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"Hojas secas" |
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Biografía de Raymundo Morales de la Torre en Universidad Católica de Perú | |
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Música: Música: Chopin - Nocturne in C minor |
Hojas secas |
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Fue en la soledad mística de un jardín: el viejo jardín del Luxemburgo, poblado de leyenda y de sueños románticos. Era una tarde milagrosa, bajo un crepúsculo de oro. En la fuente de Carpeaux los chorros de agua contaban en voz baja sus quimeras, en voz baja y temerosa, que prestaba un sentido y un misterio nuevo a aquel paisaje de silencio. Imperiosa y dulce era la tristeza, que emanaba de todas las cosas en esa hora de meditación. Hubiérame creído el único habitante del jardín; pero mis ojos descubrieron bajo el abrigo de un castaño una pareja solitaria. Era el viejo novelista Marcel Donal y su esposa, aquella Paulette Bompart, que había sabido ser en la vida del maestro insigne la amante inspiradora, la hermana inseparable y dulcísima. Aquellos dos ancianos, con los que al acaso me reunía en el jardín, hablaban juntos, muy juntos, como dos enamorados. Un gran seto de rosales me ocultaba de la débil inquisición de sus ojos cansados. Ella sonreía y bajo los bandeaux de plata, las pupilas verdes de un verdor de aguas estancadas se iluminaron con una chispa efímera, de vida; musitó al oído del anciano no sé que palabras evocadoras y el maestro sonrió con la sonrisa maliciosa e ingenua de un niño travieso. Ambos volvieron en derredor los ojos y encontrándose solos se miraron. Él atrajo hacia sí, mimosamente, la cabeza de la anciana y sonó un beso, un inocente beso triste, que a mis oídos pareció un sollozo. Qué pena tan dulce y tan íntima despertaba en mi alma aquella escena de amor, aquellos dos viejos que en el paseo se besaban con beso furtivo. En mi mente reviví la historia, las horas pretéritas. Vi transformarse por la virtud del recuerdo, al maestro de cabellos blancos y a la dulce esposa envejecida en una pareja juvenil y riente que hacía medio siglo se besaban quizás en el mismo banco del jardín. Ella era entonces una obrerita con alma de golondrina, una niña deliciosa e ingenua, como una fiigura de Greuze y él, un bohemio de melenas doradas, fervoroso de su amor, creyente de su sueño. Para remediar todas las miserias, para curar todas las tristezas de su pobre vida, sólo conocían entonces aquel jardín romántico de olvidos. Ambos iban a él llevando, intactas, inagotables, las dos virtudes de su alma, las solas riquezas de los dos: su pasión, y su arte; las únicas cosas que poseían sobre la tierra. Paulette era el público, el solo público ferviente y admirado, que enicontraba perfectas las páginas de Marcel. Una misma fe en el porvenir los encendía, los fundía en un solo espíritu. Juntos buscaban a los editores, juntos alentábanse en esa empresa sublime y loca de perseguir la gloria, y las horas de desaliento se curaban poco a poco con los besos ardientes del jardín. Después, el primer libro y el primer triunfo. La emoción indescriptible del volumen contemplado al través de las vidrieras de venta, el primer hijo de su fe y de su amor soñado en noches sin término, hecho con el cerebro y con su sangre, vivido y escrito con el alma toda. Luego la mutua embriaguez del renombre, la fortuna dominada y pródiga, los nuevos libros, el viaje a Italia, que los dos recorren en peregrinación de belleza, la vuelta a la ciudad natal, que le aclama maestro indiscutible. Así pasan las horas, los días y los años, así la primavera muere y el otoño concluye. Han llegado por fin como partieron, cogidos de la mano, sin separarse nunca. El tiempo se ha vengado en el cuerpo del maestro, que creara obras inmortales, vencedoras del tiempo. Sus cabellos están blancos, sus pies se arrastran difíciles. Ella también está fatigada, pero su amor sin plural ha triunfado del tiempo. ¡Qué dulzura tan llena de melancolía la que sienten hoy bajo la tarde que muere entre las hojas que caen! Han vuelto al jardín, han principiado otra vez la historia remota. Ya no como entonces les agitan entusiasmos ni la pasión les hace vibrantes, pero iqué sagrado y qué suave es su amor apacible! El mismo banco que los unió ha medio siglo, los reúne este día de recuerdos. Un viento de muertas primaveras pasa por el jardín y los viejos amantes piensan que trae juventud en sus alas, sin mirar que cuando sopla, de todos los árboles comienzan a caer las hojas secas. ¡Ah! ¡cuánto he deseado oirles, acercarme a ellos respetuoso y filial! ¿Qué han hablado? No sé; pero ante las palabras se han sentido rejuvenecer y se han besado. Vuelvo de mis meditaciones y ya está solo el banco de la avenida. Han partido. En las tardes otoñales hay frío y ellos temen el frío de las tardes. ¡Pobres viejos! se han besado furtivamente con inquietud, escondiendo su cariño, temiendo quizás las miradas del mundo, burlonas e importunas. Sí, se habrían reído... implacablemente, de ese amor sagrado y venerable. La humanidad sólo concede a la juventud el derecho de amarse; el idilio de los viejos le parece risible. ¡Qué cruel es la humanidad! |
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