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Pedro Muñoz Seca

"La pesca milagrosa"

Biografía de Pedro Muóz Seca en Wikipedia

 
 
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Música: Albeniz - Espana - No. 3 - Malagueña
 
La pesca milagrosa
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Cuentos
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El mudo
El panzaso
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La friega
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La pesca milagrosa
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¡Médicos, no!
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Rafaelillo sin miedo
Salvadorillo el goloso
Trance apurado
Una noche triste
 
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Pedro Maclas, el patrón de la Mariposa, la barca que se mecía más gallardamente en el trozo de mar que baña las playas del Puerto de Santa María, ero lo que se llama un hombre de malísima estrella. Era viejo y pobre, dos grandes desgracias; se llamaba Pedro, desgracia también de mayor cuantía, y, por si esto era poco, dieron en llamarle Garabato, y por Garabato llegó a conocerle todo el mundo.

No le petaba el mote en cuanto a lo físico, porque el bueno de Macías era fornido y casi atlético; pero sí le venía como anillo al dedo en cuanto a lo que de condición moral pueda tener eso que llamamos factor suerte, pues nada hizo ni nada emprendió el pobre hombre durante el transcurso de su vida que a la postre no le resultara un verdadero garabato.

Diariamente salía de pesca, y mientras los demás compañeros de oficio llenaban sus barcas de doradas mojarras y plateados boquerones, el malaventurado patrón de la Mariposa cogía en el amplio copo de su red hasta una docena de lenguadilias tísicas y algún que otro calamar churretoso y desmirriado.

Y era lo más notable del caso que Garabato no achacaba nunca a su mala fortuna los reveses que le deparaba el destino, sino que, por el contrario, pretendía siempre justificarlos con razones más o menos verosímiles y convincentes. Unas veces era que el delfín o la palometa, peces gordos merodeadores de las aguas costeras, habían ahuyentado con su voracidad a los peces pequeños. Otras, que el aguaje excesivamente claro hacía que las astutas lisas y las pulidas bailas vieran el copo y escaparan por la tangente, y otras, en fin, que algún mala lengua se había dignado nombrar al zorro, palabra que entre los supersticiosos pescadores es venero de maleficios y desventuras, y no era posible por tal causa pescar ni siquiera un mal catarro.

Acompañaban a Garabato en las faenas de la pesca ocho o diez marineros aún más viejos que él, y esta semejanza de edades estaba muy claramente justificada, porque el muy tuno no abonaba a sus hombres un jornal fijo, sino que les pagaba en relación con las utilidades que se obtenían, y como de ordinario eran éstas tan ridiculamente escasas, la gente joven buscaba empresas de mayores lucros, y únicamente los ya casi inutilizados por los achaques o por los años se prestaban a completar la tripulación de la Mariposa.

Y hasta los viejos estaban ya cansados de la mala estrella del Garabato; tan cansados, que Polonio, el más decidor de todos ellos, jugándose el poco pan que ganaba, afrontó la cuestión una mañana y dijo a Garabato, con su hablar pausado de siempre:

—No le des güertas, Pedro; es mala pata que le persigue; no ties tú suerte pa echá la re; aonde la echas, párese como que ha habió un caso de tifus, porque ni en seis millas a la reonda se ve una mardesía mojarra. Es que en esto de la ma hay que tené suerte y puntería, porque si calas la re aonde no hay na que pesca, es lo mesmo que si te sientas aonde no hay asiento, que te pegas un jardaso que te jases porvo el... el amor propio.

—No es mala sombra, Polonio; es que la ma está vacia; que esos condenaos vapores e pesca han acabao con to er pescao, ¿no te acuerdas tú de enantes?

—¿Qué me vas tú a contá a mí de enantes? lSi sabré yo...! Enantes—repuso Polonio en uno de los graciosos arranques que le habían hecho obtener cierta celebridad—ni siquiera había que embarcarse pa pescá; estaba uno en su cama muy tranquilamente y, de pronto, tan, tan, dos ardabonasos. «¿Quién es?» «Un sarmonete», y no tenía uno más que alevantarse, abrir la puerta y echarlo en el capacho.

—Vamos, Polonio, que estoy hablando en serio y con las tripas mu negras - contestó Garabato frunciendo aún más su ya arrugado entrecejo.

—Pero, ¿crees tú que me chungueo? Lo que te he dicho es una comparanza y un suponé, y lo que ahora voy a decirte es otro suponé que no debes de echá en saco roto.

—Di lo que sea.

—Pues que si tú quieres variá de fortuna y conseguí que sarte pa tos una güeña ventolera, debes de contrata hoy mismo a jorná fijo a Chanito er de los Rizos, porque es cosa más que sabía que re que echa Chanito, re que pesca hasta reventá el copo.

—¿Es verdá lo que dices, Polonio? ¡Pero si ese niño es más tonto que la yerbagüena!

—Pero tie suerte, que es lo que a ti te farta con toa tu sabiduría.

—¿Será posible?

—Aonde él cala la re, párese que nace er pescao.

—¿Tendrá argún misterio ese niño en la vista?

—Qué sé yo; él cuenta una teoría mu complicá y dice que por mo de la teoría sabe cosas que no se nos arcansan a los demás; pero sea lo que sea, la cuestión es que no marra.

—Pues Chanito er de los Rizos viene con nosotros a pescá esta tarde, Polonio; míalas—contestó Garabato juntando sus manos y jurando alegremente.

—Pos refuerza los capachos, porque vas a jartarte de pescao.

Y, en efecto, buscó Garabato a Chanito; le convenció mediante la promesa de un jornal casi triple del que ganaba a diario, y aquella tarde los ocho o diez viejos y el de los Rizos embarcaron en la Mariposa y remando a compás se alejaron tranquilamente de la orilla.

—¿Aónde quieres que vayamos, Chano?—preguntó Garabato casi resplandeciente de alegría.

—Allá abajo; a la punta del castillo; en el claro e las piedras; aonde está ese barco que se perdió días pasaos, cuando la turbioná—repuso gravemente el pinturero de Chanito hablando ex cáthedra.

—¿Crees tú que habrá allí argo?

—¿Argo? Va usté a ve ca corvina como la quilla de esta barca.

—¿Cómo lo sabes tú, niño?—preguntó uno de los viejos pescadores.

—Suerte que tiene—argüyó otro.

—Deje usté la suerte a un lao, señó—respondió con acritud Chanito—. Lo sé porque lo sé... porque yo pertenezco a una serta, y sé una toría que er que la sabe pue viví sin cudiao.

—¿Y qué toría es esa? ¿Pue saberse, Chanito?— interrogó Garabato.

—Sí, señó; ¿han oído ustedes hablá de la mentensicosis? Pues ahí duele.

Los tripulantes de la Mariposa quedaron boquiabiertos.

—La mentensicosis—continuó Chanito—, una palabrita que me ha costao sudores er decirla de corrío.

—¿Y qué es eso, niño?

—Er nombre de la toría. ¿No han oído ustedes decí que las armas no mueren? Güeno, pues es verdá; ni mueren las armas de las personas ni las de los animales, ¿estamos?, y como no mueren, lo que jasen es ir de un cuerpo a otro y sin escogé vivienda; es decí, que lo mesmo se mete en er cuerpo de un calamá el arma que fue de una persona, que en el cuerpo de una persona el arma de un boquerón, pongo por caso. ¿Está esto claro como la luz? Güeno; pues a mí lo que me pasa es que tengo dentro de mi cuerpo el arma de un besugo, porque José Antonio, er barbero, que es er que a mí m’ha enseñao toas estas torías, me lo ha dicho siempre: «Chanito, tu arma es de besugo», y por eso yo sé más que nadie de las cosas que pasan debajo del agua; porque lo sé por reflejo, como dice José Antonio, y yo digo en aquer sitio hay una punta e pescao; y se echa la re y se coge lo que yo digo; porque lo sé, porque lo veo sin verlo, porque yo soy lo que soy, y porque la mentensicosis es más verdá que usté y que yo y que tos los presentes.

—¿Sabes tú que es enreao to lo que acabas de contá?—dijo Polonio.

—¿Enredao? Pues ahora mesmo vamos a ve si es mentira; ahí está ya el barco perdió, a su verita vamos a echa er primer lance, y si no sacamos en er copo un par de corvinas de las güeñas, me corto los dos risos e la frente, que es lo mesmo que cortarme er mote que tengo.

—Ea, pues mano a la obra—dijo Garabato en el más animado de los tonos—. Arrimá a la orilla pa que Polonio sarte a tierra con uno de los cabos.

—Sí, señó—agregó Chanito—, y va usté a reírse ahora mesmito de eso que cuentan de la pesca milagrosa.

Saltó Polonio a tierra, conduciendo uno de los extremos de la cuerda a la que se une la red, y la Mariposa volvió a separarse suavemente de la orilla, bogando mar adentro.

A corta distancia veíase el mástil de un pequeño buque que dias antes había encallado, casi deshaciéndose, en las rocas de un peligroso bajo allí existente, y junto al mástil y en una gran barcaza, unos hombres se ocupaban del salvamento de las mercaderías que el buque transportaba.

Hasta muy cerca del mástil llegó perpendicularmente la Mariposa soltando cuerda; oblicuó entonces y, colocándose paralelamente a la orilla, bogó con lentitud, mientras Chanito, ceremoniosamente, echaba al mar la tupida red.

Regresó la barca a la orilla conduciendo el otro extremo de la cuerda, y los viejos y Chanito, distribuidos convenientemente, comenzaron a tirar de las gruesas maromas del boliche.

—¿Sabes tú que pesa, niño?—dijo Garabato mientras secaba el copioso sudor que bañaba su rugosa frente.

—¿Me lo va usté a desi a mí, que estoy doblao de jalá? Pesa la re como si viniera cargá de malas consensias.

—Escucha: ¿qué le pasa a los tíos aquellos de la barcaza? Parece que nos están jaciendo señas.

—Habrán visto que viene er copo cuajaito de corvinas—contestó el de los Rizos.

—Dios te oiga, Chanito.

—Jale usté, señó Garabato, que hablando no se jase na, y aquella banda nos está tomando la delantera.

Y con más ahinco y animándose mutuamente con gritos y con frases grotescas, los de uno y otro lado tiraban de las húmedas cuerdas con ardor entusiasta.

La red se acercaba muy pausadamente a la orilla; su hilera de pequeñas boyas se distinguía ya con perfecta claridad, y Garabato, radiante de júbilo, vió cómo a su paso burbujeaban las aguas.

—¡Josú! — exclamó Chanito —. ¿Ha diquelao usté?

—¿Qué es eso, Chanito?

—Pues eso es que tiene más de cuarenta kilos la corvina que hemos atrapao. ¡Vaya un coletazo!

—¡Duro, muchachos, que ya está ahí!—gritó Garabato recordando sus buenos tiempos.

—Duro—repitieron todos jaleándose.

Y unos segundos después las primeras mallas del boliche llegaban a la orilla.

—¡A tierra el copo!—dijo triunfalmente Garabato.

—De prisa, que viene rompío y pue escaparse lo que trae—añadió Polonio.

Y tras inauditos esfuerzos llegó el copo a tierra, y Garabato, con ojos de estupefacción, vió que en el fondo del mismo había algo informe que se agitaba furiosamente revolviéndose entre las algas; pero no era la apetecida corvina de escamas de plata, no; era un buzo.

Tan cerca del barco perdido había echado la red Chanito el de los Rizos, que el pobre hombre que buceaba tranquilamente, había sido envuelto por el copo y arrastrado, quieras que no, a la orilla.

¡Así gritaban los de la barcaza!

—¿Es ésta tu pesca milagrosa, mardesío? ¿Esta es la corvina de cuarenta kilos que venía en er copo, sinvergonsón?—exclamó Garabato.

—Es que yo...

—Tú lo que eres es un infundioso mu grande, y esa toría de la pentecosté o como se llame, es otro infundio, ¿te enteras?

—iCómo! ¿Pero ese patoso ha tenido la culpa de esa esaborición?—inquirió el buzo, libre ya de amarrijos—. Pues toma...

Y levantando su enorme manopla, dió a Chanito el de los Rizos la bofetada más grande que vieron los nacidos. Rodó por la arena el pobre mozo, pero incorporándose ligero, huyó playa abajo, sujetándose la mejilla dolorida.

Y entretanto que el belicoso buzo continuaba sus protestas y los de la barcaza, ya en tierra, armaban la primera bronca al desventurado Garabato, Chanito, siempre corriendo, decía para su capote:

—¡Chavó y qué guantá m’ha dao! Ahora sí que creo yo en firme en la mentensicosi, porque el hombre que es capá de dar una gofetá de este calibre, debe de tené dentro de su cuerpo el arma de un mulo.

"Cuentos y cosas" 1919

     
 

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