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María Lejárraga en La inundaciónLearning

María Lejárraga

"La inundación"

Cuentos breves

Biografía de María Lejárraga en Wikipedia

 
 
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Música: Rodrigo - A la sombra de Torre Bermeja
 
La inundación
OBRAS DEL AUTOR
Cuentos breves:
La inundación
El gusanillo
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El geniecillo
La muerte de un niño
Un héroe
El suplicio de la muerte
Los desheredados
La batalla de Covadonga
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El riachuelo que descendía de la cima del monte por la vertiente áspera y desnuda había formado una cascada en mitad de su cambio. Allí, sus aguas, tan sosegadas y silenciosas, se agitaban formando grandes olas adornadas con movedizas coronas de espuma, y dejaban oír melodiosas canciones en un lenguaje desconocido para los hombres, pero que comprendían perfectamente los pájaros que venían a beber en su corriente cristalina, y las flores que esmaltaban sus orillas mirándose vanidosas en el inquieto espejo.

Aprovechando la fuerza del salto de agua, habíase construido allí un molino. Alzábase solitario, moviendo las aspas lentamente y acompañando con el chirrido monótono de sus ruedas, la canción de las aguas.

Un día, el molinero trabajaba; su mujer cosía sentada a la puerta; a su lado, en una cunita de madera dormía la niña, pequeñita, rubia, sonrosada, con los ojos azules como el cielo, que veía constantemente desde su cuna.

Por el camino que desde la aldea próxima conducía al molino, subía muy despacio un niño. Venía rendido, muerto de cansancio y de angustia: ocho días llevaba caminando al azar, sin saber dónde ir. Murió su padre, destrozado por una máquina en la fábrica donde trabajaba. Su madre, loca de pena, quiso hacer un esfuerzo, vivir aunque sin alma, para no dejar solo en el mundo al hijo de sus entrañas; pero no pudo. Sin fuerzas, sin recursos, buscó trabajo y no lo halló: salió de su país y se dirigió a otras tierras a buscar fortuna. Sólo encontró la muerte; y el niño, después de dejarla sola en el cementerio del pueblecillo aquél, cuyas blancas casitas sonreían en el fondo del valle, siguió su camino con el corazón hecho pedazos, sin saber dónde ir, sin atreverse a pedir auxilio a nadie, porque a nadie conocía, y su horrible desgracia le hacía desconfiar de todo y de todos.

Llegó al molino; desde que divisó las aspas a lo lejos, pensó en pedir limosna a sus moradores; pero sus labios, no acostumbrados a mendigar, no encontraron una sola frase para hacerlo, y permaneció silencioso, en pie, contemplando con desgarradora envidia a aquella niña dormida en la cuna, que tenía tan cerquita a su madre... ¡a su madre, que él no volvería a ver nunca!

La mujer, abstraída en el trabajo, no se apercibió de su presencia; pero el molinero, que le había visto subir el camino y que observó que permanecía inmóvil cerca de la puerta, pensó que tal vez sería un ladronzuelo que pretendía aprovechar la distracción de la mujer para entrar en la casa, y asomándose a la ventana del molino, le despidió con palabras duras y coléricas. El niño quiso hablar para justificarse, contar su desgracia, implorar la compasión de aquellas gentes, pero le fue imposible: las palabras se le atravesaron en la garganta, y siguió su camino, montaña arriba, llorando amargamente.

Llegó la noche. Muerto de hambre y de fatiga, se dejó caer en el suelo entre las espesas malezas, que le sirvieron de cama y abrigo. El cansancio pudo más que la pena, y a los pocos instantes dormía profundamente.

A media noche le despertó un ruido extraño, un rugido de olas, como si el mar hubiese llegado a la cumbre de la montaña y descendiese de ella para anegar el valle. Miró hacia arriba. Por la vertiente escarpada bajaba impetuosa y enfurecida una gran masa de agua que, uniéndose al riachuelo del molino, le hacía desbordarse y arrastrar con inaudita furia piedras, árboles, cuanto encontraba al paso. ¡Era la inundación!

¡La inundación! El niño la conocía muy bien; él también había vivido en la frondosa vega, al pie de la montaña. Había visto más de una vez al río enfurecido desbordarse, arrasar sin piedad las floridas huertas, arrancar de raíz los árboles, anegar las casas, llevar la miseria y la muerte allí donde poco antes reinaban la abundancia y la alegría. ¡Hoy le importaba poco! ¡No le quedaba nada que perder!...

De repente pensó en el molino... en el molino que allá abajo trabajaba lentamente cantando con el río. Dentro de poco tiempo, la avenida llegaría hasta él. Sus habitantes tal vez dormían y la muerte iba a sorprenderlos sin que la sintieran llegar... Recordó al molinero que tan cruelmente le había despedido, y por un instante un mal sentimiento anidó en su corazón. Pensó casi con alegría que el río se encargaba de vengar su ofensa; pero recordó también a la niña chiquitita y sonrosada que dormía tranquila al lado de su madre, y una angustia indecible se apoderó de él al pensar que podría perecer ella también envuelta en las traidoras aguas. ¡No, aquello no podía ser! ¡Él la salvaría! y venciendo su fatiga echó a correr, montaña abajo, jadeante, aguijoneado por el espantoso rugido de las aguas que corrían detrás de él.

¡No podía más!... Las piernas se negaban a sostenerle... apenas podía respirar; no llegaría... Caería antes y se moriría de angustia al ver a las aguas pasar por encima del molino y sepultar a sus dueños... Cayó... pero se levantó de nuevo, y volvió a correr. Por un esfuerzo sobrehumano, consiguió llegar a la puerta del molino. Todo estaba en silencio. Todos dormían. ¿Cómo hacerse oír?

Gritó, pero su voz débil se perdió entre el ruido monótono de las aguas del riachuelo y de las ruedas del molino; y la avenida avanzaba, avanzaba lentamente, pero sin detenerse un solo instante, y el peligro era cada vez más horrible. Desesperado, cogió una piedra y golpeó en la puerta con todas sus fuerzas: a los pocos momentos se abrió una ventana y apareció en ella el molinero.

El niño levantó la vista, y haciendo un último esfuerzo, gritó: "¡La inundación, la inundación! ¡Salgan ustedes!" Después, habiendo agotado todas sus energías, cayó desvanecido en el umbral.

Al volver en sí, se encontró echado en una cama; a su alrededor había varias personas que le contemplaban con admiración y cariño. El molinero, que estaba a la cabecera, se inclinó hacia él para abrazarle, y le dijo con profunda emoción: "iGracias, hijo mío!" Desde un extremo de la habitación la niña chiquitita y sonrosada le sonreía en los brazos de su madre...

Desde aquel día el pobre niño, desamparado y huérfano, volvió a tener padres y una hermanita.

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