Todas las noches, apenas terminábamos de cenar, nos agrupábamos en derredor de la lumbre para escuchar los interesantes relatos de nuestro veterano abuelo. La guerra del Norte era generalmente su fuente de inspiración: conocíamos de ella multitud de hechos gloriosos, de episodios ignorados.
Uno de los que más nos interesó, es el siguiente:
"En julio de 1835 -decía- formaba yo parte de la guarnición de un pueblecillo situado en las cercanías de Bilbao. Esta ciudad se hallaba entonces sitiada por Zumalacárregui. Lo mismo nos sucedía a nosotros: estábamos también sitiados por una columna enemiga, mandada por el famoso cabecilla Simón la Torre.
Llevábamos en esta situación bastante tiempo imposibilitados por nuestras escasas fuerzas para dar un golpe decisivo que atemorizase al enemigo y le obligase a abandonar sus posiciones. Los víveres empezaban a escasear, la situación no podía prolongarse ni un solo día, y sacando fuerzas de flaqueza, empeñamos un combate que nos dio felices resultados.
Nuestros soldados se batieron como leones: el encuentro había sido reñidísimo. Simón la Torre con su gente había huido dejando multitud de muertos en el campo de batalla: un incidente desgraciado empañó para nosotros toda la gloria de este combate.
El abanderado había muerto, y la bandera de nuestro regimiento había quedado en poder del enemigo.
Imposible describir el efecto tristísimo que nos causó a todos este suceso: decidimos no movernos de allí hasta recuperarla, y pasamos infinidad de tiempo discutiendo las mil estratagemas que se nos ocurrían sin decidirnos a tomar ninguna resolución, vista la imposibilidad de llevar a cabo el rescate de la perdida insignia.
Al fin sostuvimos sin resultado otro reñidísimo combate; y además de no haber conseguido nuestro propósito, otro hecho tristísimo y chocante vino a abatir más nuestros ánimos.
Un teniente, excesivamente joven, casi niño, se había incorporado a nuestro regimiento apenas salió de la Academia: era el encanto de todos. En multitud de ocasiones había demostrado su valor y su arrojo, que rayaban en temeridad; siempre había combatido en primera línea animando con su ejemplo y sus valientes palabras a todos sus soldados, que no dudaban nunca, exaltados y decididos, en seguirle donde quisiera llevarlos.
Pues bien; en lo más reñido del combate le vimos abandonar las filas leales, pasarse al enemigo y desaparecer después. Lo habíamos visto y nos costaba trabajo creerlo; pero era cierto, su desaparición lo probaba.
No se comprendía; momentos antes estuvo rodeado de la plana mayor del regimiento, que le quería entrañablemente, discutiendo las operaciones del día anterior y el curso de la guerra, proponiendo infinidad de planes de ataque, animando con sus infantiles pero valientes palabras a los jefes agobiados bajo el peso de la triste situación por que atravesábamos.
Dióse cuenta a la familia del teniente de su incalificable traición: el golpe fue terrible. Los ancianos padres no tuvieron fuerzas para resistirle, y murieron cruelmente atormentados por la pérdida del hijo deshonrado y maldecido por su patria.
Pasó bastante tiempo, y al fin perdimos la esperanza de volver a ver al infame oficial, cuya memoria ya no nos causaba pena, sino indignación...
Un día, el regimiento descansaba de las fatigas del combate, todo estaba en silencio. Sólo los alegres cánticos de los pajarillos y el lento murmullo de los cercanos arroyuelos turbaban aquella paz que contrastaba con el bullicio de la batalla que había de sostenerse después. Amanecía: el crepúsculo de la mañana esparcía su luz tenue y difusa; poco después el sol surgió del suelo como un globo incandescente inundando a la tierra en oleadas de luz.
Las armoniosas notas de la diana hirieron los oídos de los soldados, que apenas se habían incorporado, divisaron con extrañeza un bulto que se encaminaba hacia ellos: transcurrieron breves momentos de espera, durante los cuales se miraron unos a otros sin pronunciar una palabra... Al fin se distinguió claramente la figura del que venía: era el calumniado teniente que llegaba hasta nosotros pálido, demacrado, sin alientos, pero envuelto en la gloriosa bandera de nuestro regimiento.
¡Se había pasado al enemigo para recobrarla, y a costa de inauditos trabajos y de crueles sufrimientos, lo había conseguido!...
Llegó hasta nosotros jadeante, medio muerto, y nos saludó con un enérgico y entusiasta iViva España! que hizo asomar las lágrimas a nuestros ojos".
Terminado el relato, solamente nos dijo emocionado y orgulloso nuestro abuelo: -Imitad al héroe niño... ¡Era un valiente! |