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Pedro Muñoz Seca

"Salvadorillo el goloso"

Biografía de Pedro Muóz Seca en Wikipedia

 
 
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Salvadorillo el goloso
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Salvadorillo era un chicuelo de trece años, feo hasta la exageración, y tan avispado y suspicaz de ingenio, como escurrido y desmedrado de físico.

Era hijo de uno de los carabineros destinados en Punta Umbría, esa hermosa playa separada de Huelva por un trozo de mar, y vivía en aquel pequeño y arenoso desierto libre y alegre, como los pájaros de la marisma.

En verano, y cuando los ingleses de Ríotinto pasaban en Punta Umbría el caluroso Agosto, nuestro héroe, erigido por obra y gracia de su soberano ingenio en hazmerreír de los rubiales, como él los llamaba, presidía los juegos de los chicos y hasta tomaba parte en los esparcimientos de los mayores, y de este modo, burla burlando, hacía él también su Agosto, entre agasajos y propinas.

Y eso que a las propinas no daba Salvadorillo gran importancia. Para él, sólo había en el mundo dos cosas que justificaran la pena de vivir en él: el vino y los dulces; sobre todo, los dulces.

Por una copa de Jerez daba nuestro mozo tres vueltas en el aire sin pisar tierra pero por un pastel, aunque fuera de hojas, era capaz de todos los imposibles.

No obstante la pequeña distancia que media entre Huelva y Punta Umbría, Salvadorillo no había logrado poner sus pies en la capital. Su padre no había podido llevarle por impedírselo el servicio que desempeñaba, y si alguna vez pretendió el chicuelo ir a la ciudad, acompañado por tal o cual amigo, se opuso, y con razón, el autor de sus días, que conociendo sobradamente los puntos que el chico calzaba, temía que algún desahogado le hiciera beber más de la cuenta, para reír luego con sus graciosos dichos y con sus no menos graciosas hechurías.

Ni que decir tiene que estas continuadas prohibiciones aumentaron de tal modo los vivos deseos de Salvadorillo, que la idea de ir a Huelva llegó a constituir en él una verdadera obsesión.

Y no quería ir a Huelva para ver el ferrocarril, ni los muelles gigantescos, ni aun siquiera los automóviles, de los que oía hacer tan lindos comentarios; nada de eso; deseaba ir a Huelva para ver... una confitería.

Eso de pensar que había determinados locales donde se exhibían al público cientos de pasteles y golosinas de todas clases, le volvía loco.

—Ahí es nada—decía él—. ¡Poder entrar y... jincharse...!

Y como cuando menos se piensa salta la liebre, saltó ésta para Salvadorillo, en forma de capitán de Carabineros, en una hermosísima tarde de Mayo.

El capitán y varios de sus amigos arribaron a Punta Umbría con el objeto de merendar en la playa, y como llegaron hasta allí a fuerza de remos, con ánimos de regresar en el vaporcillo de las minas, y había éste de conducir a remolque hasta Huelva la barca que los había transportado, decidieron buscar un chicuelo para que, manejando el timón de la misma, la hiciese secundar los virajes del vapor, y no fuera voltejeando y dando bandazos cual tablón sin gobierno.

Como era lógico, el carabinero, bien a su pesar, ofreció a Salvadorillo para tal servicio, y horas más tarde empuñaba nuestro héroe la caña del timón, más contento y más alegre que todas las Pascuas de un siglo.

—Ya te daremos alguna propina, muchacho.

—No s’a menesté, mi capitán—repuso el chicuelo haciendo un delicioso guiño—; por dineros no peleo yo; con una convidá de durses jasta jincharme, tengo yo que me sobra.

—Pues vaya por los dulces; como tú quieras.

Salió el vaporcillo echando humo, y Salvadorillo, con los ojos clavados en el brumoso horizonte se relamía de gusto pensando en la próxima realización de sus vehementes deseos.

—Ya estamos cerca, Salvadorillo; mira cuántos barcos; eso de ahí es el muelle de Ríotinto. ¿Te parece grande?

—Sí, señó; si, señó; muy grande; pero, oiga usté, mi capitán, ¿tos los días jasen durses?

—Si, hombre; todos los días.

—¿Ves aquellos montes, Salvadorillo? Pues son los Cabezos. ¿No has oído hablar de los Cabezos?

—Sí, señó, los he oído menta; pero, oiga usté, ¿se ven los durses desde la calle?

—Sí, hombre, sí.

Y no le hicieron pregunta que él no contestara relacionándola, viniese o no a pelo, con lo que constituía su único pensar.

Cuando, por fin, atracó el vaporcillo al muelle de Huelva, los inquietos ojos del correplayas brillaban como dos ascuas, y cuando, más tarde, le hicieron entrar en la limpia y bien oliente pastelería, temblaban de emoción sus labios y su boca se licuaba toda.

—lJosú!—exclamó contemplando las repletas bandejas—. ¡¡Virgen der Carmen!!—y miraba boquiabierto aquella profusión de golosinas apetitosas, saltando su mirada de los encaramelados a los merengues, y de éstos a las distintas clases de pasteles que llenaban el mostrador— ¡Josú!—y con el cuerpo arqueado y las manos hacia atrás permanecía quieto, extático, un minuto, otro...

—Vamos, hombre, empieza—le dijeron.

—Sí, señó; sí, señó—respondió él nerviosamente.

—Coge el que más te guste.

—¡Este!—dijo pretendiendo arrancar de una bandeja de latón un pastel de crema de chocolate.

Pero aquellos pasteles, recién hechos, como lo denotaba la brillante capa de caramelo que los envolvía, estaban fuertemente adheridos a la bandeja.

—¡Ay, mi rnare, si no pueo arrancarlo!—añadió azorado.

—Pues tira, hombre, tira, que...

No pudo el capitán acabar la frase; Salvadorillo, más que tirar, apretó con fuerza, rompió y estrujó la coraza de caramelo, y del ventrudo pastel brotó un churretón de crema negruzca, achocolatada, feísima.

—¡Ah!—gritó Salvadorillo horrorizado y mirando al deshecho pastel con infinito asco.

—¿Qué te pasa, hombre?

—¿No lo ve usté, señó? iMardita sea...! iSi tendré yo mala pata! ¡Er primero... podrío...!

"Cuentos y cosas" 1919

     
 

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