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José Martí en AlbaLearning

José Martí

"Amistad funesta"

Capítulo 1

Biografía de José Martí en Wikipedia

 
 
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Música: Mendelssohn - Children's Pieces Op. 72, No. 4
 
Amistad funesta
Capítulo 1 (continuación)
OBRAS DEL AUTOR
Cuentos y poemas
 
Cese señora el duelo
Con la primavera
Cuando me puse a pensar
Cultivo una rosa blanca
La niña de Gratemala
La perla de la mora
Meñique
Nené traviesa
No me quites las canas
Tiene el alma del poeta
Tres héroes
Yo soy un hombre sencillo
 
Novela

Amistad funesta

 
AUTORES CUBANOS
Dora Alonso
Gertrudis Gómez de Avellaneda
José Martí
Jesús Castellanos
Juan Clemente Zenea
Manuel de la Cruz y Fernández
Miguel Ángel de la Torre
Virgilio Pinera
 
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Juan quería a Pedro, como los espíritus fuertes quieren a los débiles, y como, a modo de nota de color o de grano de locura, quiere, cual forma suavísima del pecado, la gente que no es ligera a la que lo es.

Los hombres austeros tienen en la compañía momentánea de esos pisaverdes alocados el mismo género de placer que las damas de familia que asisten de tapadillo a un baile de máscaras. Hay cierto espíritu de independencia en el pecado, que lo hace simpático cuando no es excesivo. Pocas son por el mundo las criaturas que, hallándose con las encías provistas de dientes, se deciden a no morder, o reconocen que hay un placer más profundo que el de hincar los dientes, y es no usarlos. Pues, ¿para qué es la dentadura, se dicen los más; sobre todo cuando la tienen buena, sino para lucirla, y triturar los manjares que se lleguen a la boca? Y Pedro era de los que lucían la dentadura.

Incapaz, tal vez, de causar mal en conciencia, el daño estaba en que él no sabía cuando causaba mal, o en que, siendo la satisfacción de un deseo, él no veía en ella mal alguno, sino que toda hermosura, por serlo, le parecía de él, y en su propia belleza, la belleza funesta de un hombre perezoso y adocenado, veía como un título natural, título de león, sobre los bienes de la tierra, y el mayor de ellos, que son sus bellas criaturas. Pedro tenía en los ojos aquel inquieto centelleo que subyuga y convida: en actos y palabras, la insolente firmeza que da la costumbre de la victoria, y en su misma arrogancia tal olvido de que la tenía, que era la mayor perfección y el más temible encanto de ella.

Viajero afortunado; con el caudal ya corto de su madre, por tierras de afuera, perdió en ellas, donde son pecadillos las que a nosotros nos parecen con justicia infamias, aquel delicado concepto de la mujer sin el que, por grandes esfuerzos que haga luego la mente, no le es lícito gozar, puesto que no le es lícito creer en el amor de la más limpia criatura. Todos aquellos placeres que no vienen derechamente y en razón de los afectos legítimos, aunque sean champaña de la vanidad, son acíbar de la memoria. Eso en los más honrados, que en los que no lo son, de tanto andar entre frutas estrujadas, llegan a enviciarse los ojos de manera que no tienen más arte ni placer que los de estrujar frutas. Solo Ana, de cuantas jóvenes había conocido a su vuelta de las malas tierras de afuera, le había inspirado, aun antes de su enfermedad, un respeto que en sus horas de reposo solía trocarse en un pensamiento persistente y blando. Pero Ana se iba al cielo: Ana, que jamás hubiera puesto a aquel turbulento mancebo de señor de su alma apacible, como un palacio de nácar; pero que, por esa fatal perversión que atrae a los espíritus desemejantes, no había visto sin un doloroso interés y una turbación primaveral, aquella rica hermosura de hombre, airosa y firme, puesta por la naturaleza como vestidura a un alma escasa, tal como suelen algunos cantantes transportar a inefables deliquios y etéreas esferas a sus oyentes, con la expresión en notas querellosas y cristalinas, blancas como las palomas o agudas como puñales, de pasiones que sus espíritus burdos son incapaces de entender ni de sentir. ¿Quién no ha visto romper en actos y palabras brutales contra su delicada mujer a un tenor que acababa de cantar, con sobrehumano poder, el «Spirto Gentil» de la Favorita? Tal la hermosura sobre las almas escasas.

Y Juan, por aquella seguridad de los caracteres incorruptibles, por aquella benignidad de los espíritus superiores, por aquella afición a lo pintoresco de las imaginaciones poéticas, y por lazos de niño, que no se rompen sin gran dolor del corazón, Juan quería a Pedro.

Hablaban de las últimas modas, de que en París se rehabilita el color verde, de que en París, decía Pedro, nada más se vive.

-Pues yo no -decía Ana-. Cuando Lucía sea ya señora formal, adonde vamos los tres es a Italia y a España: ¿verdad, Juan?

-Verdad, Ana. Adonde la Naturaleza es bella y el arte ha sido perfecto. A Granada, donde el hombre logró lo que no ha logrado en pueblo alguno de la tierra: cincelar en las piedras sus sueños; a Nápoles, donde el alma se siente contenta, como si hubiera llegado a su término. ¿Tú no querrás, Lucía?

-Yo no quiero que tú veas nada, Juan. Yo te haré en ese cuarto la Alhambra, y en este patio Nápoles; y tapiaré las puertas, ¡y así viajaremos!

Rieron todos; pero Adela ya había echado camino de París, quién sabe con qué compañero, los deseos alegres. Ella quería saberlo todo, no de aquella tranquila vida interior y regalada, al calor de la estufa, leyendo libros buenos, después de curiosear discretamente por entre las novedades francesas, y estudiar con empeño tanta riqueza artística como París encierra; sino la vida teatral y nerviosa, la vida de museo que en París generalmente se vive, siempre en pie, siempre cansado, siempre adolorido; la vida de las heroínas de teatro, de las gentes que se enseñan, damas que enloquecen, de los nababs que deslumbran con el pródigo empleo de su fortuna.

Y mientras que Juan, generoso, dando suelta al espíritu impaciente, sacaba ante los ojos de Lucía, para que se le fuese aquietando el carácter, y se preparaba a acompañarle por el viaje de la existencia, las interioridades luminosas de su alma peculiar y excelsa, y decía cosas que, por la nobleza que enseñaban o la felicidad que prometían, hacían asomar lágrimas de ternura y de piedad a los ojos de Ana -Adela y Pedro, en plena Francia, iban y venían, como del brazo, por bosques y bulevares. «La Judic ya no se viste con Worth. La mano de la Judic es la más bonita de París. En las carreras es donde se lucen los mejores vestidos. ¡Qué linda estaría Adela, en el pescante de un coche de carreras, con un vestido de tila muy suave, adornado con pasamanería de plata! ¡Ah, y con un guía como Pedro, que conocía tan bien la ciudad, qué pronto no se estaría al corriente de todo! ¡Allí no se vive con estas trabas de aquí, donde todo es malo! La mujer es aquí una esclava disfrazada: allí es donde es la reina. Eso es París ahora: el reinado de la mujer. Acá, todo es pecado: si se sale, si se entra, si se da el brazo a un amigo, si se lee un libro ameno. ¡Pero esa es una falta de respeto, eso es ir contra las obras de la naturaleza! ¿Porque una flor nace en un vaso de Sevres, se la ha de privar del aire y de la luz? ¿Porque la mujer nace más hermosa que el hombre, se le ha de oprimir el pensamiento, y so pretexto de un recato gazmoño, obligarla a que viva, escondiendo sus impresiones, como un ladrón esconde su tesoro en una cueva? Es preciso, Adelita, es preciso. Las mujeres más lindas de París son las sudamericanas. ¡Oh, no habría en París otra tan chispeante como ella!».

-Vea, Pedro -interrumpió a este punto Ana, con aquella sonrisa suya que hacía más eficaces sus reproches-, déjeme quieta a Adela. Usted sabe que yo pinto, ¿verdad?

-Pinta unos cuadritos que parecen música; todos llenos de una luz que sube; con muchos ángeles y serafines. ¿Por qué no nos enseñas el último, Ana mía? Es lindísimo, Pedro, y sumamente extraño.

-¡Adela, Adela!

-De veras que es muy extraño. Es como en una esquina de jardín y el ciclo es claro, muy claro y muy lindo. Un joven... muy buen mozo... vestido con un traje gris muy elegante, se mira las manos asombrado. Acaba de romper un lirio, que ha caído a sus pies, y le han quedado las manos manchadas de sangre.

-¿Qué le parece, Pedro, de mi cuadro?

-Un éxito seguro. Yo conocí en París a un pintor de México, un Manuel Ocaranza, que hacía cosas como esas.

-Entre los caballeros que rompen o manchan lirios quisiera yo que tuviese éxito mi cuadro. ¡Quién pintara de veras, y no hiciera esos borrones míos! Pedro: borrón y todo, en cuanto me ponga mejor, voy a hacer una copia para usted.

-¡Para mí! Juan, ¿por qué no es este el tiempo en que no era mal visto que los caballeros besasen la mano a las damas?

-Para usted, pero a condición de que lo ponga en un lugar tan visible que por todas partes le salte a los ojos. Y ¿por qué estamos hablando ahora de mis obras maestras? ¡Ah! porque usted me le hablaba a Adela mucho de París. ¡Otro cuadro voy a empezar en cuanto me ponga buena! Sobre una colina voy a pintar un monstruo sentado. Pondré la luna en cenit, para que caiga de lleno sobre el lomo del monstruo, y me permita simular con líneas de luz en las partes salientes los edificios de París más famosos. Y mientras la luna le acaricia el lomo, y se ve por el contraste del perfil luminoso toda la negrura de su cuerpo, el monstruo, con cabeza de mujer, estará devorando rosas. Allá por un rincón se verán jóvenes flacas y desmelenadas que huyen, con las túnicas rotas, levantando las manos al cielo.

-Lucía -dijo Juan reprimiendo mal las lágrimas, al oído de su prima, siempre absorta-: ¡y que esta pobre Ana se nos muera!

Pedro no hallaba palabras oportunas, sino aquella confusión y malestar que la gente dada a la frivolidad y el gozo experimenta en la compañía íntima de una de esas criaturas que pasan por la tierra, a manera de visión, extinguiéndose plácidamente, con la feliz capacidad de adivinar las cosas puras, sobrehumanas, y la hermosa indignación por la batalla de apetitos feroces en que se consume, la tierra.

-De fieras, yo conozco dos clases -decía una vez Ana-: una se viste de pieles, devora animales, y anda sobre garras; otra se viste de trajes elegantes, come animales y almas y anda sobre una sombrilla o un bastón. No somos más que fieras reformadas.

Aquella Ana, cuando estaba en la intimidad, solía decir de estas cosas singulares. ¿Dónde había sufrido tanto la pobre niña salida apenas del círculo de su casa venturosa, que así había aprendido a conocer y perdonar? ¿Se vive antes de vivir? ¿O las estrellas, ganosas de hacer un viaje de recreo por la tierra, suelen por algún tiempo alojarse en un cuerpo humano? ¡Ay! por eso duran tan poco los cuerpos en que se alojan las estrellas.

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