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Capítulo 2
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Música: Chopin - Op.34 no.2, Waltz in A minor |
Primer amor |
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En aquellos días Biarritz mantenía todavía su carácter. Unas polvorientas matas de zarzamora y terrains à vendre llenos de maleza bordeaban la carretera que llevaba hasta nuestra villa. Todavía habían de pasar treinta y seis años para que el general de brigada Samuel McCroskey ocupara la suite real del hotel du Palais, que se yergue en el solar de un antiguo palacio, donde, en la década de 1860, se dice que aquel médium extraordinariamente ágil, Daniel Home, fue sorprendido acariciando con el pie desnudo (imitando probablemente la mano de un fantasma) el rostro amable y confiado de la emperatriz Eugenia. En el paseo junto al Casino, una florista madura, de cejas de carbón y sonrisa pintada, deslizó con destreza el grueso cáliz de un clavel en el ojal de la solapa de un paseante que al volver levemente la cabeza para contemplar la tímida inserción de la flor sobre su pecho, mostró una expresión de agrado. Al fondo de la playa, en la línea más alejada de la orilla, una serie de tumbonas y taburetes aguantaban a los padres de unos niños con sombreros de paja que jugaban en la arena junto al agua. Yo estaba arrodillado, entretenido con un peine que me había encontrado en la arena y al que trataba de prender fuego con una lupa. Los hombres lucían unos pantalones blancos que hoy en día consideraríamos excesivamente cortos, como si hubieran encogido en sucesivos lavados; las señoras llevaban, aquella temporada concreta, abrigos ligeros con solapas de seda, sombreros de gran copa y anchas alas, velos blancos profusamente bordados, blusas con volantes encañonados en la pechera, con más volantes en la muñeca y otros tantos en las sombrillas. La brisa sazonaba los labios con sal marina. Y una mariposa dorada en tonos naranjas se precipitó veloz sobre la palpitante playa. Los vendedores ambulantes incrementaban ruido y movimiento pregonando sus cacahuetes, caramelos dulces de violeta, helado de pistacho con sus bolitas de cachú de un maravilloso color verde y unas grandes piezas convexas de una especie de barquillo, seco y como arenoso que sacaban de unos barriles rojos. Con una precisión que no han logrado borrar imágenes posteriores, veo todavía al barquillero andando pesadamente por la arena profunda y blanda, transportando el pesado barril con hombros encorvados. Cuando le llamaban, se descolgaba del hombro la cincha con la que lo sujetaba, lo dejaba caer de un golpe en la arena donde se quedaba inclinado como la torre de Pisa y luego se limpiaba el sudor con la manga y procedía a manipular una especie de esfera con números que constituía la tapa del tonel. La flecha giraba, raspaba y zumbaba. La suerte determinaba el tamaño del barquillo que podía comprarse con una moneda. Cuanto más grande fuera la pieza, más lástima le daba. La ceremonia del baño tenía lugar en otra parte de la playa. Unos bañistas profesionales, vascos fornidos con trajes de baño negros, contribuían a que las damas y los niños gozaran del terror de las olas. Aquellos baigneurs te colocaban de espaldas a la ola que estaba a punto de romper y te tomaban de la mano en el momento justo en el que aquella masa ascendente y giratoria de espuma y agua caía violentamente sobre ti desde atrás, tirándote al suelo de un fuerte golpe. Tras una serie de revolcones, el baigneur, reluciente como una foca, conducía al niño o a la dama, jadeantes, tiritando, respirando mocos, hacia tierra, hasta la arena llana, donde una inolvidable señora con unos pelillos grises en el mentón se apresuraba a escoger un albornoz de entre los varios que colgaban de un tendedero. En la seguridad de la cabina, otro sirviente te ayudaba a quitarte el traje de baño mojado y lleno de arena, que se desplomaba con un plof en el suelo y se enredaba en los pies. Luego, todavía tiritando, tratabas de sacar los pies de aquel barullo de tela azul con rayas difusas sin conseguir más que pisotearlo una y otra vez. La cabina olía a pino. El empleado, un jorobado con arrugas radiantes, traía una palangana de agua hirviendo, en la que metías los pies. De aquel hombre aprendí, y lo he conservado toda mi vida en una célula de cristal de mi memoria, que «mariposa» en vasco se dice miresicoletea, o al menos eso es lo que yo creí entender (entre las siete palabras que he encontrado en los diccionarios la que más se le acerca es la de micheletea). |
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