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Capítulo 1
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Biografía de José Martí en Wikipedia | |
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Música: Mendelssohn - Children's Pieces Op. 72, No. 4 |
Amistad funesta Capítulo 1 (continuación) |
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-¿Conque Ana pinta, y La Revista de Artes está buscando cuadros de autores del país que dar a conocer, y este Juan pecador no ha hecho ya publicar esas maravillas en La Revista? -Esta Ana nuestra, Pedro, se nos enoja de que la queramos sacar a luz. Ella no quiere que se vean sus cuadros hasta que no los juzgue bastante acabados para resistir la crítica. Pero la verdad es, Ana, que Pedro Real tiene razón. -¿Razón, Pedro Real? -dijo Ana con una risa cristalina, de madre generosa-. No, Juan. Es verdad que las cosas de arte que no son absolutamente necesarias, no deben hacerse sino cuando se pueden hacer enteramente bien, y estas cosas que yo hago, que veo vivas y claras en lo hondo de mi mente, y con tal realidad que me parece que las palpo, me quedan luego en la tela tan contrahechas y duras que creo que mis visiones me van a castigar, y me regañan, y toman mis pinceles de la caja, y a mí de una oreja, y me llevan delante del cuadro para que vea cómo borran coléricas la mala pintura que hice de ellas. Y luego, ¿qué he de saber yo, sin más dibujo que el que me enseñó el señor Mazuchellí, ni más colores que estos tan pálidos que saco de mí misma? Seguía Lucía con ojos inquietos la fisonomía de Juan, profundamente interesado en lo que, en uno de esos momentos de explicación de sí mismos que gustan de tener los que llevan algo en sí y se sienten morir, iba diciendo Ana. ¡Qué Juan aquel, que la tenía al lado, y pensaba en otra cosa! Ana, sí, Ana era muy buena; pero ¿qué derecho tenía Juan a olvidarse tanto de Lucía, y estando a su lado, poner tanta atención en las rarezas de Ana? Cuando ella estaba a su lado, ella debía ser su único pensamiento. Y apretaba sus labios; se le encendían de pronto, como de un vuelco de la sangre las mejillas; enrollaba nerviosamente en el dedo índice de la mano izquierda un finísimo pañuelo de batista y encaje. Y lo enrolló tanto y tanto, y lo desenrollaba con tal violencia, que yendo rápidamente de una mano a la otra, el lindo pañuelo parecía una víbora, una de esas víboras blancas que se ven en la costa yucateca. -Pero no es por eso por lo que no enseño yo a nadie mis cuadritos -siguió Ana-; sino porque cuando los estoy pintando, me alegro o me entristezco como una loca, sin saber por qué: salto de contento, yo que no puedo saltar ya mucho, cuando creo que con un rasgo de pincel le he dado a unos ojos, o a la tórtola viuda que pinté el mes pasado, la expresión que yo quería; y si pinto una desdicha, me parece que es de veras, y me paso horas enteras mirándola, o me enojo conmigo misma si es de aquellas que yo no puedo remediar, como en esas dos telitas mías que tú conoces, Juan, La madre sin hijo y el hombre que se muere en un sillón, mirando en la chimenea el fuego apagado: El hombre sin amor. No se ría, Pedro, de esta colección de extravagancias. Ni diga que estos asuntos son para personas mayores; las enfermas son como unas viejitas, y tienen derecho a esos atrevimientos. -Pero, ¿cómo -le dijo Pedro subyugado-, no han de tener sus cuadros todo el encanto y el color de ópalo de su alma? -¡Oh! ¡oh! a lisonja llaman: vea que ya no es de buen gusto ser lisonjero. La lisonja en la conversación, Pedro, es ya como la Arcadia en la pintura: ¡cosa de principiantes! -Pero, ¿por qué decías, puso aquí Juan, que no querías exhibir tus cuadros? -Porque como desde que los imagino hasta que los acabo voy poniendo en ellos tanto de mi alma, al fin ya no llegan a ser telas, sino mi alma misma, y me da vergüenza de que me la vean, y me parece que he pecado con atreverme a asuntos que están mejor para nube que para colores, y como solo yo sé cuánta paloma arrulla, y cuánta violeta se abre, y cuánta estrella lucen lo que pinto; como yo sola siento cómo me duele el corazón, o se me llena todo el pecho de lágrimas o me laten las sienes, como si me las azotasen alas, cuando estoy pintando; como nadie más que yo sabe que esos pedazos de lienzo, por desdichados que me salgan, son pedazos de entrañas mías en que he puesto con mi mejor voluntad lo mejor que hay en mí, ¡me da como una soberbia de pensar que si los enseño en público, uno de esos críticos sabios o cabalierines presuntuosos me diga, por lucir un nombre recién aprendido de pintor extranjero, o una linda frase, que esto que yo hago es de Chaplin o de Lefevre, o a mi cuadrito Flores vivas, que he descargado sobre él una escopeta llena de colores! ¿Te acuerdas? ¡como si no supiera yo que cada flor de aquellas es una persona que yo conozco, y no hubiera yo estudiado tres o cuatro personas de un mismo carácter, antes de simbolizar el carácter en una flor; como si no supiese yo quién es aquella rosa roja, altiva, con sombras negras, que se levanta por sobre todas las demás en su tallo sin hojas, y aquella otra flor azul que mira al cielo como si fuese a hacerse pájaro y a tender a él las alas, y aquel aguinaldo lindo que trepa humildemente, como un niño castigado, por el tallo de la rosa roja. ¡Malos! ¡escopeta cargada de colores! -Ana: yo sí que te recogería a ti, con tu raíz, como una flor, y en aquel gran vaso indio que hay en mi mesa de escribir, te tendría perpetuamente, para que nunca se me desconsolase el alma. -Juan -dijo Lucía, como a la vez conteniéndose y levantándose-: ¿quieres venir a oír el «M’odi tu» que me trajiste el sábado? ¡No lo has oído todavía! -¡Ah! y a propósito, no saben ustedes -dijo Pedro como poniéndose ya en pie para despedirse-, que la cabeza ideal que ha publicado en su último número La Revista de Artes... -¿Qué cabeza? -preguntó Lucía- ¿una que parece de una virgen de Rafael, pero con ojos americanos, con un talle que parece el cáliz de un lirio? -Esa misma, Lucía: pues no es una cabeza ideal, sino la de una niña que va a salir la semana que viene del colegio, y dicen que es un pasmo de hermosura: es la cabeza de Leonor del Valle. Se puso en pie Lucía con un movimiento que pareció un salto; y Juan alzó del suelo, para devolvérselo, el pañuelo, roto. |
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