In memoriam J. G. D
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Bien sea a la orilla del río que baja de la cordillera golpeando sus aguas contra troncos y metales
dormidos,
en el primer puente que lo cruza y que atraviesa el
tren
en un estruendo que se confunde con el de las aguas; allí, bajo la plancha de cemento,
con sus telarañas y sus grietas
donde moran grandes insectos y duermen los
murciélagos;
allí, junto a la fresca espuma que salta contra las
piedras;
allí bien pudiera ser.
O tal vez en un cuarto de hotel,
en una ciudad a donde acuden los tratantes de
ganado,
los comerciantes en mieles, los tostadores de café.
A la hora de mayor bullicio en las calles,
cuando se encienden las primeras luces
y se abren los burdeles
y de las cantinas sube la algarabía de los
tocadiscos,
el chocar de los vasos y el golpe de las bolas de
billar;
a esa hora convendría la cita
y tampoco habría esta vez incómodos testigos,
ni gentes de nuestro trato,
ni nada distinto de lo que antes te dije;
una pieza de hotel, con su aroma a jabón barato
y su cama manchada por la cópula urbana
de los ahítos hacendados.
O quizá en el hangar abandonado en la selva,
a donde arrimaban los hidroaviones para dejar el
correo.
Hay allí un cierto sosiego, un gótico recogimiento
bajo la estructura de vigas metálicas
invadidas por el óxido
y teñidas por un polen color naranja.
Afuera, el lento desorden de la selva,
su espeso aliento recorrido
de pronto por la gritería de los monos
y las bandadas de aves grasientas y rijosas. |