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Alfonso Hernández Catá en AlbaLearning

René Maizeroy

"Flores de tilo"

Biografía de René Maizeroy en Wikipedia

 
 

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Flores de tilo

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Ya llegan las breves noches de Junio, que invitan más amor que al sueño; que impregnan de lánguidos rayos de luna, de acres fragancias de siega y del aroma balsámico de la blonda flor de tilo. Ya llegan las dulces noches, las tentadoras, las divinas, en las que se quisiera tener todavía veinte años, cuando las separaciones, los días que siguen a las rupturas, el recuerdo de las mentiras y de las traiciones, parecen más amargo a los que bebieron el olvido de todo en los labios de las Adoradas; las noches en que las parejas caminan, mano sobre mano, murmurando palabras de una ternura loca, sin querer separarse nunca más.

Y estos cielos aterciopelados que doran las estrellas con una iluminación de fiesta, estos ruiseñores que se responden en todos los bosquecillos, estos racimos embalsamados que se estremecen entre el follaje, que rozan las falenas con sus pesadas alas, me hacen retroceder hacia lejanas horas de calma, en las que no hubiese cedido a nadie mi puesto, por nada del mundo.

A algunas leguas de Lausanne, en medio de bosques de pinos, que, en el crepúsculo, semejaban fabulosas catedrales góticas, irradiando girones de púrpura, reflejos de pedrería, llenándose como del lento y monótono quejido de gigantescos órganos, se alzaba un viejo pabellón de caza, llamado La Gantenaz. Sobre su techo puntiagudo, se posaban a cada instante aves vagabundas que cantaban, alisándose las alas con el pico, y emprendían en seguida su vuelo, quién sabe hacia qué invisible objeto. Desde la terraza, sembrada de hermosos rosales, se descubría, allá, como en el fondo de un lejano y profundo barranco, el lago Leman, con sus múltiples matices pizarrosos; de jade, de jacinto, de perla, de seda bordada de orfebrería, de bruma salpicada de polen de cálices y hojas pálidas; el agua, como adormecida en una copa de esmeralda y amatista, y las montañas de Saboya estriadas de amplias humaredas azules y misteriosas.

Un parque abandonado y sin muros, cuyas avenidas no existían ya, se perdía en la loca oleada de avenas, de mentas, de verónicas, cuyas ramas crecían libremente, con el aspecto de un retiro ignorado, rodeaba a este plácido asilo.

Y en él buscaba yo cierto sitio, para soñar, para leer las cartas llenas de promesas, de nostálgico anhelo, de esperanzas, que me escribía mi amiga, y que cubría, llorando, de largos besos: un promontorio de verdura que se adelantaba por encima de bosques de cerezos, que envolvía con su sombra un tilo secular y enorme y en donde había un banco y una mesa de piedra manchados de musgo, señalados de enigmáticas fechas, daba la idea, en este mes, de encontrarse en medio de un ramillete de flores; más lejos, el recodo de un camino hondo, tapizado de helechos, donde se oían correr las fuentes, gota a gota, con un ruido sordo de besos furtivos e inquietos, en donde, en un surtidor casi oculto por los encajes de los capilares, un amante férvido, imbuido en las ideas de Juan Jacobo, había hecho grabar esta frase deliciosa: «Aquí se miraba mi amada y el agua se hacía más tranquila; en donde al apartar las ramas, se distinguían inmensos campos de amapolas blancas.

Y no pude encontrar, en toda la casa, sino un solo cuadro, un retrato de mujer, pintado por un buen alumno de Gainsborough o de Reynolds, flamante, como dispuesta a las aventuras, con su sombrero de cazadora, arrogantemente puesto sobre ondulosos bucles, empolvados de blanco, su boca carnosa, que mordía una flor y sonreía a un sueño, sus ojos con puntitos de oro, entrecerrados bajo largas pestañas, como las pupilas de un felino que acecha.

El criado que me servía entonces, era un robusto muchacho del Oberland, con macizas espaldas que no se inclinaban ni bajo los más pesados fardos, de movimientos torpes, y cara como tallada en algún trozo de encino.

Ingenuo, iniciado en extraños ritos, semejante a un silvano que se escapa de la floresta natal, conocía las virtudes de todas las plantas, las diversas maneras de encantar a los pájaros, el arte de descubrir y envenenar a las colmenas de abejas, se hallaba sin cesar rodeado de estremecimientos de alas, de bandadas de pinzones, mirlos, degollados, paros, y despertaba en las hojas súbitos gorjeos.

Y terminada su labor, al caer la noche, siempre a la misma hora, Gottlieb —así se llamaba— iba a sentarse en la margen de las cisternas, sacaba de su bolsillo una flauta de cristal y se ponía a tocar lentos, melancólicos ritornelos, aires que evocaban el campanilleo de los ganados en la montaña, la tristeza de las soledades, las voces de los pastores, animando con sus agudas modulaciones el majestuoso silencio, rasgado de innúmeros e indecisos rumores que flotaban pesadamente en el sueño de la naturaleza.

Observé que aunque el músico no sabía leer ni escribir, tomaba continuamente de la biblioteca gruesos volúmenes y se los llevaba a su cuarto.

Y como un día, le preguntase la razón, me enseñó, entre las páginas de las biblias y de los diccionarios, corolas que disecaba, diciéndome en su dialecto alemán:

—Antes de ponerme a servir, me entendí con una muchacha de mi aldea, que me ama y a la que amo. Y para que la ausencia no dure demasiado, para que no me olvide por otro, hemos convenido, ya que somos unos ignorantes, sostener una correspondencia de flores. Así, estas ramitas de tilo, significan que no pienso sino en ella; estas amapolas, que le envío un beso; estas campánulas, que cuento los días que nos quedan de vernos lejos el uno de la otra. Si caigo enfermo, se lo digo con florecillas de gensiana, si me toca la lotería, se lo hago saber con botones de oro.

Y añadió:

—¡Ah, señor! No seremos felices sino cuando el pastor nos haya unido. Y en tanto que en la noche toco en mi flauta canciones del país, Frida las canta también, allá abajo, en medio de los pastos, y en estos momentos nos oimos y damos al olvido nuestra pena.

Revista azul. México 14 de junio de 1896. Num. 6

 

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