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Capítulo 4
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Biografía de Amado Nervo en AlbaLearning | |
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Música: Brahms, Violin Sonata No. 1 - Op. 78 |
El diamante de la inquietud |
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Una mañana que, comprenderás, amigo, debió ser necesariamente luminosa, cumplidas todas las formalidades del caso, celebramos Ana María y yo nuestro matrimonio. Hicimos después registrar el acta en nuestros respectivos consulados, y santas pascuas. Un espléndido tren, uno de esos vastos y confortables trenes de la New York Central and Hudson River, nos llevó a Buffalo -ciudad que siempre me ha sido infinitamente simpática- y de allí nos fuimos en tranvía eléctrico al Niágara. Queríamos pasar nuestros primeros días de casados al borde de las Cataratas, haciendo viajes breves a las simpáticas aldeas vecinas del Canadá. Parecíame que el perenne estruendo de las aguas había de aislar nuestras almas, cerrando nuestros oídos a todo rumor que no fuese su monótono y divino rumor milenario. Parecíame que el perpetuo caer de su linfa portentosa, habría de sumirnos en el éxtasis propicio a toda comunión de amor. Y así fue. A veces, forrados de impermeables obscuros, excursionábamos Ana María y yo, acompañados de un guía silencioso y discreto (¿y dónde habéis encontrado esa perla de los guías?, preguntarás), excursionábamos, digo, «bajo las cataratas». La móvil cortina líquida, toda vuelta espuma, nos segregaba del mundo. Un estruendo formidable nos envolvía, sumergiéndonos en una especie de éxtasis «monista». Millones de gotas de agua nos azotaban el rostro, y ella y yo, cogidos de la mano, ajenos a todo lo que no fuese aquel milagro, nos sentíamos en un mundo sin dimensiones ni tiempo, en el cual éramos dos gotas de agua cristalinas y conscientes, que se despeñaban, se despeñaban con delicia, sin cesar, en un abismo verde, color de recalli mexicano, con florones de espumas fosforescentes. Si yo fuera músico, te describiría, amigo, nuestra vida durante aquellos días prodigiosos. Sólo un Beethoven o un Mozart podrían hacerte comprender nuestros éxtasis. La palabra, ya lo sabemos, es de una impotencia ridícula para hablarnos de estas cosas que no están en su plano. Más allá de ciertos estados de alma, apenas una sonata de Beethoven es capaz de expresiones coherentes y exactas. Ana María me amaba con un amor sumiso, silencioso, de intensidad no soñada, pero sin sobresaltos. Éramos el uno del otro con toda la mansa plenitud de dos arroyos que se juntan en un río, y que caminan después copiando el mismo cielo, el propio paisaje. Muchas mujeres, amigo, como te dije al principio, me hicieron el regalo de sus labios; pero ahora cuando las veo desfilar como fantasmas por la zona de luz de mis recuerdos, advierto que ninguna de aquellas visiones tiene la gracia melancólica, la cadencia remota, el prestigio misterioso de Ana María. Nunca, amigo, en ninguna actitud, alegre o triste, enferma o lozana, fue vulgar. Siempre hubo en sus movimientos, en sus gestos, en sus palabras musicales, un sortilegio celeste, y en la expresión general de su hermosura, esa extrañeza de proporciones, sin la cual, según el gran Edgardo, no hay belleza exquisita. Tres encantos por excelencia, que a muy pocos embelesan porque no saben lo que son, había yo soñado siempre en una mujer. El encanto en el andar, el encanto en el hablar y el encanto de los largos cabellos. Una mujer que anda bien, que anda con un ritmo suave y gallardo, es una delicia perpetua, amigo; verla ir y venir por la casa es una bendición. Pues, ¡y la música de la voz! La voz que te acaricia hasta cuando en su timbre hay enojo, la voz que añade más música a la música eterna y siempre nueva de los te quiero. En cuanto a los cabellos abundantes, que en el sencillo aliño del tocado casero, caen en dos trenzas rubias o negras (las de Ana María eran de una negrura sedosa, incomparable), son, amigo, un don para las manos castas que los acarician, como pocos dones en la tierra. Puede un hombre quedar ciego para siempre, y si su mujer posee estos tres encantos, seguirlos disfrutando con fruición inefable. Oirá los pasos cadenciosos, ir y venir familiarmente por la casa. En su oído alerta y aguzado por la ceguera, sonará la música habitual y deliciosa de la voz amada. Y las manos sabias, expertas, que han adquirido la delicadeza de las antenas trémulas de los insectos, alisarán los cabellos de seda, que huelen a bosque virgen, a agua y a carne de mujer. Pues con ser tanto no eran estas tres cosas las solas que volvían infinitamente amable a Ana María; toda su patria, toda la Andalucía, con su tristeza mora, recogida y religiosa, con su grave y delicado embeleso, estaba en ella. Y además ese no sé qué enigmático que hay en la faz de las mujeres que me han peregrinado asaz por tierras lejanas. Yo dije en alguna ocasión, hace muchos años: «Eres misteriosa como una ciudad vista de noche». ¡Así era Ana María! |
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