Con los ojos clavados en el suelo, con el corazón triste y angustiado, y corriendo por sus rosadas mejillas lágrimas de dolor, caminaban silenciosos los dos niños por aquel camino estrecho y tortuoso, cuya dirección desconocían.
¡Qué terribles momentos! Huían al fin por verse libres del terrible yugo de aquella mujer sin conciencia, que durante dos años les había martirizado con incalificable crueldad.
Quedaron huérfanos, él de diez años, y la niña de ocho; al morir, el padre encargó a una hermana de la madre, muerta también poco tiempo antes, la tutela de los pedazos de su alma, otorgándole al mismo tiempo el poco dinero ahorrado, la casita pequeña y rústica, y el pedazo de tierra regado con el sudor de su frente.
¡Qué horrible lucha habían sostenido durante el tiempo que estuvieron bajo su cuidado!
Hartos de malos tratos, habían decidido abandonar el pueblo. Caminaban sin rumbo, donde la casualidad les llevara, dispuestos a pedir protección a la primera alma generosa que encontrasen en su camino.
Apenas andaban cuatro pasos, volvían la vista hacia el pueblecito que les había visto nacer... Infinidad de recuerdos, ya amargos, ya alegres, acudían a su imaginación...
La madre bondadosa y amante que tantas veces había cubierto de besos aquellos rostros rosados y sonrientes antes, pálidos y tristes ahora, pero siempre bellos y angelicales; que había padecido horriblemente cuando una lágrima cruel había bañado sus ojos; que ya no sabían más que llorar; que había arrullado sus inocentes y plácidos sueños con esos cánticos alegres que para la infancia tiene la vejez bondadosa y que, henchida de cariño, les acompañó en sus juegos, ahogó sus suspiros de pena, enjugó su llanto, fue partícipe de sus alegrías, vivió para ellos gozando sólo con sus dichas y sufriendo con sus dolores, siempre insignificantes y pequeños en realidad, pero grandes y amarguísimos para ellos, ángeles de candor, que ocultos en el amoroso regazo maternal, no habían podido ver aún el triste mundo con sus duelos y sus contrariedades, con sus crueldades y sus humillaciones...
El campo; los pájaros de picos de oro y vistoso plumaje que alegraban el alma con sus armoniosos cánticos; las vistosas flores que embriagaban los sentidos con sus suaves perfumes; el cielo azul; la tierra fértil; la Naturaleza rica en esplendores... todo, todo lo que fue alegre para ellos.
Como en un cinematógrafo, veían desfilar ante su vista las gratas escenas de sus primeros años felices y tranquilos, y caminaban, caminaban...
Después de algunas horas de marcha, les sorprendió la noche cuando ya las piernas luchaban por no doblarse, y los desnudos pies casi vertían sangre y el corazón latía con alarmante violencia...
Se sentaron en medio del campo. ¡Qué angustia! Ya no podían pasar de allí, estaban rendidos, tendrían que pasar la noche al descubierto.
La niña apoyó la cabeza sobre el pecho de su hermanito, que estrechaba fuertemente su cuerpo frío; no podían pronunciar una palabra; sólo sabían llorar...
Un negro manto cubrió el antes azul y sereno cielo; el brillo de las estrellas desapareció; reinaban las tinieblas...
Una furiosa tempestad se desencadenó de repente. Lluvia torrencial, relámpagos que cegaban, truenos que ensordecían... La Naturaleza quería poner de relieve su furor y su poder aquella lúgubre noche.
A la mañana siguiente hallaron unos campesinos, con las caritas juntas y los brazos enlazados, los yacentes cuerpos de los dos niños, muertos de terror, de frío, de hambre, de pena...
El Dios de los buenos, en su infinita misericordia, quiso sin duda llevar a su lado a aquellos dos ángeles para resarcirles crecidamente con las inmensas delicias de la mansión celestial, de la felicidad que el triste mundo les había negado. |