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Amado Nervo en AlbaLearning

Amado Nervo

"El sexto sentido"

Capítulo 2

Biografía de Amado Nervo en AlbaLearning

 
 
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El sexto sentido
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No voy a describir la operación de que fui objeto, los preliminares requeridos, las precauciones sin cuento que la precedieron, el malestar indefinible que la siguió, los días de fiebre y de semiconsciencia que pasé extendido en el lecho, las solicitudes, más que piadosas, llenas de curiosidad de los que me rodeaban, y el pasmo del doctor, y su expresión a la vez de miedo y de triunfo cuando empezó a palpar los resultados de su obra. Algo he de dejar a la imaginación de quien me lea, y dejo este período de crepúsculo, de alba mejor dicho, seguro de que la fantasía ajena completará mi historia con más colorido que la descripción propia. Empezaré por tanto a relatar lo que sentí y vi, en cuanto la primera hebra de lucidez se coló a mi espíritu.

Es claro que este «vi» se refiere a una visión interior, pero material, ya que estaba por imágenes constituida.

Mi situación era análoga a la de un hombre que se encontrase en la cima de una montaña, y viese desde ella, de una parte el camino recorrido, de la otra el camino por recorrer. Sólo que aquí, esos dos caminos estaban llenos de cosas y figuras, no en movimiento, sino inmóviles, a lo largo de los mismos. Es decir, que mi vida, ante la clara contemplación interior, se hallaba partida en dos porciones por el presente, en dos panoramas, mejor dicho, cada uno de los cuales, sin confusión, sin enredo ninguno, se desarrollaba dentro de una variedad que era unidad y una unidad que era variedad. Imposible expresar esto (y de ello me duelo y me desespero) sino con imágenes inexactas tomadas del diario vivir nuestro y de la vieja normalidad de las cosas que nos rodean; pero ¡qué remedio, pues que no tenemos ni vocabulario ni imágenes para descripciones de tal manera extraordinarias! Contentémonos, por tanto, con la mísera deficiencia de los recursos familiares.

Los sucesos futuros, las personas en juego en ellos, las cosas a ellos relativas, el escenario en que debían realizarse, todo estaba delante de mí en perspectiva admirable, y la sucesión de los hechos diversos se me revelaba por la reproducción del mismo hecho, con las variantes y las progresiones necesarias. Por ejemplo (esta palabra «por ejemplo», odiosa traducción de nuestra impotencia para expresar lo inefable, me choca y molesta sobremanera, pero hay que emplearla) veía yo el futuro como se ven las tiras de papel del kinetoscopio. Supongamos que se tratase de la caída de un hombre desde un balcón. Primero veía al hombre en el momento de desprenderse, luego desprendido, después agitándose en el aire, en seguida estrellándose en la acera Imaginemos que se tratase de un derrumbamiento: pues veía, primero, la casa en pie, luego agrietándose, después estremeciéndose, al fin desplomándose, como si fuesen, no una, sino varias casas extendidas en estas diversas circunstancias a lo largo de un plano inmenso...

En cuanto a mí, me contemplaba en todos los actos futuros y sucesivos de mi vida; era aquélla una muchedumbre inmensa de yos, pero que, por razones que escapan a toda explicación, ni se atropellaban ni confundían, cabiendo todos en el plano ideal de que he hablado. Yo ahora, yo mañana, yo comiendo, yo durmiendo, yo enfermo, yo en plena labor... y a lo lejos, como envuelto en tenuísima bruma, yo siempre, pero más maduro... más viejo, en unión de hombres y mujeres conocidos y desconocidos, de perspectivas de ciudades, de campos, de habitaciones...

Por último, en una lontananza que no estaba constituida precisamente por la distancia, sino por la muchedumbre de estados, de actos, de situaciones diversas, mi camino expiraba en vaguedades indecibles; y el panorama, sin aquélla como teoría inmóvil de seres y de cosas conmigo relacionados, continuaba imborrable, lleno de figuras, de formas varias, de acciones por ejecutarse...

Cosa más peregrina aún: desde el momento en que, extendido en mi lecho, había comenzado a vislumbrar estas perspectivas, estos panoramas, los primeros términos del paisaje interior iban acercándose, como una gran cinta móvil... como un camino poblado de infinidad de fantasmas que viniese hacia mí... Sólo que, observando un poco, bien pronto caí en la cuenta de que aquello era inmóvil, y de que sufría yo ilusión idéntica a la del viajero del tren, que cree que andan los árboles y las casas y que desfilan frente a él. En realidad, me fue fácil darme cuenta en breve de que yo, animado por un movimiento incomprensible, que no se efectuaba a través del espacio sino de una dimensión desconocida, iba hacia toda aquella ordenada muchedumbre de actos, de seres y de cosas disímiles. Pasaba yo, no al lado, sino como al través de cada uno de ellos; me iba como metiendo fluídicamente dentro de los yos que estaban escalonados en el camino, y ejecutando los actos previstos; los cuales no desaparecían porque yo los ejecutase, sino que sencillamente tomaban diversa posición con respecto a mí mismo, de suerte que ya no me era dable tocarlos, poseerlos, identificármelos, pero sí verlos en perspectiva distinta, que iba en sentido opuesto, hasta llegar en brumosos panoramas a mi infancia y a mi nacimiento...

Lo que más me sorprendía de aquella interior visión, era que no me inquietase en lo más mínimo; que me pareciese, por el contrario, no sólo natural, sino consubstancial a mí, en sumo grado. Al principio me contenté con divagar a través de las diversas perspectivas, perezosamente, sin interesarme en ninguna sucesión especial de hechos, pero después fui como aclarando mi visión, como desmadejándola y definiéndola, y entonces pude seguir los hilos, no sólo de mi propia vida, sino de muchas ajenas, pues a medida que más insistía en ver, se ampliaban más los planos...

Mi asiduidad hizo que mirase en relativamente cercano devenir una vida, que suavemente empezaba en no sé qué recodo del futuro a unirse con la vida mía. Era una mujer, era un rostro... era un fantasma, pero lleno de precisión y de prestigio.

Primero, el camino que parecía seguir era paralelo al mío; luego iba orientándose hacia mi camino; y, por fin, los dos se confundían en uno que ondulaba entre flores... Pero— ¡oh angustia presentida ya por el sabio, antes de practicar la operación maravillosa de que había yo sido objeto!— las dos vidas se desunían en determinado punto del sendero, y aquella mujer desaparecía para siempre, dejándome continuar solo el camino...

Cuando comencé a verla en esa zona luminosa de futuro que se extendía ante mi visión interior, estaba todavía lejos. Su infancia transcurría en un sitio delicioso. Era una villa, un castillo mejor dicho, rodeado de inmenso parque y enclavado sobre una eminencia que descendía en ondulaciones verdes y suaves, hasta muy cerca de una playa amplísima donde morían cantando las ondas azules y sonoras del mar... ¿de qué mar?

Aquel paisaje lo mismo podía ser de Biarritz que de Trouville, de Niza que del Mar del Plata... Lo indudable era que yo lo conocía, que había estado alguna vez allí.

Los primeros días de mi convalecencia los pasé con el alma vuelta toda hacia la visión futura, hacia la rapaza adorable, más adorable a medida que más la contemplaba, en aquella como lontananza gris perla, levemente dorada, en que su silueta rítmica parecía moverse.

Y contemplándola pasábame las horas muertas, sin querer ver ya más que a ella y en ella pensar continuamente, esquivando responder a las preguntas curiosas de las enfermeras y del médico que, ansioso de palpar los resultados de su audaz operación, venía muy a menudo a verme.

Todo me era tedioso en el desabrimiento de mi convalecer, menos aquella silueta armónica que, sin presentir siquiera mi existencia, triscaba por los prados y entre los árboles... o presintiéndola quizá... Sí, presintiéndola quizá, porque una tarde dejó el juego y, apartándose de una amiguita suya, fue a sentarse en un poyo sombreado por copudo árbol. Allí quedóse pensativa, con la mirada vaga... y de pronto, sus ojos se clavaron en mí. ¿Cómo? no acertaré a decirlo: aquella mirada era un absurdo, un imposible... pero sus ojos se habían clavado en los míos, segura, indudable, indefectiblemente. Yo sentía derramarse por mi espíritu su mirada, y mis ojos sabían que sus ojos estaban fijos en ellos, y sabían, además, por una sensación como de rechazo fluídico, que los de ella, profundamente azules, recibían a su vez su choque místico... Sí, por algunos instantes, aquella mujer que me estaba destinada, aquella niña que iba a amarme más tarde, y yo nos vimos a través del tiempo, con la misma precisión que si nos separase sólo el alféizar de una ventana florida...

... Después, la jovencita volvió a sus juegos, y ya no tornó a ponerse pensativa, y ya no me vio más en aquel día...

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