Esto acaeció en el reino libre de Pancracia, a dos millas de los Ángeles y tres de California. Pasaba yo los veranos, por entonces, en este bucólico país, en una coquetona villa de la ribera del Pisuerga (el Pisuerga de Pancracia), cuando ocurrió el suceso extraordinario que voy a referir, para mostrar hasta qué punto puede llegar la cultura de este pueblo, donde bastó un hecho insignificante y al parecer baladi, como éste que voy a relataros, para que se pusieran en movimiento jurisconsultos, biólogos, teólogos y jefes de administración de primera.
***
... En el corral de casa aparecieron un día tres gallinas: una era roja, otra era pinta, y la tercera era moñuda.
Como nosotros no teníamos más que dos, andábamos averiguando a quién se le habría escapado la tercera, cuando la criada de la casa encontró un huevo entre el estiércol.
— ¡Un huevo! — exclamó alborozada —. ¡Han puesto un huevo!...
Como yo tengo este natural, investigador de suyo, pregunté inmediatamente:
— ¿De cuál es?
Pensaba yo que esta pregunta era de lo más inofensivo e inocente que pudiera preguntar hombre alguno; pero resultó que no.
— De la pinta tiene que ser — dijo una de mis tías, y adujo su razón—; la pinta estaba sobre el huevo.
Los hechos son hechos. Si la pinta estaba sobre el huevo, ¿por qué no había de ser de la pinta? Pero otra tía mía, de espíritu analítico y escudriñador, saltó y dijo:
— De la pinta no es porque está clueca.
¡Ah, caramba! no puede uno fiarse de los hechos; las cluecas no ponen huevos durante la fiebre de incubación; pero, en cambio, tienen la propensión irresistible a cubrir todo huevo que encuentran. De ahí que lo que parecía ser prueba no lo fuese.
— El huevo — siguió diciendo mi segunda tía, que era además tía segunda — debe haberlo puesto la roja, porque ha estado cacareando toda la mañana, cosa que no ha hecho ninguna de las otras.
Esta hipótesis tenía los requisitos necesarios de observación experimental y de conocimientos técnicos propios de toda suposición que aspire a ciertas garantías científicas. Sería el huevo de la roja.
Pero una tercera tía mía se presentó, y con ella el tercer punto de vista: para saber si una gallina va a poner huevos o no recurren los técnicos y prácticos a una discreta y digital exploración por ciertos sitios. Como ella acababa de aplicársela a la roja y la roja tenía el huevo en puertas, imposible que hubiera sido ella la ponedora. ¡Formidable y aplastante objeción! Un tecnicismo abole a otro. No basta observar y conocer, hay que llevar hasta su fin observaciones y conocimientos.
El huevo, por exclusión, tenía que ser de la moñuda, a menos que..., a menos que no fuera de ninguna... Esta posibilidad fue precisamente la que se encargó de insinuar el chico mayor de nuestros vecinos, mozo despreocupado y desenvuelto, que en diciendo a discurrir toma el tranquillo de no creer ni en la paz de los sepulcros.
— ¿Qué se apuestan ustedes a que el huevo lo ha dejado ahí cualquier bromista para chunguearse de nosotros?
Hubo un momento de estupor. Nadie se atrevía ya a opinar después de aquella posibilidad picaresca.
Pero intervino su padre, prestigio venerable en Ciencias Naturales, vicepresidente del Instituto de Metodología Biológica, y preguntó:
— ¿Saben ustedes a todo esto, señoras mías, si el huevo es de gallina?
¡Cataplum! ¡Aquello si que era martillazo! Pues, ¡es verdad! Tanto discurrir si era de ésta o de la otra y...
— Pero ¿qué más da, señoras? ¡Cómanse el huevo, y que aproveche! — recalcitró el hijo del sabio,
— ¿Y si resulta de algún animal venenoso?—advirtió una voz, alarmados ya los ánimos con la duda metódica del sabio.
— Pero ¿de qué animal va a ser, si no se encuentra por aquí ni en cien leguas a la redonda otro animal que ponga huevos? No hagan ustedes caso de éste.
«Este» era el sabio, y la que hablaba así, su señora,
— Tiene razón mamá — replicó el chico —, ¡que me frían el huevo!
Entonces fue cuando intervino el presbítero del lugar.
— Señores, poco a poco... Utroque ad majorem unitas... El huevo, si el dueño lo consiente, debe rifarse para aplicar el producto a la Parroquia.
—Según, páter, según; no prejuzguemos las cuestiones — dijo el novio de la niña del sabio, joven conservador de gran porvenir en la abogacía y la política—. «Debe rifar el huevo el dueño»... Y ¿quién es, jurídicamente; quiere usted decirme quién es el dueño de este huevo? Porque tener un objeto en la mano sólo indica te-nencia, pero no, señoras y señores, per-tenencia.
En fin, ¡a qué cansaros! En un país de cultura, sin refinamientos cívicos, hubiera acabado la cuestión a trompazos y a gritos por si son míos el huevo, la razón y la gallina. Pero en este país, no; y esto es lo que quiero citar para estímulo y ejemplo. En aquel país hay un Ministerio de Consultas Interiores, para todos estos casos imprevistos, y aquel grupo de ciudadanos ejemplares puso el asunto en manos de su ilustrísima el ministro, el cual, con celo escrupuloso, previo estudio de la cuestión, dictó un Real decreto creando un Instituto, que se llamó Instituto Ovuloide, con personal idóneo pertinente y con la múltiple y polifacética misión de:
1.° Clasificar y coleccionar todos los huevos conocidos, a fin de no incurrir en similares titubeos cuando se presentara otro caso de esta índole.
2° Investigar por la sesión de microscopios y espectroscopios al efecto, la naturaleza química del huevo.
3.° Entretener y vigilar los aparatos necesarios, para evitar en lo sucesivo la putrefacción de los huevos en litigio («en lo sucesivo», decimos, porque el huevo en cuestión se había perdido ya meses antes, dado el tiempo requerido para el estudio y para la confirmación del Real decreto).
4.° Habilitar para Museo el local actualmente desainado a Exposiciones de pinturas.
5.° Formar un Cuerpo jurídico, por concurso, para resolver las cuestiones de propiedad.
6.° Publicar memorias dando cuentas de los trabajos del Instituto; y...
7.° y último. Nombrar una Sección de fisiólogos para evitar que el contenido del Museo pueda convertirse en sobrealimentación del director, subalternos y familias.
Así se gobierna y se hace un pueblo grande. No hay acontecimiento pequeño cuando el genio de un gobernante lo recoge y lo nace suyo.
MANUEL ABRIL,
extraído de Buen humor (Madrid). 1-1-1922, no. 5 |