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"La idea salvadora" |
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Biografía de Francesco Maria Molza en Wikipedia | |
Música: Falla - El Sombrero de Tres Picos - 4: Danse du Corregidor |
La idea salvadora |
Rodolfo era un joven de Florencia, de buena figura, y cuya familia gozaba de gran estimación en la ciudad. Cuando murió su padre, él heredó sus bienes y sus fincas, quedando sin ninguna tutela. Por causa de su belleza, era muy solicitado de todos los jóvenes florentinos en general. Su rostro, libre de vello y su labio superior sin sombra de bozo, le hacían parecer una doncella. Asi muchos mancebos se enamoraron de él y, de grado o por fuerza, obtuvieron sus favores y gozaron largamente de la flor de su juventud. Cuando en el curso de los años su rostro perdió su fresca tersura, los pretendientes se retiraron, y Rodolfo, a su vez, persiguió a los muchachos, como lo habían hecho con él, no teniendo más preocupación que buscar y desflorar a los adolescentes. Esto le valió la peor reputación, especialmente entre las mujeres que conocían sus gustos. Con frecuencia sus parientes y amigos le reprendían su feo vicio, aconsejándole que pusiera término a sus ardores y no ultrajase así a la naturaleza ni a las leyes divinas y humanas. Rodolfo reconoció al fin la injuria que hacía a Dios y a los hombres, y pensó que casándose podría disminuir en algo su mala fama. Después de consultar a sus parientes y de una madura reflexión, tomó por esposa a una bella joven llamada Beatriz, que pertenecía a la familia Tornabuoni. Era tan alta y tan esbelta, que más parecía un adolescente que una muchacha. Como tenía el semblante y la voz casi varoniles, se pensó que ninguna como ella podría gustar a Rodolfo, y éste, por su parte, abrigó la misma creencia de que le sería fácil amar a su mujer. La boda se celebró espléndidamente, con gran satisfacción de todos. Beatriz no vivió mucho tiempo con su marido sin conocer que él deseaba otros frutos distintos a los que producía el jardín de las mujeres. Rodolfo había vuelto a caer en su vicio inveterado, y sólo tenía cerca de sí a su mujer con el fin de ocultar msjor la satisfacción de los deseos prohibidos. Tomó a su servicio un guapo mancebo, que parecióle a propósito para soportar el yugo a que tenía designio de someterlo, y le acostó en su propio lecho, con gran disgusto de la esposa. Como él no poseía bastante vigor para atender al mancebo y a Beatriz, ésta tenía que pasar la mayoría da las noches sin hacer otra cosa que dormir, aunque hubiese preferido hallarse desvelada. La joven sufrió largo tiempo la perversidad de su marido; después, viendo que a pesar de sus reproches no quería desistir de su vicio, se dijo: —Mi innoble marido persiste en no querer navegar en mi puerto, aunque gracias a Dios tengo todo lo necesario para qua navegase a su placer, y quiere, en cambio, refuglarse en un pequeño golfo que no vale la mitad de lo que yo poseo. Viene tan pocas veces a buscarme como esposa, que parece haberme condenado a morir de hambre. ¡Pero está muy equivocado! Yo no me contentaré sólo con palabras y juegos. ¿Soy por ventura fea, despreciable, o tengo algo que me pueda reprochar? Y suponiendo que tuviera algo en el rostro, yo no me volvería por detrás como las otras. Encontraré a quien le gusten mis encantos y tendré un amante. Precisamente puedo vengarme de mi marido con mi rival; él me enseña, poniéndome sin cesar un hombre delante de los ojos. ¿Cuál debe ser mi conducta? Después de hacer estas reflexiones, la bella dama, con gestos y con signos maniobró tan bien, que el criado advirtió su amor; y condujéronse de forma tan prudente, que el marido no sospechó nada. El muchacho estaba tan satisfecho de la aventura, que gustaba más de contentar a Beatriz que al otro, y escapaba de las manos da Rodolfo para conservarse en estado de satisfacerse a sí mismo y a su dueña. Rodolfo no tardó en observar esto, y viendo a su criado pálido y flaco, sospechó que tuviese otros devaneos. Vigilando cuidadosamente todos sus pasos, se escondió un día en un rincón secreto de la casa y vio al chico y a Beatriz abrazarse en sus juegos. Muy irritado entonces, concibió la idea de matar secretamente a su mujer, diciéndose: —Ya sabía yo lo que me hacía cuando rechazaba a esta criatura hipócrita y perversa. Loado sea Dios que me ha indicado el camino que debo seguir ahora. Aferrándose a su idea, bien pronto, y sin revelar lo que había visto, dijo a Beatriz: —Esposa mía, deseo que vayamos a cerner al campo, en nuestra quinta. Prepárate lo antes que puedas. —¡Dios mío, venid en miauxilio—pensó Beatriz—, porque este deseo encierra algo! Cuando estuvo dispuesta montaron ambos a caballo y se dirigieron a la campiña. Caminaban hablando de cosas diversas, cuando al llegar a un lugar solitario, donde rocas muy altas y escarpadas formaban con los árboles una corona o cintura, Rodolfo desenvainó un puñal y cogiendo a su mujer del brazo, le dijo: —Encomienda tu alma a Dios, porque vas a morir. Al ver el puñal desenvainado y el rostro de su marido inflamado de cólera, Beatriz exclamó: —¡Gracias, en el nombre de Dios, querido esposo! O al menos dime antes de matarme en qué te he ofendido. Rodolfo le contestó que ella lo sabía mejor que nadie, y que no esperase aplacar su cólera. De pronto la mujer tuvo una idea y empezó a llorar: —¡Desventurada de mí! ¡Perdóname en nombre del Señor! ¡Ya que has decidido matarme por tu propia mano, haz que mis ojos no vean venir la muerte, y que Dios te juzgue! Diciendo esto se apeó del caballo, se levantó las faldas y la camisa por detras y se las echó sobre la cabeza, mostrando a Rodolfo las partes que tanto le gustaban en los demás. El las vio con todos sus relieves, con sus proporciones perfectas, sin ningún defecto, más blancas que la nieve, finas como si fueran de marfil y de perlas, estremecidas por un ligero temblor que revelaba que eran de carne fresca y agradable. Rodolfo quedó inmóvil cual si hubiese visto la cabeza de Medusa, el puñal cayó de su mano vencido por semejante belleza, y dio satisfacción a sus instintos encontrando aquellas carnes tan suaves que pasaba con deleite las manos por las caderas y las otras redondeces, lleno de alegría y preguntándose cómo hasta entonces se había privado de tan gratas y bellas cosas. —A buen seguro—pensaba—que si Praxiteles al hacer su famosa Venus y el escultor que modeló el Apolo que está hoy en el Vaticano hubieran visto esto, su obra hubiera ganado mucho. En suma, se reconcilió con su mujer, y desde entonces vivieron los tres dichosos y contentos, sin que se sepa de parte de cual estaba la ventaja de sus preferencias.
Publicado en la revista "Flirt" de Madrid, 28 de diciembre de 1922 |
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