Reinaba la primavera: las campiñas, los montes, el mar, la creación toda, se estremeció de gozo; descorrió el sol el velo que cerraba el paso a su luz, y la espléndida Naturaleza vistió sus más ricas galas. Cantaban los pajarillos sobre las floridas ramas de los corpulentos árboles; las golondrinas regresaban contentas de su emigración; las cigüeñas construían sus nidos en los altos y derruidos campanarios; las mariposas revoloteaban alegremente; las abejas llevaban a sus colmenas el néctar de las flores que embriagan el ambiente con sus delicados aromas, y toda aquella sublime mezcla de suspiros, caricias, perfumes y colores, entonaba un himno alegre y melodioso al Criador... Arroyos que encauzaban las aguas cristalinas; fuentes que vertían hilos de plata, árboles que balanceaban pausadamente sus ramas... todo prestaba armonía al concierto inmenso; hablaba el ave a la flor y la flor al ave... y mientras tanto, ascendía sin cesar la savia por el vegetal, como río de fuego...
Teniendo ante su vista un cuadro tan hermoso, y gozando de las excelencias de tan deliciosa estación, se conocieron los palomos: eran los dos de color de nieve, más blanca ella, a ser posible, y él más arrogante, luciendo en la pechuga una manchita gris, distintivo de toda su familia, que le hacía mucha gracia.
Decidieron compartir juntos penas y alegrías, y formaron su nido en el tejado de una casa grande y destruida por el tiempo.
Tuvieron muchos hijos: unos murieron apenas nacidos, otros llegaron a crecer, y huyeron o perecieron también, víctimas de la habilidad de un cazador. La pérdida de cada uno de ellos les causó pena, les atormentó durante algún tiempo, pero les olvidaron al fin.
¡Cuánto querían al nuevo descendiente!... Era una alhaja, un encanto, una preciosidad... Blanco como ellos, con su mancha gris en la pechuga, y con un moñito en la cabeza, que daba gloria verle. Travieso, juguetón y zalamero a más no poder, se pasaba el día haciéndoles mimos y carantoñas. Se paseaba a menudo por el alero del tejado ahuecándose graciosamente, echándose hacia atrás, rozando la cola con el suelo, metiendo la cabecita entre las alas, y tomando un aire majestuoso, que contrastaba con su pequeñez; un pichoncito, en fin, que valía cualquier cosa. Los palomos se volvían locos con él, les admiraba cualquiera de sus infinitas monerías, de sus graciosísimos movimientos. Habían pensado mil veces que sólo a su lado podrían pasar alegremente su vejez, y que si les faltaba algún día, se morirían de pena.
Una mañana se sintió algo enferma la paloma, y en tan desagradable situación, vióse obligado el padre a abandonar el nido en busca de alimento, no sin antes recomendar mucho al pichoncito que cuidase con gran esmero a su madre.
Llegó la tarde, y regresó el viajero muy apurado por no haber hallado lo que buscaba. Penetró en su rústica vivienda, y la más horrible angustia se apoderó de él... iHabía huido el pichoncito! iQué triste desencanto! Acercóse a la paloma, que gemía en un rincón, y no se atrevió a preguntar lo que había ocurrido. Aquella noche no pudieron dormir, se la pasaron llorando, acurrucados junto a la pared, buscando ella calor bajo las alas del palomo, e interrumpiendo los dos el imponente silencio de la naturaleza toda, con sus arrullos lastimeros...
Llegó el siguiente día, pasaron muchos más, y nada bastaba para consolarles de la pérdida del hijo amado. Cuando en un momento de relativa calma pudo el padre darse cuenta de lo ocurrido, hirió su pecho un sentimiento completamente distinto al que hasta entonces le había atormentado; ya no sentía pena, sino enojo, rabia hacia el hijo ingrato y desagradecido que abandonó a su madre enferma y sola.
Pasó bastante tiempo y el fugitivo decidió regresar a la casa paterna: púsose un día en marcha arrepentido por completo y con la seguridad de un cordial y entusiasta recibimiento; pero no fue así. Cuando iba a llegar a su antiguo nido, distinguió la figura de su enojado padre que le miraba con aire de soberano desdén indicándole por señas que no se aproximase. Volvióse triste y cabizbajo el pichoncito; intentó un día y otro día y, cien más la misma cosa, pero no pudo conseguir nada; siempre veía a su severo padre que permanecía inmóvil a la puerta, negándole la entrada.
Deshizo su cabecita de pájaro en combinaciones y proyectos que resultaban ineficaces, y vista la imposibilidad de cumplir sus deseos, desistió de ellos en absoluto, y se dedicó a formar su nido.
Pero embelesado cierto día en la contemplación de uno de sus hijos, de otro pichoncito tan mono, tan arrogante, tan zalamero como él, concibió un proyecto, que puso inmediatamente en práctica con felices resultados.
Una tarde salieron los dos en dirección al ya helado nido de nuestros dos palomos; llegaron allí, y el nuevo pichoncito, amaestrado perfectamente de antemano, penetró sigilosa pero rápidamente en él; abrió todo lo que pudo las alitas y estrechó en fuerte abrazo a los dos viejos, que a poco se mueren de alegría al volver la cabeza y reconocer por la clásica manchita gris al nietecito chiquitín y bello, tan bello como el hijo que les abandonó y que, aprovechando su aturdimiento, había conseguido colocarse a su lado.
La reconciliación fue instantánea: en un momento se olvidó todo lo pasado...
...Y al calor de las caricias del hijo y el nieto, pasaron felizmente la vejez los dos abuelos. |