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Alfred de Musset

"Historia de un mirlo blanco"

Capítulo 4

Biografía de Alfred de Musset en Wikipedia

 
 

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Historia de un mirlo blanco

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Capítulo 4
 

El lamentable efecto causado por mi canto no podía sino entristecerme. ¡Ay, música! ¡ay, poesía! -me repetía regresando a París-, ¡qué pocos corazones hay que los comprendan!

Mientras hacía estas reflexiones, me golpeé la cabeza con la de un pájaro que volaba en sentido opuesto al mío. El choque fue tan rudo e imprevisto, que caímos los dos sobre la copa de un árbol que, por fortuna, se encontraba allí. Después de habernos sacudido un poco, miré al recién llegado esperando una querella. Vi, con sorpresa, que era blanco. A decir verdad, tenía la cabeza algo más gruesa que la mía y, en la frente, una especie de penacho que le daba un aspecto heroico-cómico; además, llevaba la cola al aire, con gran magnanimidad; no me pareció en absoluto dispuesto a combatir. Nos saludamos muy cortésmente, nos presentamos excusas mutuamente, después de lo cual iniciamos una conversación. Yo me tomé la libertad de preguntarle su nombre y de qué país era.

-Me sorprende -me dijo- que no me conozca. ¿No es usted uno de los nuestros?

-Realmente, señor -contesté- yo no sé de cuáles soy. Todo el mundo me pregunta y me dice lo mismo; debe ser que han hecho una apuesta.

-Usted bromea -replicó-; su plumaje le sienta demasiado bien como para que yo no conozca a un colega. Usted pertenece infaliblemente a la raza ilustre y venerable que llaman en latín cacuata, en lengua culta kakatoès, y en jerga vulgar cacatois.

-A fe mía, señor, que es posible y que eso sería un gran honor para mí. Pero hágase a la idea de que no lo soy y dígnese decirme a quién tengo la gloria de hablarle.

-Soy -contestó el desconocido- el gran poeta Kacatogan. He realizado grandes viajes, señor, travesías áridas y crueles peregrinaciones. No es desde ayer desde cuando hago rimas, y mi musa ha padecido desgracias. He tarareado en tiempos de Luis XVI, señor; he gritado por la República, he cantado notablemente al Imperio, he alabado discretamente a la Restauración, e incluso he hecho un esfuerzo en estos últimos tiempos y me he sometido -no sin esfuerzo- a las exigencias de este siglo sin gusto. He lanzado al mundo pareados picantes, himnos sublimes, graciosos ditirambos, piadosas elegías, dramas melenudos, novelas rizadas, vodeviles empolvados y tragedias calvas. En una palabra, puedo presumir de haber añadido al templo de las Musas algunos galantes festones, algunas sombrías almenas y algunos ingeniosos arabescos. ¡Qué quiere! he envejecido. Pero aún rimo vivamente, señor, y, aquí donde me ve, soñaba con un poema en un canto, que no tendrá menos de seiscientas páginas, cuando usted me hizo un chichón en la frente. Por lo demás, si puedo serle útil en algo, estoy a su servicio.

-Realmente, señor, sí puede -repliqué- pues me ve en este momento en una gran confusión poética. No me atrevo a decir que sea poeta, y sobre todo tan gran poeta como usted -añadí saludándolo-, pero he recibido de la Naturaleza una garganta que me pica cuando me encuentro a gusto o cuando tengo penas. A decir verdad, ignoro por completo las reglas.

-No se inquiete por eso -dijo Kacatogan- yo las he olvidado.

-Pero me ocurre una cosa enojosa -dije- y es que mi voz produce en los que me escuchan más o menos el mismo efecto que la de un tal Jean de Nivelle en… ¿sabe lo que quiero decir?

-Sí lo sé -dijo Kacatogan- conozco por mí mismo ese extraño efecto. Desconozco la causa, pero el efecto es incuestionable.

-Y bien, señor, usted me parece el Néstor de la poesía, ¿no conocerá, se lo ruego, algún remedio contra ese penoso inconveniente?

-No, -dijo Kacatogan-, por mi parte, no he podido encontrar ninguno. Cuando era joven, me atormentaba mucho porque me silbaban siempre; pero a mi edad, ya no pienso en ello. Creo que esa repugnancia procede de que el público lee a otros y no a nosotros; eso le distrae…

-Yo pienso como usted; pero admitirá, señor, que es muy duro para una criatura bienintencionada, hacer que la gente huya tan pronto como él entona un buen movimiento. ¿Querría hacerme el favor de escucharme y de decirme sinceramente su opinión?

-Con mucho gusto -dijo Kacatogan-, soy todo oídos.

Me puse a cantar de inmediato y tuve la satisfacción de ver que Kacatogan no huía ni se quedaba dormido. Me miraba fijamente y, de vez en cuando, inclinaba la cabeza con gesto de aprobación, con una especie de susurro adulador. Pero pronto me di cuenta de que no me estaba escuchando, sino que pensaba en su poema. Aprovechando un momento en el que yo tomaba aliento, me interrumpió de repente.

-¡He encontrado la rima! -dijo sonriendo y moviendo la cabeza-; ¡es la 60.714 que sale de este cerebro! ¡Y se atreven a decir que me estoy haciendo viejo! Voy a leerle esto a mis buenos amigos, voy a leérselo, y ya veremos lo que dicen.

Mientras hablaba, emprendió vuelo y desapareció, aparentando no acordarse ya de haberme conocido.

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