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Capítulo 3
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Biografía de Amado Nervo en AlbaLearning | |
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Música: Debussy - Reflets dans l'eau |
El sexto sentido |
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Al siguiente día, el médico, impaciente y nervioso ante mi silencio, se resolvió por fin a interrogarme de una manera directa, aprovechando la ausencia de los enfermos. —¿Cómo se siente usted?— me preguntó. — ¡Perfectamente!— le respondí con sequedad. —¿No sufre usted? —No sufro. —¿«Ve» usted?... —Veo. —¿Todo? —Absolutamente todo... — ¿Y experimenta usted alguna sensación desagradable? —Al contrario... — Se diría, sin embargo, que me guarda usted —De ninguna manera... —Entonces, ¿por qué esquiva usted toda explicación? —Porque en estos momentos soy feliz, infinitamente feliz con lo que veo, y no quiero apartar de esta visión mi retina interior. —¿Cuándo me lo dirá usted todo?... — Más tarde; piense usted que aún vacilo en este dédalo de sensaciones contradictorias, que aún no me oriento. El mundo que se me revela es inmenso, indescriptible... Déjeme usted coordinar mis ideas. Por ahora, bástele saber que ha triunfado usted, que logró cuanto se proponía, que su operación ha tenido un éxito maravilloso, que veo el porvenir, el mío y el de los demás, pero el mío especialmente por la claridad con que contemplo mi pasado... Mas necesito adaptarme a este nuevo plano, a este nuevo universo... y, sobre todo, quiero estar solo con mi fantasma. —¿Con su fantasma?... —Sí, doctor, con mi fantasma, con mi adorado fantasma... Estoy enamorado de una ¿cómo llamarle?... de una posibilidad; no, digo mal, estoy enamorado de una imagen, pero de la imagen de una criatura viviente... Estoy... pero no me pregunte usted nada, porque toda explicación profanaría la divina realidad de mi ensueño... Déjeme usted tranquilo, aquí, como me hallo, frente a esta gran ventana que da al jardín de la clínica, y por donde se cuelan hálitos capitosos de primavera. Ordene usted a los enfermeros que no me hablen; dígales que necesito para reponerme mucho silencio y mucha paz... Y usted no me interrogue... en nombre de nuestra amistad. Vi en la perplejidad del doctor que no comprendía (ni cómo había de comprender) mis palabras; pero, a fuer de hombre discreto, accedió sonriendo a lo que le pedía, y me dejó tranquilo. Los enfermeros, por su parte, no me molestaron más. Acercábanse únicamente para alimentarme, y lo hacían en silencio, alejándose en cuanto su presencia dejaba de ser indispensable para éste u otros menesteres. Empezó, pues, para mí, desde entonces, una vida única, paradisíaca. Absorto ante mi futuro, con la misma devoción con que los viejos se engolfan en su pasado, ya no más abría los ojos. El presente me era tedioso, y su desabrimiento parecíame mayor cada día. Mi solo consuelo consistía en sentir que un movimiento inexplicable y misterioso me acercaba a mi amada. Y a medida que me iba acercando, abarcaba, por decirlo así, más porción del camino futuro, y la veía mejor. Podía deliberadamente (y ésta era una de las condiciones más apetecibles de mi actual estado) detener mi mirada interior donde me placía, ya en una, ya en la otra etapa del futuro; de suerte que un día, por ejemplo, complacíame en contemplarla en sus juegos infantiles, en ese límite de oro en que va a acabar el ángel y a empezar la mujer; otras veces iba más hacia adelante, allí donde su vida estaba ya muy cerca de la mía, y quedábame en éxtasis ante sus nacientes encantos de moza, ante las insinuaciones suaves y prometedoras de la curva, que después era deleite de los ojos y el sentido. Llegaba hasta la intersección de nuestras vidas... y allí deteníame para no anticiparme y empequeñecer así el máximo goce futuro, no de otra suerte que como, cuando leemos un libro interesante, esquivamos hablar con quien lo ha recorrido ya, y aun le suplicamos que no nos revele el desenlace. Solo, sí, me saturaba el alma del encanto y del perfume de aquella existencia, que aún no aparecía en mi camino, pero que podía ver yo, único entre todos los hombres, gracias a la metamorfosis sorprendente operada en mi sensorio. Ella, en tanto, seguía marchando inconsciente, risueña y juguetona, hacia la inevitable cita que le había dado el destino para arrojarla a mis brazos. Ajena a todo, sólo de vez en cuando esa enigmática sensación interior que se llama el presentimiento le agitaba el corazón, y acaso le dibujaba mi imagen allá en el fondo del alma... Entonces la ideal criatura suspendía sus juegos como en aquella tarde, y se sentaba pensativa en el banco de piedra, con los ojos clavados en un punto hipotético. Era en ese instante cuando nuestras miradas se encontraban a través del tiempo, produciéndose una turbación arcana, indecible, profunda... Decir que este «oso» a la Quimera de hoy, pero realidad de mañana, que este flirt con un futuro de mujer es inexpresable, no es decir nada; afirmar que no hay palabras con qué describirlo, es ensuciar, opacar con clichés estúpidos la intangible verdad del ensueño. Yo no creo que ningún dios haya gozado lo que yo gozaba amando aquello que debía venir; no creo que en vida humana haya habido jamás el delicioso refinamiento de la mía; no imagino que las aventuras raras de la historia hayan tenido nunca la rareza de mi sin par aventura. Era yo como un Tántalo al revés. Complacíame en ansiar el bien que forzosamente debía pertenecerme; en tener sed del agua mística y milagrosa, que sólo para mí se despeñaba ya de las montañas del ideal, y corría sonante y cristalina hacia mi boca... Pero un día, a la beatitud empezó a suceder cierta leve impaciencia... A fuerza de ver y amar a aquella criatura, un vivo anhelo de poseerla, el viejo deseo, padre de la especie, empezó a morder cruelmente mis entrañas. Medía el camino que nos separaba aún, y lo encontraba más largo de lo que ansiaba mi anhelo. La certidumbre absoluta de que todo esfuerzo sería vano para anticipar los acontecimientos, acrecía mi deseo de posesión y, al fin, éste se convirtió en una fiebre, lenta primero, furiosa después... Una para mí visible cadena de sucesos, de hechos, de actos, me separaba de mi amada. Nadie en el mundo, ningún arbitrio, ningún conjuro era bastante a hacer más corta esta cadena. Lo que había de suceder sucedería, con la implacable lentitud de su concatenación rigurosa. Yo podía, único hombre sobre el haz de la tierra, ver mi futuro, pero no acercarlo ni en el espesor de un cabello... Que ella habría de venir hacia mí, era un hecho absoluto; pero que no llegaría sino «a su tiempo» y sazón; ¡era absoluto también! Tales consideraciones no hicieron más que enardecer mis deseos, que llegaron hasta el paroxismo. Horas enteras pasé llamando a mi intangible niña, que jugaba, se reposaba, soñaba, delante de mí, en una misteriosa aunque distinta lejanía, haciéndole signos que no podía ver... diciéndole ternezas que no podía oir... —Ven— exclamaba— ; ven ya, amor mío, salva esas vanas lindes de la infancia, burla como yo la engañifa del tiempo, rompe los muros invisibles que nos separan, y échate en mis brazos, en mis brazos que te aguardan, que corren, mejor dicho, hacia los tuyos, como dos alas abiertas, y que desesperan de llegar... Pero la silueta lejana continuaba insensible... ¡Qué medio hostil nos separaba! ¡qué muro de diamante era aquél, conductor de la luz, cómplice de la visión, pero refractario a toda voz y a todo eco!. Sin embargo, una noche ¡oh, lo recuerdo! la niña dormía en actitud angélica, a tiempo que yo decíale las cosas más cálidas y acariciadoras que el amor humano ha podido encontrar en los tesoros del idioma, y de pronto, a un grito mío de ternura, más intenso y delirante que los otros, abrió los ojos, se incorporó, inquieta, apoyando su cabecita adorable en la diestra, permaneció algunos minutos mirando hacia el futuro, de donde le venían mis voces lejanas, tan insinuantes y poderosas que habían logrado traspasar el muro aquél, burlar la lógica del tiempo y llegar a su oído de virgen, confusas quizá, pero con fuerzas suficientes para despertarla de su sueño. |
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