No puedes figurarte el efecto que me han causado tus palabras de esta tarde, ni es fácil que yo acierte a explicártelo; porque he sentido al separarme de ti tal cúmulo de impresiones extrañas y opuestas, que apenas si pueden definirse ni analizarse; sobre todas ellas domina, sin embargo, una pena grandísima, inmensa, unida á amargo aturdimiento de humillación...
Creíste, en tu ambición de dicha, que serías completamente feliz sólo con poseer mi cariño; yo al principio lo dudé porque no estaba aún ciega y te conocía; después, engañada por mi afán, conseguí creerlo, llegó a parecerme hasta la cosa más natural del mundo, y ahora me encuentro con la desilusión terrible, pero inevitable... Te quiero, te quiero con toda mi alma, necesito verte feliz, aun a costa, no ya de mi vida, sino de mi dicha, quiero sufrir, muchísimo, hasta no poder más, si con eso he de merecer para ti una hora más de goce... pero no puedo vivir sabiendo que por mí te desesperas, y si acabo de convencerme, y estoy casi convencida, de que alejo de ti la felicidad, de que te hago pesada la cadena, para mi tan dulcísima de nuestros amores, yo sabré romperla aunque me cueste la vida ¿para qué la quiero si no es para ti? ingratísimo, loco, desagradecido, que estás ofendiendo a Dios y a mí (si fuera posible que me ofendiera con quien es alma de mi alma).
¿Que no no tienes esperanza? ¿Y por qué? ¿Temes acaso que te falte mi cariño, que me canse de la espera? ¿Crees que no estoy dispuesta a compartir contigo lo mismo el triunfo que la decepción, la alegría que el sufrimiento? ¡Si todo lo que nos espera es dicha! Que aciertas, que triunfas... verás como me complazco en tu triunfo y que orgullosa voy a estar de ser tuya y sólo para ti, a quien todo el mundo festejará; verás que bien te va a saber la gloria repartida conmigo ¿no lo crees así.?
Y si no alcanzas lo que buscas, si no te entienden, si te desprecian... ¡verás entonces como te quiero más, a ser posible, y como en mis brazos hallas consuelo a todo y como te ríes del mundo entero a mi lado, conmigo que te admiraré por todos juntos...
¿Que para conseguir... lo que sea, tenemos que esperar? ¿Y qué importa si somos dos los que esperamos tanto y tan bueno? Así mereceremos más nuestra dicha y la gozaremos mucho mejor después. Acuérdate de Jacob (y perdona lo bíblico de la cita).
Todo esto suponiendo que pueda quitarte de la cabeza tus ideas lúgubres, y lo dudo un poquito, porque ya me voy convenciendo de que mi tan decantada influencia sobre ti no deja de ser un mito... Pero es preciso, porque con esa desesperación en el alma, no puede hacerse nada de provecho.
…
¿A qué vienen esas penas? ¿Qué te falta? ¿Qué es lo que quieres? ¿Mi cuerpo? Piénsalo bien... ¿Estarías más convencido de mi cariño el día en que por fuerza tuvieras que dejar de estimarme? No puede ser. ¡Déjame, por Dios, creer que me quieres mejor que todo eso! ¡Qué sería de nosotros el día en que no te pudiera mirar sin sonrojarme, el día en que tuvieras derecho a despreciarme!... No lo puedo pensar, y si sólo a esa costa puedes ser feliz, sólo deseo morirme, morirme enseguida.
Ahora si que lloro, vida mía, y lloro de pena y de miedo y de vergüenza... Tu dices que has aprendido a amar conmigo y ¡qué mala muestra debo ser cuando no he conseguido enseñarte mejor! ¡Qué pena tan grande haber soñado con un amor tan por encima de todos los amores, tan sublime, tan santo y encontrarse, en la persona a quien se ha consagrado la vida, una desesperación, una angustia que no se puede calmar más que a besos…!
Para darme el alma... ¿No me la has dado ya, no tienes la mía y sujeta con cadenas más fuertes que tus brazos, que sabrían ahogarme pero no unirme a ti contra mi gusto, con las cadenas de mi firme voluntad, de mi constancia inalterable, de mi amor sin límites?...
¡Tengo muchísima pena y casi no puedo llorar de vergüenza y de lástima que me doy a mi misma! Lo ves, ídolo al fin, ídolo de barro. Yo me vuelvo loca y me quiero ofender y no puedo, porque te quiero tanto, tanto...
Pero ¿a qué decírtelo sino me has de creer, si estás pensando que no sé quererte, cuando todavía veo clara la idea del deber, si me has de hacer un crimen que imponga mi conciencia a mi cariño?
Estoy loca, mi vida, ya lo ves, ni sé lo que digo ni lo que pienso. Por Dios, contéstame enseguida. Dime lo que quieras, pero pronto, porque sino voy a morirme de angustia.
Estoy llorando y temblando... ¿Y por qué? ¿Temblando de qué? ¿De miedo acaso? ¿Miedo y contigo? Imposible. Corre, por Dios, a decirme que no tema nada a tu lado, que me defenderás siempre hasta contra mí misma... ¡Qué sería de mi sino estuviera segura de ello! .
G. MARTÍNEZ SIERRA.
La Vida literaria (Madrid). 25-3-1899, n.º 12, página 5 |