, blanca, aristocrática, perfectamente cuidada y sin vello ninguno bestial... (Todo evoluciona, lector: el diablo usa depilatorios y tiene manicuros)

Cuando se hubo repuesto de su emoción, el pintor (sentado ya al lado de aquel hombre simpático, de aspecto afable, aunque con no sé qué rasgo de misterio en la profunda palidez de las facciones), desbordó su incontenible gratitud.

-¡Usted no sabe -le dijo- lo feliz que soy! A usted se lo debo todo: la revelación de mi talento, en el cual no creía; el amor de una mujer infinitamente adorable; los medios materiales para cultivar esa «Ars lunga», en la que quiero firmemente emplear mi «Vida breve», para llegar a las grandes excelencias; la seguridad, en fin, de un porvenir luminoso; ¡todo, todo!... Yo no sé quién es usted; ¡pero un espíritu poderoso y bueno no habría hecho más por mí!

Y cogiéndole una mano, una de aquellas aristocráticas manos, se la besó con amor, antes que el diablo pudiese impedirlo.

-Amigo mío -respondió éste-: el verdadero autor de todos los bienes que menciona es usted; es su voluntad, hada milagrosa que duerme en tantas almas y que en algunas no despierta jamás... Yo no hice otra cosa que azuzarla con la espuela del amor. Ella sola recorrió el camino.

-¿Pero quién es usted y qué razones ha tenido para protegerme? ¡Dígamelo, se lo niego!

-¿Y por qué no seguir imaginando que soy el diablo, un buen diablo, si a usted le parece? Hasta el diablo, amigo mío, sirve los designios de la Providencia (de la cual dudaba usted, por cierto)... de una Providencia escondida que vela por nosotros... ¿Qué quiere usted que le revele? ¿Un nombre y un apellido comunes y corrientes? ¿El cómo la casualidad que hizo a un hombre rico y aburrido tropezar con un artista que habla solo (¡mala costumbre, amigo mío!) entre la neblina de un bulevar? ¿Una recomendación a tal o cual buena señora amiga mía y de la familia Constantin para que los pusiese a ustedes en relaciones?... ¡Todo eso sería demasiado trivial! Procure usted más bien creer que soy un espíritu, lo cual tendrá cierto encanto, un diablo desinteresado, que pudo hacerle un beneficio y está satisfecho!

Por lo demás -añadió levantándose para dar por terminada la entrevista y tendiendo con un movimiento lleno de gracia y de cordialidad la mano al pintor-, todos somos espíritus; no somos más que espíritus, que se mueven en un plano de ilusión. Usted es un espíritu azul (l'art c'est l'azur...), su rubia Laura, un espíritu «color de rosa»; mi criado negro, a pesar de su color, un espíritu «blanco» (por su primitiva candidez), y yo, un espíritu «gris», acaso triste, que busca a Dios por el camino real de la caridad... Sí, amigo mío, todos somos espíritus y tenemos todos algo de divino. Procuren usted y Laura hacerse dignos de esta divinidad que el Inefable les ha otorgado, y realicen durante su peregrinación por la existencia ¡a mayor suma de amor, de belleza, de bien...

Madrid, Abril 1.° de 1916

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