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Selma Lagerlöf en AlbaLearning

Selma Lagerlöf

"La llama sagrada"

Capítulo 4

Biografía de Selma Lagerlöf en Wikipedia

 
 
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La llama sagrada

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IV

Raniero partió de Jerusalén con la intención de embarcarse en Jaffa para Italia. Pero cambió de propósito cuando los bandidos le hubieron robado todo el dinero, y entonces dispuso su camino por tierra.

Era un largo viaje. Desde Jaffa hacia el norte recorrió todo lo largo de la costa siria. Después continuó el camino hacia el oeste, a lo largo de la península de Asia Menor. Y nuevamente volvió hacia el norte, hacia Constantinopla. Desde allí le quedaba todavía un buen trecho hasta Florencia. Durante todo este tiempo Raniero vivió de limosnas.

Casi siempre eran peregrinos que acudían en legiones hacia Jerusalén, los que repartían con él su escaso pan cotidiano. Aunque Raniero iba solo casi siempre, no se aburría. Bastante tenía con cuidar de su luz. Bastaba un golpe de viento o una gota de lluvia, para que todo terminase.

Mientras Raniero iba por los solitarios caminos procurando mantener la llama de su vela, acordose de que en cierta ocasión había visto a un hombre cuidando de algo tan delicado como una llama. Al principio, el recuerdo aparecía tan borroso que creyó haberlo soñado solamente. Pero a medida que fue avanzando por la vasta llanura, se le incrustó esta idea en la cabeza cada vez más, de modo que quedó completamente convencido de haber visto en su vida algo semejante.

-Tengo la impresión de haber oído hablar de ello -pensó.

Cierta tarde entró Raniero en una ciudad. Terminada la hora del trabajo, las mujeres estaban a las puertas de sus casas esperando la vuelta de sus maridos. Una de ellas era muy esbelta y tenía los ojos severos. Al verla pensó en Francesca degli Uberti.

Y de repente aclarósele lo que no lograba recordar.

Pensó que el amor de Francesca era semejante a una llama que ella hubiera deseado mantener siempre encendida, viviendo en continuo temor, miedosa de que Raniero pudiera apagarla en su corazón. Él mismo se asombró de este pensamiento, pero hubo de convencerse cada vez más de que tal era la verdad. Y comprendió por vez primera por qué le había abandonado Francesca, y que su fama guerrera no bastaría para volver a conquistarla.

El viaje de Raniero avanzaba muy lentamente, debido en gran parte a que tuvo que interrumpirlo varias veces a causa del mal tiempo. Se instalaba entonces en cualquier parador público y vigilaba la llama. Aquellos fueron días muy pesados.

Cabalgando Raniero un día a través del Líbano, se dio cuenta de que se aproximaba una tormenta. Hallábase a gran altura, entre horribles barrancos y abismos, muy alejado de toda morada humana. Por fin llegó a una roca aislada, una tumba sarracena. Era una pequeña edificación cuadrangular de piedra, con un techo abovedado. Raniero creyó que lo mejor era buscar refugio allí.

Acababa de entrar cuando se desencadenó una fuerte ventisca qué duró dos días enteros. Al mismo tiempo, el aire se tornó tan intensamente frío que Raniero estuvo a punto de quedar helado.

No ignoraba que en el monte había ramaje más que suficiente para encender una hoguera y calentarse; pero consideraba la llama de la vela tan sagrada que no quería encender con ella otra cosa que los cirios del altar de la Santísima Virgen.

Y la tempestad adquiría cada vez más violencia, y eran cada vez más espantosos los truenos y relámpagos.

Al caer un rayo en un árbol cerca de la tumba, lo encendió, con lo que Raniero tuvo fuego para calentarse, sin profanar la sagrada llama.

Cuando Raniero peregrinaba por un paraje desierto de Cilicia, sus velas estuvieron a punto de agotarse. Su provisión de Jerusalén hacía tiempo que se había consumido. Pero no se había apurado por ello, pues de vez en cuando pasaba por colonias cristianas, donde, mendigando, pudo adquirir nuevas velas.

Pero ahora se le habían terminado y temía que su peregrinación tuviera un fin harto prematuro.

Cuando la vela se hubo consumido tanto que la llama casi le quemaba la mano, saltó del caballo, reunió cuanta hierba seca pudo y la encendió con el cabito que le quedaba. Pero en la desierta montaña había poco combustible y el fuego iba a extinguirse.

Mientras Raniero se desesperaba viendo que la llama iba a apagarse forzosamente, oyó por el camino cantos piadosos y vio que una procesión de peregrinos subía por la montaña con velas encendidas. Iban hacia una caverna en la que habitaba un santo, y Raniero se unió a ellos, entre los que se hallaba una anciana que andaba penosamente, y a la que ayudó Raniero a subir la montaña.

La pobre anciana le dio las gracias, y Raniero le pidió por señas su vela; ella se la entregó inmediatamente, y los demás siguieron este ejemplo, regalándole las velas que llevaban.

A todo correr bajó por el sendero, y después de haber apagado todas las luces encendió una vela en el rescoldo del fuego que había encendido con la llama sagrada.

En una ocasión, hacia el mediodía, hacía tanto calor que Raniero se tumbó rendido sobre un espeso matorral. No tardó en dormirse profundamente; la vela se hallaba colocada junto a él, entre unas piedras. A poco de quedarse dormido empezó a llover y la lluvia siguió arreciando hasta que Raniero despertó. El suelo se hallaba mojado en torno suyo, y apenas osó mirar a la vela, temeroso de hallarla apagada.

Pero la llama brillaba silenciosa y tranquila en medio de la lluvia y Raniero se dio cuenta de la causa de aquel fenómeno: dos pajarillos revoloteaban por encima de la llama. Acariciándose mutuamente con los piquitos, protegían la sagrada luz con sus alas extendidas.

Raniero tomó en seguida su sombrero para defender la vela de la lluvia; después tendió la mano a los pajarillos deseoso de acariciarlos. Y los animalitos no volaron, sino que se dejaron coger por él. Raniero quedó asombrado de que aquellas aves no le tuvieran miedo alguno, y se dijo: “Piensan tal vez en que no tengo otro pensamiento que proteger la cosa más delicada, y por eso no me temen”.

Raniero llegó a las cercanías de Niquea. Allí encontró a algunos caballeros llegados de Occidente, que conducían un nuevo ejército de auxilio hacia Tierra Santa. Entre ellos se encontraba Roberto Taillefer, que era un trovador que recorría el mundo como caballero andante.

Cuando Raniero, con su deshilachada capa de peregrino, pasó junto a ellos con la vela encendida, los soldados, lo mismo que cuantos le habían visto a lo largo de los caminos, empezaron a gritar:

-¡Al loco, al loco!

Pero Roberto Taillefer les hizo callar, y preguntó al caballero:

-¿Vienes de muy lejos?

Y Raniero le contestó:

-Vengo de Jerusalén.

-¿Sin que se haya apagado tu vela?

-En mi vela arde todavía la llama que encendí en Jerusalén -contestó Raniero.

Entonces, Roberto Taillefer le dijo:

-También yo llevo una llama, y quisiera conservarla ardiendo eternamente. Tal vez tú, que desde Jerusalén has traído hasta aquí tu vela encendida, puedas indicarme qué debo hacer para que no se extinga.

-Problema harto difícil es, aunque parezca sencillo. No os aconsejaría que emprendiérais empresa semejante, pues esta pequeña llama exigiría que lo abandonarais todo, que pensarais solo en ella.

-Ninguna otra alegría, por noble que sea, debe llenar vuestro corazón -repuso el caballero.

-Si os aconsejo que desistáis de realizar esta peregrinación que yo hago, es, principalmente, por mi deseo de evitaros esta sensación de constante incertidumbre que me acompaña. Sean cuales fueren los peligros que lograreis sortear, no encontraríais jamás un momento de seguridad para vuestra llama; siempre habríais de vivir con la zozobra de que el instante próximo habría de robárosla.

Pero Roberto Taillefer levantó la cabeza y dijo con orgullo:

-Lo que tú has hecho por salvar tu llama, sabré hacerlo yo por la mía.

Raniero había llegado a Italia. Un día cabalgaba por un solitario sendero de la montaña. Una mujer se le acercó presurosa y le pidió fuego.

-Nuestro fuego se ha apagado y mis hijos tienen hambre. Préstame el fuego de tu vela para que yo pueda encender mi hogar y cocer pan para los míos.

Y extendió la mano hacia la vela; pero Raniero se la negó, porque quería que aquella llama no encendiera más que las velas del altar de la Virgen.

Mas la mujer le dijo:

-¡Dame fuego, peregrino, pues la vida de mis hijos es la llama que debo mantener encendida!

Y en virtud de aquellas palabras dejó Raniero que encendiera la torcida de su lámpara en la sagrada llama.

Unas horas más tarde iba Raniero por una aldea. Estaba situada en lo alto de la montaña, y hacía un frío intensísimo. Un joven labrador se le acercó y contempló al pobre caballero cubierto con sus harapos de peregrino. Rápidamente quitose la corta capa y se la arrojó. Pero la capa cayó precisamente sobre la luz y apagó la llama.

Entonces Raniero pensó en aquella mujer que le había pedido fuego. Rápidamente desanduvo un buen trecho, y volvió a encender la vela en el sagrado fuego.

Cuando se disponía a continuar el camino, le dijo:

-Tú decías que la llama que está bajo tu custodia es la vida de tus hijos. ¿Podrías decirme el nombre de la que yo llevaba?

-¿Dónde fue encendida? -preguntó la mujer.

-En la tumba de Cristo -contestó Raniero.

-Entonces su nombre solo puede ser clemencia y amor al prójimo.

Raniero sonrió al oír esta respuesta, porque no comprendía que precisamente él tuviera que representar tales virtudes y ser su peregrino.

Raniero cabalgaba por deliciosas cordilleras azuladas, cuando observó que se encontraba en las cercanías de Florencia. Pronto, pues, terminaría su misión, y ante esta idea recordó su tienda de Jerusalén, rebosante de botín de guerra, y a sus valientes compañeros de cruzada, que tanto se alegrarían al verle de nuevo entre ellos dispuesto a reanudar el oficio de las armas para conducirles a la victoria.

Raniero se dio cuenta de que este pensamiento no le causaba la menor satisfacción. Sus ideas iban tomando un rumbo muy distinto. Y por primera vez reconoció que ya no era el mismo que partió a la conquista de Jerusalén. Aquella peregrinación, con su vela encendida, habíale enseñado a amar todo cuanto era paz, compasión y cordura, y a aborrecer la violencia y el latrocinio.

Ya en su patria causábale gran placer encontrar gentes que trabajaban en la paz de su hogar, lo que le hizo sentir la necesidad de incorporarse a su viejo taller para producir bellas obras de arte.

-No cabe duda; esta llama me ha transformado por completo -se decía-, ha hecho de mí otro hombre.

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