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Amado Nervo en AlbaLearning

Amado Nervo

"Amnesia"

Capítulo 8

Biografía de Amado Nervo en AlbaLearning

 
 
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Amnesia
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Volvimos a nuestro rinconcito campestre, a nuestra quinta llena de árboles y flores, y en el momento en que el ama ponía a Carmen (que tendía los brazos a su madre) en el regazo de Blanca, «la otra» se manifestó repentinamente con irrupción patética, trágica...

¿Fue sólo la emoción del encuentro? ¿Fue el recuerdo, por el instinto reforzado?

-¡Hija! ¡Hija mía! -gritó con acentos guturales «Luisa», y cubrió de besos nerviosos a la niña, sollozando con tal ímpetu, que Carmen, asustada, se echó a llorar.

El ama de llaves, el ama de cría y yo presenciábamos la escena.

Mi mujer, volviéndose a mí y mirándome con una fijeza que me hizo daño, exclamó:

-¡Pablo!

Y en el acento con que pronunció mi nombre, comprendí que ya no era Blanca, sino Luisa quien me llamaba: Luisa que me reconocía.

Las frases siguientes no me dejaron lugar a duda; después de mirar a todos lados:

-¿Por qué estoy aquí? -preguntó.

No supe qué responderla.

-¿Por qué estoy aquí? -insistió impaciente-. ¿Qué jardín, qué árboles son éstos?... Vamos, habla, ¿por qué no respondes?

-No se impaciente la señora -dijo el ama, a tiempo que procuraba retirar a Carmen de entre aquellos brazos-; la señora ha estado enferma, muy enferma, y la han traído aquí a convalecer...

-¿Y de qué he estado enferma?

-A consecuencia de su alumbramiento...

-¡Hija mía! -prorrumpió de nuevo, y atrajo otra vez la niña a su pecho.

¿Lo creeréis? Hasta la expresión de sus ojos, hasta el tono de su voz, habían cambiado.

Como si una máscara de dulzura cayera de pronto, sus facciones recobraban, sobre todo al verme, la dureza habitual...

Salí de la habitación, fui a telefonear al viejo médico, que vino en seguida, y mientras la asistía y procuraba calmar la tremenda agitación nerviosa que siguió a la brusca e impensada recuperación de su memoria, yo, triste hasta la muerte, fuime a refugiar a uno de los bancos de piedra, a la sombra de un frondoso árbol en el jardín.

La sensación de algo irremediable y fatal me subía del corazón a la garganta.

Una aplastante seguridad interior me decía que Blanca se había desvanecido para siempre, y como esta seguridad era intolerable, traté de combatirla, de aniquilarla con toda mi filosofía.

Blanca, es decir, aquella modalidad del espíritu de Luisa, ¿estaba de veras perdida sin remedio?

No; porque acaso lo mejor de esa alma, era una zona ignorada de su conciencia, era el ángel verdadero que hasta el más vil de los hombres lleva aprisionado en su interior, era el huésped divino que en nosotros habita, el sublime desterrado que a veces sacude gimiendo, en el fondo más íntimo de nuestro yo, sus pesadas cadenas.

¿Y no es por ventura aquello mejor que hay en nosotros, aquello que denuncia la gema labrada acaso en milenarios, lo que por fuerza ha de sobrevivirnos?

¿No es lo óptimo del ser lo que permanece después de ese cambio que llamamos Muerte?

Cuando se deshiciese en el sepulcro aquel cuerpo en el cual, como en un templo purificado por el dolor, se había revelado la verdadera diosa: mi Blanca incomparable, no sería la vana, la veleidosa, la irritable, la maligna Luisa quien sobreviviese invisible, sino el alma inmaculada, cristalina, simple, toda amor, toda ternura que se me mostró después...

Vino el doctor a interrumpir mis reflexiones:

-Amigo mío -me dijo- su esposa se nos pone mala... La crisis ha sido demasiado aguda, demasiado repentina.

-¿Se nos muere, doctor?

-¡No tanto! Hay juventud, lucharemos.

-Dígame la verdad, doctor; usted conoce la firmeza de mi carácter y no debe ocultarme nada.

-Pues bien, sí...; pobre amigo mío: ¡se nos muere!

Mejor es así, pensé, aunque profundamente emocionado. Si la otra no había de volver a mirarme, a sonreírme, a amarme... mejor es así.

Y con firme paso, me dirigí a la alcoba en que estaba mi esposa, tendida en el lecho.

Al llegar, sus grandes ojos negros me miraron con fijeza, pero no pareció ya reconocerme. Llenos estaban aquellos ojos de extravío y de sombra.

Toda la noche agonizó: yo no me apartaba ni un instante de su lado.

Al amanecer su lividez me dio miedo. .

Toqué sus manos. Empezaban a enfriarse. No había hecho ningún movimiento.

El estertor comenzaba ríspido a resonar en la estancia.

¿Se iba a ir pues, para siempre, sin una palabra, sin una mirada, sin un gesto de ternura que me denunciase a Blanca, que me revelasen que Blanca me amaba aún, antes de perderse en el mar sin orillas?...

Apreté con desesperación sus manos heladas y con un fervor inmenso pedí a lo Desconocido, que aquella alma no se alejase sin renovar definitivamente su pacto de amor.

Mi oración llegó a la entraña de lo invisible.

Después de algunos minutos en que seguía yo oprimiendo con fuerza aquellas manos y sollozando de rodillas al borde del lecho, la moribunda abrió los ojos.

Mi corazón, mi cuerpo todo, se estremeció al reconocer la mirada dulcísima, tierna, inconfundible de Blanca...

Temí sin embargo equivocarme y esperé con infinita angustia que se abriesen aquellos labios descoloridos, que iba ya a sellar la eternidad.

-Pablo, mi Pablo -pronunció dulcemente.

-¿Me quieres? -la pregunté exabrupto, con miedo de que el hielo definitivo congelase sus palabras- ¿Eres siempre mi «Blanca», la «Blanca» de mi corazón?

Siempre tu Blanca -me respondió sonriendo, con su expresión extática-: siempre, si... em... pre.

Y expiró.

*    *

Cae la tarde.

Estoy en Biarritz, en lo alto de la Côte des Basques, frente al mar.

La puesta del sol ha sido imponente, como suelen serlo en aquellas encantadas playas.

Han pasado diez años,

Soy un cuarentón huraño, estudioso, y vivo consagrado a mi Carmen que casi es ya una tobillera, esbelta, de piernas largas y ágiles, de rostro moreno, de inmensos ojos claros.

Ahora juega cerca de mí, con un gran perro de policía de pelambre oscuro, requemado en la cola y en las patas.

Con frecuencia se acerca a la gran poltrona de mimbre en que yo reposo mirando el mar, el cielo, las montañas, desde la sonriente terraza de nuestra villa y me da un beso.

Después desciende la escalinata y retoza con su perro sobre los céspedes del jardín.

La miro, como la he mirado siempre, sin cesar, desde que su madre se alejó, y advierto con infinita complacencia lo que ya por lo demás me sé de sobra; que en todo, en su carácter, en sus modales, en su placidez, en su aspecto dulce, bondadoso y sencillo, ha heredado a Blanca.

Nunca Luisa ha asomado por las ingenuas ventanas de sus ojos.

Bendigo a Dios, que así como en el instante definitivo de aquella agonía me restituyó al ángel por su bondad encontrado, para que ungiese mi alma de consuelo y de esperanza, antes de abrir las alas, así también ha querido que en mi Antígona reviviese maravillosamente todo lo óptimo de aquel ser excelso arrebatado por la muerte.

Siento que para los dolores de los hombres hay una gran Piedad alerta, avizora y materna, que sabe restañar las más anchas heridas.

Pienso que todo está bien.

Alzo los ojos y tropiezo con la primera estrella, que, como una corroboración misteriosa de mis pensamientos me regala desde los abismos infinitos, su tembloroso beso de luz.
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