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El collar (Continuación) |
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Llegó el día de la fiesta. La señora de Loisel tuvo un verdadero triunfo. Era más bonita que las otras y estaba elegante, graciosa, sonriente y loca de alegría. Todos los hombres la miraban, preguntaban su nombre, trataban de serle presentados. Todos los directores generales querían bailar un vals con ella. El ministro reparó en su hermosura. Ella bailaba con embriaguez, con pasión, inundada de alegría, no pensando ya en nada más que en el triunfo de su belleza, en la gloria de aquel triunfo, en una especie de dicha formada por todos los homenajes que recibía, por todas las admiraciones, por todos los deseos despertados, por una victoria tan completa y tan dulce para un alma de mujer. Él le echó sobre los hombros el abrigo que había llevado para la salida, modesto abrigo de su vestir ordinario, cuya pobreza contrastaba extrañamente con la elegancia del traje de baile. Ella lo sintió y quiso huir, para no ser vista por las otras mujeres que se envolvían en ricas pieles. Loisel la retuvo diciendo: -Espera, mujer; vas a resfriarte a la salida. Iré a buscar un coche. Pero ella no le oía, y bajó rápidamente la escalera. Cuando estuvieron en la calle no encontraron coche, y se pusieron a buscar, dando voces a los cocheros que veían pasar a lo lejos. Anduvieron hacia el Sena desesperados, tiritando. Por fin pudieron hallar una de esas vetustas berlinas que sólo aparecen en las calles de París cuando la noche cierra, cual si les avergonzase su miseria durante el día. Llevólos hasta la puerta de su casa, situada en la calle de los Mártires, y entraron tristemente en el portal. Pensaba el hombre, apesadumbrado, en que a las diez había de ir a la oficina. La mujer se quitó el abrigo que llevaba echado sobre los hombros, delante del espejo, a fin de contemplarse aún una vez más ricamente alhajada. Pero de repente dejó escapar un grito. Su esposo, ya medio desnudo, le preguntó: -¿Qué tienes? Ella volvióse hacia él, acongojada. -Tengo..., tengo... -balbuceó- que no encuentro el collar de la señora de Forestier. El se irguió, sobrecogido: -¿Eh?..., ¿cómo? ¡No es posible! Y buscaron entre los adornos del traje, en los pliegues del abrigo, en los bolsillos, en todas partes. No lo encontraron. Él preguntaba: -¿Estás segura de que lo llevabas al salir del baile? -Sí; lo toqué al cruzar el vestíbulo del Ministerio. -Pero si lo hubieras perdido en la calle, lo habríamos oído caer. Debe de estar en el coche. -Sí. Es probable. ¿Te fijaste qué número tenía? -No. Y tú, ¿no lo miraste? -No. Contempláronse aterrados. Loisel vistióse por fin. -Voy -dijo- a recorrer a pie todo el camino que hemos hecho, a ver si por casualidad lo encuentro. Y salió. Ella permaneció en traje de baile, sin fuerzas para irse a la cama, desplomada en una silla, sin lumbre, casi helada, sin ideas, casi estúpida. Su marido volvió hacia las siete. No había encontrado nada. Fue a la Prefectura de Policía, a las redacciones de los periódicos, para publicar un anuncio ofreciendo una gratificación por el hallazgo; fue a las oficinas de las empresas de coches, a todas partes donde podía ofrecérsele alguna esperanza. Ella le aguardó todo el día, con el mismo abatimiento desesperado, ante aquel horrible desastre. Loisel regresó por la noche con el rostro demacrado, pálido; no había podido averiguar nada. -Es menester-dijo-que escribas a tu amiga haciéndole saber que has roto el broche de su collar y que lo has dado a componer. Así ganaremos tiempo. Ella escribió lo que su marido le decía.
Al cabo de una semana perdieron hasta la última esperanza. Y Loisel, envejecido por aquel desastre, como si de pronto le hubieran echado encima cinco años, manifestó: -Es necesario hacer lo posible por reemplazar esa alhaja por otra semejante. Al día siguiente llevaron el estuche del collar a casa del joyero cuyo nombre se leía en su interior. El comerciante, después de consultar sus libros, respondió: -Señora, no salió de mi casa collar alguno en este estuche, que vendí vacío para complacer a un cliente. Anduvieron de joyería en joyería, buscando una alhaja semejante a la perdida, recordándola, describiéndola, tristes y angustiados. Encontraron, en una tienda del Palais Royal, un collar de brillantes que les pareció idéntico al que buscaban. Valía cuarenta mil francos, y regateándolo consiguieron que se lo dejaran en treinta y seis mil. Rogaron al joyero que se lo reservase por tres días, con la condición de que les daría por él treinta y cuatro mil francos si lo devolvían antes de finales de febrero porque se hubiera encontrado el otro. Loisel poseía dieciocho mil que le había dejado su padre. Pediría prestado el resto. Y, efectivamente, tomó mil francos de uno, quinientos de otro, cinco luises aquí, tres allá. Hizo pagarés, adquirió compromisos ruinosos, tuvo tratos con usureros, con toda clase de prestamistas. Comprometióse para toda la vida, firmó sin saber lo que firmaba, sin detenerse a pensar, y, espantado por las angustias del porvenir, por la horrible miseria que los aguardaba, por la perspectiva de todas las privaciones físicas y de todas las torturas morales, fue en busca del collar nuevo, dejando sobre el mostrador del comerciante treinta y seis mil francos. Cuando la señora Loisel devolvió la joya a su amiga, ésta le dijo un tanto displicente: -Debiste devolvérmelo antes, porque bien pude yo haberlo necesitado. No abrió siquiera el estuche, y eso lo juzgó la otra una suerte. Si hubiera notado la sustitución, ¿qué habría pensado?, ¿qué habría dicho? ¿no la habría tomado por una ladrona? La señora de Loisel conoció la vida horrible de los menesterosos. Tuvo energía para adoptar una resolución inmediata y heroica. Era necesario devolver aquel dinero que debían. Despidieron a la criada, buscaron una habitación más económica, una buhardilla. Conoció los duros trabajos de la casa, las odiosas tareas de la cocina. Fregó los platos, desgastando sus uñitas sonrosadas sobre los pucheros grasientos y en el fondo de las cacerolas. Enjabonó la ropa sucia, las camisas y los paños, que ponía a secar en una cuerda; bajó a la calle todas las mañanas la basura y subió el agua, deteniéndose en todos los pisos para tomar aliento. Y, vestida como una pobre mujer de humilde condición, fue a casa del verdulero, del tendero de comestibles y del carnicero, con la cesta al brazo, regateando, teniendo que sufrir desprecios y hasta insultos, porque defendía céntimo a céntimo su dinero escasísimo. Era necesario mensualmente recoger unos pagarés, renovar otros, ganar tiempo. El marido se ocupaba por las noches en poner en limpio las cuentas de un comerciante, y a veces escribía a veinticinco céntimos la hoja. Y vivieron así diez años. Al cabo de dicho tiempo lo habían ya pagado todo, todo, capital e intereses, multiplicados por las renovaciones usurarias. La señora Loisel parecía entonces una vieja. Habíase transformado en la mujer fuerte, dura y ruda de las familias pobres. Mal peinada, con las faldas torcidas y rojas las manos, hablaba en voz alta, fregaba los suelos con agua fría. Pero a veces, cuando su marido estaba en el Ministerio, sentábase junto a la ventana, pensando en aquella fiesta de otro tiempo, en aquel baile donde lució tanto y donde fue tan festejada. ¿Cuál sería su fortuna, su estado al día de hoy, si no hubiera perdido el collar? ¡Quién sabe! ¡Quién sabe! ¡Qué cambios tan singulares ofrece la vida! ¡Qué poco hace falta para perderse o para salvarse! Un domingo, habiendo ido a dar un paseo por los Campos Elíseos para descansar de las fatigas de la semana, reparó de pronto en una señora que pasaba llevando a un niño cogido de la mano. Era su antigua compañera de colegio, siempre joven, hermosa siempre y siempre seductora. La de Loisel sintió un escalofrío. ¿Se decidiría a detenerla y saludarla? ¿Por qué no? Habiéndolo pagado ya todo, podía confesar, casi con orgullo, su desdicha. Se puso frente a ella y dijo: -Buenos días, Juana. La otra no la reconoció, admirándose de verse tan familiarmente tratada por aquella infeliz. Balbuceó: -Pero.... ¡señora!..., no sé... Usted debe de confundirse... -No. Soy Matilde Loisel. Su amiga lanzó un gritó de sorpresa. -¡Oh! ¡Mi pobre Matilde, qué cambiada estás!... -Sí; muy malos días he pasado desde que no te veo, y además bastantes miserias.... todo por ti.. . -¿Por mí? ¿Cómo es eso? -¿Recuerdas aquel collar de brillantes que me prestaste para ir al baile del Ministerio? -Sí, ¿y qué? -Pues bien: lo perdí... -¡Cómo! ¡Si me lo devolviste! -Te devolví otro semejante. Y hemos tenido que sacrificarnos diez años para pagarlo. Comprenderás que representaba una fortuna para nosotros, que sólo teníamos el sueldo. En fin, a lo hecho pecho, y estoy muy satisfecha. La señora Forestier se había detenido. -¿Dices que compraste un collar de brillantes para sustituir el mío? -Sí. No lo habrás notado ¿eh? Casi eran idénticos. Y al decir esto, sonreía orgullosa de su noble sencillez. La señora de Forestier, sumamente impresionada, le cogió ambas manos: -¡Oh! ¡Mi pobre Matilde! ¡Pero si el collar que yo te presté era de piedras falsas!... ¡Valía quinientos francos a lo sumo!... 17 Febrero 1884 Fin |
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