Todos los inmortales habitantes del Olimpo estaban altamente preocupados.
Y no era el caso para menos: aquel geniecillo revoltoso y juguetón, que había hecho durante tanto tiempo las delicias de toda aquella inmensa y correctísima reunión de dioses y semidioses, que había logrado tantas veces con sus graciosísimas diabluras desarrugar el imponente ceño del mismísimo Júpiter, calmar las iras de la orgullosa Juno, hacer prorrumpir en franca y sonora carcajada a la impasible y sapientísima Minerva; aquel diablillo con alas, que todo lo animaba y lo revolvía todo, estaba triste. La más cruel melancolía se pintaba en su rostro, antes encarnado y redondo como una manzana, ahora pálido y macilento. ¿Qué hacer para disipar aquella inmensa tristeza? -se preguntaban los inmortales. ¿Cómo averiguar la causa que la motiva? Imposible atinar con la solución de ninguno de los dos problemas. Para distraerle, agotó su poder el padre de todos los dioses, su ciencia la diosa de la Sabiduría, sus encantos y halagos todas las benéficas hadas que le habían servido de madres y maestras: todo fue inútil. El geniecillo continuaba triste, muy triste, casi desesperado, y sólo respondía con melancólicas sonrisas, bañadas en silenciosas lágrimas, a las preguntas de sus ilustres parientes.
Tan extraordinaria situación de ánimo llegó a preocupar a Júpiter que, no comprendiendo pudiese anidar en sus dominios la tristeza, hizo comparecer ante él una mañanita al geniecillo melancólico, y le ordenó, amenazándole con las más severas penas, le diese a conocer la causa de su aflicción.
-¡Ah! señor --exclamó el infeliz- mi mal no tiene remedio, es incurable, horrible... ¡tengo envidia!
-¿Y de quién, desgraciado? -interrumpió colérico el irritable hijo de Saturno-. ¿A quién puedes envidiar tú, inmortal, dueño de tus acciones, poseedor del entrañable cariño de todos estos hijos míos, libre de volar a través del espacio, de visitar los planetas, de admirar las bellezas todas que mi mano liberal ha esparcido por el ancho mundo? ¿A quién envidias, infeliz? ¿Cuál de los dioses te mortifica con sus prerrogativas? ¿Qué deseas?
-No envidio a los dioses, ni quiero prerrogativa alguna; no anhelo nada que podáis darme, porque nada de lo que excita mis deseos se encuentra en el Olimpo...
-¿Dónde has hallado, pues, esa dicha cuyo recuerdo tanto te mortifica?
-En la Tierra, señor, en ese planeta tan chiquitito y tan oscuro, tan desdeñado por nosotros los que habitamos en la mansión de la serenidad perdurable... Vagaba yo una espléndida mañana de primavera por la atmósfera terrestre, encima de una hermosa población. Mil ruidos de alegría, de vida, de trabajo, se elevaban de la ciudad perdiéndose en el espacio, como diluyéndose en aquella atmósfera dorada por los rayos del sol. Entre todos llamó mi atención uno que salía por las ventanas de un grandioso templo. Penetré en él, y quedé sorprendido ante el cuadro que se ofreció a mi vista. Haciendo brillar los dorados de los magníficos altares que prestaban espléndido asilo a multitud de bellas y riquísimas imágenes, lucían infinidad de velas colocadas en valiosas y artísticas arañas que pendían del techo, inundando de luz la espaciosa nave; los arcos se hallaban adornados por severas colgaduras de terciopelo rojo limitadas por anchas cenefas de oro; a un lado y otro del templo, apiñada muchedumbre de fieles esperaba ansiosa el comienzo de la solemne ceremonia. En medio de todos se destacaba la figura de una linda niña completamente vestida de blanco, ciñendo su frente una artística corona de menudas flores, que sostenía a la vez un blanco y vaporoso velo que prestaba fantástica apariencia a la linda figurita; pendiente del cuello llevaba una medalla como perenne y gráfico recordatorio de tan memorable fecha; sus pequeñas manos, de afilados dedos, sostenían una rizada vela y un lindo devocionario por el que paseaba fervorosamente la vista.
Era el día de la primera comunión.
Llegó al fin el supremo momento: volvióse el sacerdote, y explicó con inspiradísimas frases la grandiosidad del acto. Un bello conjunto de vocecillas dulces e infantiles entonó un armonioso himno; adelantóse al altar la niña profundamente emocionada, y recibió de manos del ministro de Dios la Sagrada Forma, mientras escuchaba las tiernísimas voces de un coro de ángeles que bajaron del cielo para acompañarla en el primer momento memorable de su vida. Los rayos del sol, que se descomponían al pasar a través de los vidrios de colores, aumentaron el torrente de luz que inundaba el sagrado recinto. La ceremonia terminó, y la piadosa concurrencia comenzó a desfilar mientras el órgano lanzaba al aire sus últimas notas.
-Y ahora vais a conocer la causa de mi cruel tristeza -dijo el geniecillo con amargo acento, interrumpiendo el relato-. Luego prosiguió: -Entre aquel gentío salió corriendo, saltando, atropellando a todos, la heroína de la fiesta: impaciente, ansiosa la esperaba en el atrio de la iglesia su buena madre. Logró al fin colocarse delante de ella, abrió mucho los brazos, se colgó a su cuello, y depositó en su mejilla un beso purísimo, al mismo tiempo que de sus ojos brotaban dos cristalinas lágrimas. Pensé en un principio que sufría, pero pude al cabo descubrir en su rostro las señales de una sonrisa de felicidad inmensa. No pude remediarlo: tal impresión me causó descubrir tanta dicha en una niña de tan pocos años, que lloré amargamente de envidia y me alejé triste y suspirando. Desde entonces, la sociedad de los dioses me cansa, y la serenidad de la vida inmortal me desespera y busco la dicha, pero la busco en vano, porque en todo el Olimpo no encuentro una fiesta tan hermosa ni una felicidad tan grande como la de aquella niña que vi en una de mis excursiones por la atmósfera terrestre, a las puertas de un templo, una espléndida mañana de primavera... |