-Tú me perdonas, Juan -dijo Lucía antes de que hubieran pasado algunos momentos, bajos los ojos y la voz, como pecador contrito que pide humildemente la absolución de su pecado-. Juan yo no sé que es, ni sé para qué te quiero, aunque si sé que te quiero por lo mismo que vivo, y que si no te quisiera no viviría. Y mira, Juan, te miento; ahora mismo te estoy mintiendo, yo creo que no sé por qué te quiero, pero debo saberlo muy bien, sin notarlo yo, porque sé por qué pueden quererte los demás. Y como si te conocen, han de quererte como yo te quiero, ¡no me regañes Juan! ¡yo no quisiera que tú conocieses a nadie! ¡Yo te querría mudo, yo te querría ciego: así no me verías más que a mí, que le cerraría el paso a todo el mundo, y estaría siempre ahí, y como dentro de ti, a tus pies donde quisiera estar ahora! ¿Tú me perdonas, Juan? Luego, yo no soy soberbia, y no creo que yo solo soy hermosa: ¡tú dices que yo soy hermosa! yo sé que fuera de mí hay muchas cosas y muchas personas bellas y grandes; yo sé que no están en mí todas las hermosuras de la tierra, y como a ti te caben en el alma todas, y eres tan bueno que te he visto recoger las flores pisadas en las calles y ponerlas con mucho cuidado donde nadie las pise, creo, Juan, que yo no te basto, que cualquier cosa o persona hermosa, te gustaría tanto como yo, y odio un libro si lo lees, y un amigo si lo vas a ver, y una mujer si dicen que es bella y puedes verla tú. Quisiera reunir yo en mí misma todas las bellezas del mundo, y que nadie más que yo tuviera hermosura alguna sobre la tierra. Porque te quiero, Juan, lo odio todo. Y yo no soy mala, Juan; yo me avergüenzo de eso, y luego me entran remordimientos, y besaría los pies de los que un momento antes quería no ver vivos, y de mi sangre les daría para que viviesen si se muriesen; ¡pero hay instantes, Juan, en que odio a todas las cosas, a todos los hombres y a todas las mujeres! ¡Oh, a todas las mujeres! Cuando no estás a mi lado, y pienso en alguien que pueda agradar tus ojos u ocupar tu pensamiento, creémelo, Juan; ¡ni sé lo que veo, ni sé qué es lo que me posee, pero me das horror, Juan y te aborrezco entonces, y odio tus mismas cualidades, y te las echo en cara, como ayer, para ver si llegas tú a odiarlas, y a no ser tan bueno, y si así no te quieren! Eso es, Juan, no es más que eso. A veces, y te lo diré a ti solo, sufro tanto que me tiendo en el suelo en mi cuarto, cuando no me ven, como una muerta. Necesito sentir en las sienes mucho tiempo el frío del mármol. Me levanto, como si estuviera por dentro toda despedazada. Me muero de una envidia enorme por todo lo que tú puedas querer y lo que pueda quererte. Yo no sé si eso es malo, Juan: ¿tú me perdonas?
La magnolia, nuestra antigua conocida oyó, a las últimas luces de la tarde, el final de esta conversación congojosa. |