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"La pradera verde" |
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Biografía de H.P. Lovecraft en Wikipedia | |
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Música: Dvorak - Piano Trio No. 2 in G minor, Op. 26 (B.56) - 1: Allegro moderato |
La pradera verde |
Nota Introductoria: La siguiente narración particular, o registro o impresión, fue descubierta bajo circunstancias tan extraordinarias que merecen una descripción cuidadosa. En la noche del miércoles 27 de Agosto de 1913, cerca de las ocho y media, el pueblo de la pequeña población de Potowonket, Maine, EE.UU., fue despertado por unos terribles truenos, acompañados por enceguecedores relámpagos; las personas que vivían cerca de la costa pudieron ver una gigantesca bola de fuego cayendo en el mar, provocando una prodigiosa columna de agua. Al siguiente domingo, una partida de pescadores compuesta por John Richmond, Peter B. Carr y Simon Canfield, atraparon en su red barredera un objeto metálico masivo, que pesaba 360 libras y parecía (según el Sr. Canfield) como una pieza de chatarra. La mayoría de los habitantes concordaron que este pesado cuerpo no era otro que la bola de fuego que había caído del cielo cuatro días antes; y el Dr. Richard M. Jones, la autoridad científica local, declaró que debía ser un aerolito o una piedra meteórica. Luego de descascar algunos trozos, para enviarlos a un experto en Boston para su posterior análisis, el Dr. Jones descubrió incrustado en el interior del objeto semimetálico, el extraño libro que contenía el acontecimiento que se procede a narrar, el cual aún está en su posesión. En forma, el descubrimiento se asemeja a libro de apuntes, de unas 5 x 3 pulgadas, con treinta hojas. El material, sin embargo, presenta marcadas peculiaridades. Las tapas eran aparentemente de algún oscura y fría sustancia desconocida para los geólogos, e irrompible por cualquier medio mecánico. Ningún agente químico parecía actuar sobre ella. Las hojas eran del mismo material, salvo que de un color más claro y más finas como para ser flexibles. El cuaderno estaba amarrado a través de algún proceso que no quedó muy claro a aquellos que lo observaron; un proceso que componía la adhesión de la sustancia de las hojas a la de las tapas. Estas sustancias no podían ser separadas, ni tampoco las hojas podían ser dobladas, por más fuerza que se utilizaba. Estaban escritas en un griego de la más pura calidad clásica, y varios estudiantes de paleografía declararon que los caracteres estaban en una cursiva utilizada aproximadamente en el siglo II A.C. Había muy pocos datos en el texto para determinar la fecha. El modo mecánico de escritura tampoco podía ser deducido. Durante el curso de las investigaciones, realizadas por el profesor Chambers de Harvard, varias páginas, mayormente las de la conclusión de la narración, se borraron completamente antes de poder ser leídas; una circunstancia cercana al daño irreparable. Lo que quedó del contenido fue transcripto al griego moderno por el paleógrafo Rutherford, y en esta forma enviado a los traductores. El profesor Mayfield, del Instituto de Tecnología de Massachusetts, quien examinó fragmentos de la extraña roca, declaró que era un verdadero meteorito; una opinión en la que el Dr. Von Winterfeldt de Heidelberg (apresado en 1918, acusado de enemigo extranjero peligroso) no concordó. El profesor Bradley del Colegio Columbia adoptó una menos dogmática postura; señalando que prácticamente todos los componentes eran desconocidos, advirtió que no podía efectuársele una clasificación. La presencia, naturaleza y mensaje del extraño libro representan un problema, ya que no se le puede aplicar explicación alguna. El texto, tan lejos como pudo ser preservado, es reproducido aquí, tanto como nuestro lenguaje lo permite, en la esperanza que algún eventual lector pueda hallar alguna interpretación y resolver uno de los más grandes enigmas científicos de los últimos años.) Era un lugar estrecho y estaba solo. A un lado, más allá de un margen de un vívido y tremulante verde, estaba el mar; azul, brillante, y ondulante, y emanando exhalaciones de vapor que me intoxicaban. Estas exhalaciones eran tan densas, que me daban la impresión de lo más extraña; el cielo estaba también azul y brillante. Al otro lado estaba el bosque, casi tan antiguo como el mar, e infinitamente extendido tierra adentro. Era muy oscuro, ya que los árboles eran enormes y muy frondosos, e increíblemente numerosos. Sus troncos gigantescos eran de un horrible color verde que se mezclaba con la estrecha parcela en donde yo estaba. A alguna distancia, a ambos lados, el extraño bosque se extendía hacia la orilla, haciendo desaparecer por completo la línea de la costa, encerrando la franja estrecha. Algunos de los árboles, según pude ver, salían del agua misma; como si estuvieran impacientes por doblegar cualquier barrera para su progreso. No vi seres vivientes, ni signos de que cualquier cosa viviente, salvo yo mismo, hubiera existido jamás. El mar y el cielo y el bosque me rodearon, y llevaron a regiones más allá de mi imaginación. No había ahí más sonidos que el del viento azotando el bosque y el mar. Mientras estaba en este silencioso lugar, súbitamente comencé a temblar; no sabía cómo estaba ahí, y apenas podía recordar cuál era mi nombre y mi rango; sentí como si me volviera loco, como si me estuvieran acechando. Recordé cosas que había aprendido, cosas que había soñado, cosas que había imaginado o anhelado en alguna otra vida. Pensé en esas largas noches contemplando las estrellas del cielo y maldiciendo a los dioses porque mi alma libre no podía atravesar los vastos abismos que eran inaccesibles a mi cuerpo. Conjuré arcaicas blasfemias, y terribles invocaciones de Demócrito; cuando mis recuerdos vieron la luz, me estremecí por un profundo temor, ya que sabía que estaba solo, horriblemente solo. Solo, aunque con impulsos de vastedad de una ambigua clase; lo que recé jamás lo comprendí ni conseguí. En la voz de las cimbreantes ramificaciones verdosas creí ver un toque de abominación maligna y demoníaca victoria. Algunas veces esto me hería como estando en un horrible coloquio con cosas fantasmales e inimaginables que los cuerpos verdes de los árboles ocultaban a medias; ocultaban de la vista pero no de la conciencia. La más opresiva de mis sensaciones fue un siniestro sentimiento de alienación. A pesar de que veía alrededor mío objetos que podía denominar como: árboles, hierba, mar y cielo; sentía que sus relaciones conmigo no eran las mismas que las de los árboles, hierba, mar y cielo que conocía en la otra y débilmente recordada vida. La naturaleza de la diferencia no podía revelar, aunque me estremecía con un lúgubre pavor. Y entonces, en un punto donde no podía distinguir nada más que el místico mar, me vi enfrentado a la Pradera Verde; separada por una vasta extensión de azulada agua sacudida por olas pequeñas e intensas, y también raramente cercana. En un momento que podía ver furtivamente a través de mi hombro derecho hacia los árboles, preferí mirar hacia el Prado Verde, que me afectó de manera particular. Fue mientras mis ojos estaban clavados sobre esta singular superficie, que sentí por vez primera que la tierra se movía debajo de mí. Comenzó con una especie de palpitante agitación y siguió con una diabólica sugestión de actos conscientes, una sección de la orilla en la que estaba parado comenzó a elevarse; sostenida extrañamente por alguna fuerza irresistible. No me moví, sorprendido y asustado como estaba por el fenómeno sin precedentes; y permanecí rígido parado hasta que una ancha columna de agua rompió entre donde yo estaba y los árboles. Entonces, me senté, con una especie de estupor, y nuevamente miré el agua brillante y la Pradera Verde. Detrás de mí, los árboles y las cosas que podían estar escondiéndose, parecían emitir una constante amenaza. Lo supe sin siquiera volverme a mirar, ya que, a medida que pasaba más y más tiempo en este ambiente, me convertía en menos dependiente de los cinco sentidos que alguna vez habían constituido mi única seguridad. Supe que el bosque verde me odiaba, aunque por ahora estaba a salvo de él, ya que el trozo de terreno en el que estaba se había alejado bastante de la orilla. Pero, habiendo dejado atrás un peligro, otro se asomaba amenazadoramente. Algunas pedazos de tierra constantemente se estaban desmenuzando de la isla flotante en la que me mantenía, de manera que la muerte no podía estar muy distante si continuaba así. En ese entonces fue como si sintiera que la muerte no sería mi final, y me volví a mirar hacia la Pradera Verde, imbuido por una curiosidad de seguridad en extraño contraste con el horror que experimentaba. Entonces fue que escuché, a una distancia inconmensurable, el sonido de una caída de agua. No era una cascada trivial como las conocía, ya que lo que podía escucharse en las lejanas tierras de los Escitas era como si todo el Mediterráneo estuviera siendo vertido hacia un abismo insondable. Era hacia este sonido que mi isla menguante se estaba dirigiendo, y yo me sentía contento. Muy lejos estaban sucediendo cosas extrañas y terribles; cosas que me volví a mirar, temblando de pavor. A través de las oscuras columnas de vapor que sobrevolaba fantásticamente, cavilaba sobre los árboles y parecía responder al desafío de las insinuantes arboledas verdes. Luego, una niebla muy espesa surgió del mar para unirse al vapor del cielo, y perdí de vista la costa. Todavía veía el sol –qué sol era este– brillaba sobre el agua frente a mí, la tierra que había dejado parecía haberse convertido en una demoníaca tempestad donde se debatían con violencia la voluntad de los árboles infernales y lo que se ocultaba detrás de ellos, contra el cielo y el mar. Y cuando la niebla se desvaneció, solo pude contemplar el cielo y el mar azules, y no se veía ni la tierra ni el bosque. Fue en este punto que mi atención fue acaparada por el canto de la Pradera Verde. Hasta ahora, como había dicho, no había encontrado signo de vida humana; pero ahora podía percibir un aliviante canto cuyo origen y naturaleza eran aparentemente inconfundibles. Mientras las palabras no me eran distinguibles, el canto despertaba en mí un particular tren de asociaciones; y recordé algunas intranquilizantes líneas que una vez había traducido de un libro egipcio, que habían sido tomadas de un papiro del antiguo Meroe. A través de mi mente corrían líneas que temía repetir; palabras que hablaban de cosas muy antiguas y formas de vida en los días en los que nuestra tierra era sumamente joven. De cosas que piensan, se mueven y están vivas, aunque dioses y hombres no puedan considerarlas como seres vivientes. Era un libro muy extraño. Según escuchaba, me iba gradualmente despertando a una circunstancia que antes me había desconcertado en forma subconsciente. Anteriormente no había podido afilar mi vista para distinguir ningún objeto en la Pradera Verde, lo que me daba una impresión de vívido y homogéneo verdor, lo que consistía la totalidad de mi percepción. Ahora, sin embargo, veía que la corriente causaría que mi isla quedara a corta distancia de la costa; así que podía ver más y más sobre la tierra y el canto. Mi curiosidad por ver a los cantantes era enorme, aunque también se mezclaba con algo de aprensión. Trozos de tierra y pasto se continuaban cayendo de la pequeña parcela de terreno que me transportaba, pero yo no prestaba atención a su pérdida ya que tampoco sentía que iba a morir con el cuerpo o lo que aparentaba serlo. Todo a mi alrededor, tanto la vida como la muerte, era una ilusión; ya había pasado por encima del límite de la mortalidad y la entidad corporal, habiéndome convertido en una sustancia desconectada, libre. Del lugar en donde estaba nada sabía, salvo el hecho que sentía que no podía ser en el planeta Tierra que una vez me fue familiar. Mis sensaciones, aparte de una especie de obsesivo terror, eran las de un viajero que acaba de embarcarse rumbo a un lugar desconocido en un interminable viaje de descubrimiento. Por un momento pensé sobre las tierras y las personas que había dejado atrás; y del extraño camino por el cuál yo podría algún día contarles de mis aventuras, siempre y cuando pudiera retornar, cosa que no creía. Ahora estaba flotando muy cerca de la Pradera Verde, tanto que las voces me resultaban más claras; pero a pesar de que conocía varios lenguajes, no podía interpretar las palabras del cántico. Me eran familiares, pero no tenía más que una vaga sensación de pavorosa remembranza. La extraordinaria calidad de las voces –una calidad que no puedo describir– me fascinaba y aterrorizaba a la vez. Mis ojos podían percibir ahora varias cosas entre las omnipresentes rocas verdosas, cubiertas con un brillante musgo del mismo color, árboles de considerable altura, y unas indefinidas formas de gran magnitud que parecían moverse o vibrar entre los matorrales en una peculiar manera. El canto, cuyos autores estaba tan ansioso por vislumbrar, pareció subir de volumen, a un punto donde estas formas se hicieron más numerosas y adquirieron más vigor en su movimiento. Y entonces, al tiempo en que mi isla se acercaba y el sonido del distante salto de agua crecía en fuerza, vi claramente la fuente del cántico, y en un horrible instante lo recordé todo. De tales cosas no puedo osar decir nada, ya que en esto fue revelada la abominable solución de todo lo que me había confundido; y esta solución podría conduciros a la locura, tal y como casi me había sucedido a mí… sabía ahora el cambio que había experimentado al igual que otros que una vez fueron hombres, y sabía sobre el interminable ciclo del futuro al que nadie podía escapar… viviré por siempre, siendo eternamente consciente, a pesar del lamento de mi alma y mi súplica a los dioses en pos de la muerte y el olvido… todo es antes mío: más allá del ensordecedor torrente está la tierra de Stethelos, donde los jóvenes son infinitamente viejos… la Pradera Verde… enviaré un mensaje a través del horrible e inconmensurable abismo… (A partir de este punto el texto se hace ilegible.) |
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