Paseos, había pocos. Sin Ana, ¿quién había de hacerlos? Con ella no se podía. Ni Sol dejaba a Ana de buena voluntad; ni Lucía hubiera salido a goce alguno cuando no estaba Juan con ella. Adela, sí, había trabado amistades con una gruesa india que tenía ciertos privilegios en la casa de la finca, y vivía en otra cercana, donde pasaba Adela buena parte del día, platicando de las costumbres de aquella gente con la resuelta Petrona Revolorio: «y no crea la señorita que le converso por servicio, sino porque le he cobrado afición». Era mujer robusta y de muy buen andar, aunque esto lo hacía sobre unos pies tan pequeños que no había modo de que Petrona llegara a ver a «sus niños» sin que le pidieran que los enseñase, lo cual ella hacía como quien no lo quiere hacer, sobre todo cuando estaba delante el niño Pedro. Las manos corrían parejas con los pies, tanto que algunas veces las niñas se las pedían y acariciaban; llevaba una simple saya de listado, y un camisolín de muselina transparente, que le ceñía los hombros y le dejaba desnudos los hermosos brazos y la alta garganta. Era el rostro de facciones graciosas y menudas, de tal modo que la boca, medio abierta en el centro y recogida en dos hoyuelos a los lados, no era en todo más grande que sus ojos. La naricilla, corta y un tanto redonda y vuelta en el extremo, era una picardía. Tenía la frente estrecha, y de ella hacia atrás, en dos bandas no muy lisas, el cabello negro, que en dos trenzas copiosas, veteadas de una cinta roja, llevaba recogida en cerquillo, como una corona, sobre lo alto de la cabeza. Un chal de listado tenía siempre puesto y caído sobre un hombro; y no había quien, cuando remataba una frase que le parecía intencionada, se echase por la espalda con más brío el chal de listado. Luego echaba a correr, riendo y hablando en una jerga que quería ser muy culta y ciudadana; y se iba a preparar a la niña Ana, lo cual hacía muy bien, unos tamales de dulce de coco y un chocolatillo claro, que era lo que con más gusto tomaba, por lo limpio y lo nuevo, nuestra linda enferma. Y mientras Ana los gustaba, Petrona Revolorio, con el chal cruzado, se sentaba a sus pies «no por servicio, sino porque le había cobrado afición» y le hacía cuentos.
¿El alba, sin que Petrona Revolorio estuviese a la puerta del cuarto de la niña Ana con su cesta de flores, que ella misma quería ponerle en el vaso y ver con sus propios ojos, cómo seguía la niña? «¡Mi niñita: mírenla que galana está hoy!; se lo voy a decir al niño Pedro que nos dé un baile de convite a las señoras, y vamos a sacarla a bailar con el niño Pedro. ¡Y él sí que es galán también, el niño Pedro! Mire, mi niñita: no le traigo de esos jazminotes blancos, porque los de acá huelen muy fuerte; pero aquí le pongo, en este vaso azul, esos jazmines de San Juan, que acá se dan todo el año y huelen muy bien de noche. Con que, mi niñita, prepárese para el baile, y que le voy a prestar un chal de seda encarnada que yo tengo, que me la va a poner más linda que la misma niña Sol. ¡Cómo está que se muere el niño Pedro por la niña Sol! Pero yo no sé qué tiene la niña Adela, que está como aburrida. ¿Quiere mi niñita los tamales hoy de coco, o de carnecita fresca? Ayer maté un cochito, que está de lo más blando: era el cochito rosado, ¡y la carne está como merengue! ¡Jesús, mi niñita, no me diga eso! Si yo me muero por servirla: mire que yo soy como las tacitas de coco, que dicen en letras muy guapas: ‘yo sirvo a mi dueña’. Voy a poner la puerta de mi casa llena de tiestos de flores, y a alquilar a los músicos, el día que mi niñita vaya a verme. ¡Y, eso que yo no se lo hago a nadie: porque no lo hago por servicio, sino porque le he cobrado mucha afición!». |