La antesala era linda y pequeña, como que se tiene que ser pequeño para ser lindo. De unos tulipanes de cristal trenzado, suspendidos en un ramo del techo por un tubo oculto entre hojas de tulipán simuladas en bronce, caía sobre la mesa de ónix la claridad anaranjada y suave de la lámpara de luz eléctrica incandescente. No había más asientos que pequeñas mecedoras de Viena, de rejilla menuda y madera negra. El pavimento de mosaico de colores tenues que, como el de los atrios de Pompeya, tenía la inscripción «Salve» en el umbral, estaba lleno de banquetas revueltas, como de habitación en que se vive: porque las habitaciones se han de tener lindas, no para enseñarlas, por vanidad, a las visitas, sino para vivir en ellas. Mejora y alivia el contacto constante de lo bello. Todo en la tierra, en estos tiempos negros, tiende a rebajar el alma, todo, libros y cuadros, negocios y afectos, ¡aun en nuestros países azules! Conviene tener siempre delante de los ojos, alrededor, ornando las paredes, animando los rincones donde se refugia la sombra, objetos bellos, que la coloreen y la disipen.
Linda era la antesala, pintado el techo con los bordes de guirnaldas de flores silvestres, las paredes cubiertas, en sus marcos de roble liso dorado, de cuadros de Madrazo y de Nittis, de Fortuny y de Pasini, grabados en Goupil; de dos en dos estaban colgados los cuadros, y entre cada dos grupos de ellos, un estantillo de ébano, lleno de libros, no más ancho que los cuadros, ni más alto ni bajo que el grupo. En la mitad del testero que daba frente a la puerta del corredor, una esbelta columna de mármol negro sustentaba un aéreo busto de la Mignon de Goethe, en mármol blanco, a cuyos pies, en un gran vaso de porcelana de Tokio, de ramazones azules, Ana ponía siempre mazos de jazmines y de lirios. Una vez la traviesa Adela había colgado al cuello de Mignon una guirnalda de claveles encarnados. En este testero no había libros, ni cuadros que no fuesen grabados de episodios de la vida de la triste niña, y distribuidos como un halo en la pared en derredor del busto. Y en las esquinas de la habitación, en caballetes negros, sin ornamentos dorados, ostentaban su rica encuadernación cuatro grandes volúmenes: El Cuervo de Edgar Poe, el Cuervo desgarrador y fatídico, con láminas de Gustavo Doré, que se llevan la mente por los espacios vagos en alas de caballos sin freno: el Rubaiyat el poema persa, el poema del vino moderado y las rosas frescas, con los dibujos apodícticos del norteamericano Elihu Vedder; un rico ejemplar manuscrito, empastado en seda lila, de Las Noches, de Alfredo de Musset; y un Wilhelm Meister el libro de Mignon, cuya pasta original, recargada de arabescos insignificantes, había hecho reemplazar Juan, en París, por una de tafilete negro mate embutido con piedras preciosas: topacios tan claros como el alma de la niña, turquesas, azules como sus ojos; no esmeraldas, porque no hubo en aquella vaporosa vida; ópalos, como sus sueños; y un rubí grande y saliente, como su corazón hinchado y roto. En aquel singular regalo a Lucía, gastó Juan sus ganancias de un año. Por los bajos de la pared, y a manera de sillas, había, en trípodes de ébano, pequeños vasos chinos, de colores suaves, con mucho amarillo y escaso rojo. Las paredes, pintadas al óleo, con guirnaldas de flores, eran blancas. Causaba aquella antesala, en cuyo arreglo influyó Juan, una impresión de fe y de luz. |