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Amado Nervo en AlbaLearning

Amado Nervo

"El diablo desinteresado"

Capítulo 3

Biografía de Amado Nervo en AlbaLearning

 
 
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El diablo desinteresado
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Ya en su estudio, arrellanado en el diván, en aquel diván que se ha descrito, Cipriano púsose a considerar la escena «misteriosa» a que acababa de asistir y en la que tan importante papel le había correspondido.

Se necesitaba un candor más que columbino (¡de dónde habrán sacado que las palomas son candorosas!) para imaginar a un espíritu, blanco o negro, ayudando a un hombre del siglo XX a obtener el amor de una muchacha...

Y, sin embargo, en el supuesto de que hubiese espíritus, es decir, inteligencias invisibles superiores a la nuestra (ya que, bien mirado, en el universo todo es espiritual), ¿por qué no habrían atender a nuestra súplica?

No escuchamos, por ventura, nosotros los ruegos de los humildes, de los pequeños? ¿No hacemos por ellos cosas que ellos no pueden hacer? Cuando un niño querido nos pide un juguete que él no puede adquirir por sus propios medios, ¿no se lo damos? Cuando un amigo menos experto que nosotros nos ruega que le resolvamos un problema qua le tortura, ¿no lo resolveremos? Pues si nosotros, que somos malos, egoístas y, lo que es peor, seres desvalidos, hacemos estas cosas por nuestros hermanos más desvalidos aún, ¿por qué una inteligencia superior no había de ayudarnos?

Una inteligencia superior debe forzosamente estar unida a bondad superior -seguía pensando Cipriano-. Se concibe apenas, y cuán dolorosamente, un hombre de gran ingenio, malévolo. Esta malevolencia implica una contradicción. Porque, en suma, la maldad no es algo positivo; es, simplemente, algo defectivo, si puede uno expresarse así. Se es malo con relación a un ideal de perfección no alcanzado aún.

Lo que en un salvaje puede ya considerarse como una virtud, en un hombre culto puede ser un defecto. No hay maldad absoluta en el universo; no hay siquiera maldad; hay sólo «grados de bondad», y un grado de bondad puede ser maldad con relación a otro grado de bondad muy superior. Un hombre muy bueno resultaría opaco, imperfecto ante la bondad maravillosa de San Francisco de Asís, como la nieve de las calles resultaría opaca y obscura ante la nieve de la montaña.

Tenemos, pues, que convenir -concluía Cipriano- en que si hay inteligencias superiores a las nuestras, deben ser más buenas que nosotros, y si son más buenas, cuando las invoquemos con insistencia, con fervor, nos ayudarán seguramente.

-¿Pero hay seres invisibles superiores a nosotros? -se preguntó el pintor, a tiempo que encendía un pitillo.

Y al ver cómo el humo azulino, algo evidentemente real, resultado de la combustión lenta del tabaco, se iba sutilizando, sutilizando, hasta «desaparecer» en el ambiente de la habitación, no obstante que «de seguro», con toda evidencia, seguía subsistiendo, estaba allí, Cipriano respondió afirmativamente a su propia pregunta:

-¡De fijo que hay seres invisibles!

Y recordó aquel lance acaecido a Víctor Hugo, quien en la playa, en Guernesey, la isla de su destierro, metió la mano en un barreño donde había clarísima agua de mar, y sintió que le hacían mal en la diestra: una anémona cristalina «invisible» se había ensañado en su epidermis.

El poeta tomó pie de allí para elocuentes y profundas consideraciones.

-Pues qué -continuaba Cipriano, siguiendo su divagación-, ¿no está hecha, en suma, la materia de cosas invisibles? La resistencia que opone a nuestro tacto, ¿no proviene únicamente acaso la velocidad de sus moléculas?

Después de leer a los físicos modernos, de recapacitar en sus teorías sobre el éter; ¿no se cae, por ventura, en la cuenta de que lo que llamamos materia es justamente lo más inmaterial del mundo? ¿No se llega acaso a la conclusión de que los cuerpos sólidos son en realidad verdaderos huecos en esa substancia imponderable, cuya rigidez ha de ser por fuerza superior a todo lo que conocemos, y que, sin embargo, no opone resistencia apreciable a la dilatación de los leves gases que forman las colas de los cometas, ni estorba para nada el majestuoso girar de los orbes?

-¡Todo es invisible! -afirmó Cipriano-. El agregado de innúmeras cosas invisibles, de vidas sin límite, forma lo visible, o mejor dicho, la visibilidad no es más que la reacción de sentidos ante una forma determinada de la energía.

No, no hay materia; no hay más que vidas. Al conjunto de estas vidas que el más potente microscopio no alcanza a aislar y diferenciar, le llamamos materia. No nos movemos, no comemos, no bebemos sin que se transformen millares de estas vidas. Nuestro yo va a través de ellas como una flecha a través de un enjambre de abejas...

¿Quién puede sorprenderse de estas dos palabras: «inteligencias invisibles», si cae ingenuamente en la cuenta de que no existen inteligencias visibles, de que las nuestras son tan invisibles como los espíritus, más invisibles aún, porque éstos están desnudos, y nosotros vestidos de la ilusión de la carne?

* * *

-Ahora bien -prosiguió Cipriano- si una «mónada», una inteligencia invisible, invocada por nosotros, quiere ayudarnos, claro que no va para ello a trastornar el orden de la naturaleza. Esto sería estúpido.

Bástale con aprovechar hábilmente los elementos y fenómenos usuales.

Imaginemos que un ángel quiere socorrerme en momentos para mí difíciles. ¿Irá a fabricar unas monedas de oro, merced a maravillosa alquimia, cuando le es tan fácil mover a piedad el corazón de un amigo, provocar la simpatía de un rico en mi favor?

Hace dos horas yo, en un momento de anhelo vivísimo, pensé en implorar la ayuda de un ser superior. Ese ser superior me escuchó -imaginémoslo así- y quiso dispensarme esta ayuda solicitada. ¿Cómo? Pues, sencillamente, haciendo que me escuchara un hombre que pasaba por la calle y que está acaso en condiciones de valerme... o bien sugiriendo a mi imaginación la escena puramente interior, de ese hombre misterioso.

Pero...

Y aquí empezó a embrollarse la cabeza de Cipriano: ¿fue real o imaginario entonces aquel diálogo? Si fue real, ¿cómo pudo la inteligencia invisible suscitar tan pronto la presencia del protector? Si fue imaginario, ¿cómo iba a producirse la ayuda?

¿Se trataba simplemente de un desocupado que había querido burlarse de Cipriano?

Éste, ante tal idea, comenzó a indignarse y enseñó sus puños a sombra (¿son, por ventura, más motivados otros accesos de ira que nos alteran la digestión y a veces nos enferman gravemente? ¿No es, por desgracia, exacto, que vivimos en un perpetuo duelo con enjambres de fantasmas?).

-¡Pues de mí no se ha de burlar impunemente! -vociferó.

En aquel instante llamaron a su estudio.

El corazón de Cipriano se encogió de pánico...

Pero una voz juvenil se alzó del otro lado de la puerta.

-¿Estás solo? (¡qué solo iba a estar el infeliz: estaba rodeado fantasmas!) Son ya las ocho. ¿Vienes a comer?

Era uno de sus amigos y compañeros: Valentín.

-¿Con quién hablabas ahora mismo? -le preguntó mirando extrañeza el estudio vacío- ¿A quién amenazabas?

-A un espíritu o a un hombre -respondió Cipriano-, no lo sé a punto fijo.

Y cogiendo del brazo a su amigo, se fue con él al restaurant, narrándole por el camino la pequeña historia.

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