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Selma Lagerlöf en AlbaLearning

Selma Lagerlöf

"La llama sagrada"

Capítulo 3

Biografía de Selma Lagerlöf en Wikipedia

 
 
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La llama sagrada

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III

Al amanecer del día siguiente montaba Raniero en su alazán. Iba armado de punta en blanco, pero cubierto con el tosco manto del peregrino para que la coraza no se calentara demasiado a los ardorosos rayos del sol. Iba armado de espada y maza y montaba un buen corcel. En la mano llevaba la vela encendida y en la silla guardaba un gran mazo de largas bujías de cera para que la llama no se consumiera por falta de combustible.

Raniero cabalgó lentamente y sin tropiezos a través de las tiendas del campamento, diseminadas por la explanada. Era tan temprano que la niebla que se desprendía de los valles en torno a Jerusalén no se había disipado todavía, y Raniero iba como envuelto en la noche. El campamento dormía aún y Raniero escapó fácilmente del alcance de los centinelas. Nadie le dio el alto; la densa niebla le hacía invisible y la espesa capa de polvo que cubría el suelo no dejaba percibir el ruido de las pisadas del caballo.

Raniero se vio pronto fuera de los límites del campamento y se encaminó hacia Jaffa. El camino era allí mejor; pero, en atención a la llama, caminaba más despacio. En la espesa niebla la llama tenía un resplandor rojizo y tembloroso. Continuamente revoloteaban grandes falenas en torno a ella, amenazando apagarla con sus convulsivos aletazos. Raniero tuvo que realizar grandes esfuerzos para protegerla; pero hallábase en la mejor disposición de ánimo y seguía figurándose que su empresa era puro juego de niños.

Entre tanto, el caballo, cansado de aquel lento caminar, se puso al trote. Inmediatamente la llama empezó a flamear a causa del viento. De nada servía que Raniero intentase protegerla con la mano y con la capa. Llegó a un punto en que notó que se hallaba próxima a extinguirse; pero como no pensaba darse por vencido, detuvo el caballo y meditó durante un buen rato una resolución. Finalmente, se decidió a cabalgar de espaldas, para proteger la llama con su cuerpo contra el viento. Así consiguió mantenerla encendida; pero pronto se convenció de que aquel viaje se hacía más penoso de lo que se había figurado al principio.

Apenas dejó tras de sí las colinas que rodean Jerusalén, la niebla desapareció. No había en aquella desolada soledad gentes ni caseríos, ni árboles ni plantas; solo se veía peladas montañas.

Por el interminable camino Raniero fue asaltado por los bandidos que formaban la chusma indisciplinada que seguía furtivamente al ejército y que vivía del robo y del pillaje. Se habían ocultado detrás de una colina, y Raniero, que cabalgaba de espaldas, solo les descubrió al verse rodeado por los facinerosos que agitaban sus espadas contra el peregrino.

Eran doce hombres de miserable aspecto y cabalgaban en caducas caballerías. Al punto, Raniero se dio cuenta de que no le sería difícil atravesar entre ellos y alejarse al galope de su corcel; pero aquello solo sería posible si arrojaba la vela. Mas, ¿cómo hacerlo así después de haber pronunciado la noche anterior tan orgullosas palabras?

No vio, pues, otra salida que entrar en negociaciones con los bandidos. Les dijo que les sería difícil vencerle si se defendiera, ya que era fuerte, iba bien armado y montaba un buen caballo; pero que, como había hecho un voto, no quería oponerles resistencia, de modo que les entregaría sin lucha lo que desearan tomar y solo pedía que le prometieran no apagarle la vela.

Los bandidos, que habían esperado una ruda resistencia, quedáronse contentísimos ante la proposición de Raniero y empezaron a desvalijarle. Le quitaron la armadura, el corcel, las armas y el dinero. Solo le dejaron la tosca capa y los dos haces de velas. Pero su promesa de no apagar la luz la mantuvieron honrosamente.

Uno de ellos, que cabalgaba ya, montado a la grupa sobre el magnífico caballo de Raniero, se sintió compadecido y le dijo:

-Mira, no queremos ser demasiado crueles con un cristiano. Para que puedas continuar la marcha te daré mi caballo.

Era este un penco lamentable y enfermizo, y a juzgar por sus movimientos, torpes y rígidos, más bien parecía de madera.

Cuando los malvados se alejaron y Raniero se preparaba a montar tan miserable penco, se dijo para sí:

-Esta llama debe haberme embrujado, verdaderamente; solo por ella voy por estos caminos como un loco pordiosero.

Él mismo creyó que lo más prudente sería volverse, ya que su empresa era, realmente, irrealizable. Pero un vehemente deseo de llevarla a cabo se apoderó de él.

Continuó, pues, su camino; en torno suyo veía siempre las mismas peladas colinas amarillentas.

Al cabo de un rato pasó junto a un joven pastor que guardaba cuatro cabras. Cuando Raniero vio triscar a los animales aquellos por el pelado campo, se preguntó si no estarían pastando tierra.

Aquel pastor había poseído un gran rebaño, que los cruzados habíanle robado, por lo que, cuando veía pasar a un cristiano solo, procuraba causarle todo el daño posible. Abalanzose sobre él y dirigió su cayado contra la vela.

Raniero se hallaba tan ocupado con la llama, que no pudo defenderse contra el pastor. Lo que hizo fue acercar la vela más hacia sí para protegerla. El pastor volvió a descargar nuevos golpes; pero de pronto se detuvo altamente asombrado, pues la capa de Raniero se había incendiado sin que este intentara hacer nada para apagar el fuego.

Entonces el pastor pareció avergonzarse de su acción. Durante un rato siguió tras Raniero y por un lugar en que el camino se estrechaba demasiado, entre dos barrancos, tomole el caballo por las riendas.

Raniero pensó sonriendo que el pastor le tomaba, indudablemente, por un santo varón que hacía penitencia. Al anochecer, Raniero encontró en su camino a mucha gente. Por la noche se había extendido a lo largo de la costa el rumor de la caída de Jerusalén y muchas gentes se disponían a dirigirse allí. Eran peregrinos que hacía ya muchos años que venían acechando la oportunidad de entrar en Jerusalén, y gentes recién desembarcadas, y, sobre todo, mercaderes que acudían cargados de provisiones.

Cuando los grupos percibieron a Raniero, que iba montado a caballo, de espaldas, empuñando una vela encendida, empezaron a gritar:

-¡Al loco, al loco!

La mayor parte de los que acudían eran italianos, y Raniero oyó que le gritaban en su propia lengua:

-¡Pazzo, pazzo! (¡Loco, loco!)

Raniero, que durante todo el día había logrado reprimirse, empezó a impacientarse al oír aquellos gritos incesantes. E inclinándose sobre la silla empezó a repartir puñetazos. Cuando las gentes se apercibieron de lo duros que eran los puños de aquel hombre, se pusieron en precipitada huida, de modo que pronto quedose solo en la carretera.

Volvió a reprimirse y se dio cuenta de que aquellas gentes tenían toda la razón al tomarle por loco, y se puso a buscar la vela sin saber qué había sido de ella. Por fin la encontró caída en un hoyo al borde del camino. La llama se había apagado; pero allí cerca vio brillar algo de luz y observó que se trataba de un poco de hierba seca que ardía. Al punto advirtió que la suerte le era propicia, pues la vela antes de apagarse había prendido en aquellos matorrales.

-Esto hubiera tenido un final lastimoso, después de tantas fatigas -pensó encendiendo de nuevo la vela en su propio fuego y volviendo a montar a su caballo. Hallábase muy humillado y ahora estaba convencido de que su peregrinación no tendría feliz éxito.

Al anochecer llegó Raniero a Ramle y buscó allí un albergue en donde solían pasar la noche las caravanas. Era un gran patio cubierto. En torno a él había varios cobertizos que servían de refugio a los caballos de los viajeros. Allí no había habitaciones y las gentes tenían que dormir junto a sus caballerías.

Estaba ya todo lleno; pero el posadero dispuso un sitio para Raniero y su caballo. Trajo también comida para el caballero y pienso para el caballo.

Viéndose Raniero tan bien tratado, se dijo: "Estoy por creer que los bandidos me han hecho un favor con quitarme la armadura y el caballo. Es indudable que voy más seguro si me toman por loco".

Cuando Raniero hubo arreglado su caballo en el establo, sentose sobre un montón de paja con la vela encendida entre las manos. Había resuelto pasar la noche sin dormir.

Pero apenas se hubo sentado, se adormeció. Estaba tan terriblemente cansado que se tendió cuan largo era y durmió hasta el amanecer.

Al despertar, vio que había desaparecido la vela, que no pudo encontrar en parte alguna. Entonces se dijo: “Alguien debe habérmela quitado”.

Y quiso convencerse a sí mismo de que se alegraba de lo sucedido, porque en rigor se había propuesto un imposible. Pero este pensamiento le causó cierto desfallecimiento y una gran angustia. Jamás había tenido tantos deseos de realizar una empresa como en aquella ocasión. Sacó su caballo, lo peinó y le puso la silla. Cuando hubo terminado se le acercó el posadero con una vela encendida, y le dijo en dialecto franco:

-Anoche tuve que quitarte esta luz de la mano, porque te habías dormido profundamente; pero aquí te la devuelvo.

Raniero no le hizo observar lo que sentía, y dijo con sosiego:

-Has hecho bien en apagar la luz.

-No la he apagado -dijo el hombre-. Vi que la habías traído encendida y yo supuse que era de gran interés para ti que siguiera ardiendo. Si te fijas en lo que se ha acortado, reconocerás que la vela ha estado ardiendo toda la noche.

El rostro de Raniero irradió de alegría. Se lo agradeció al posadero de todo corazón y montó a caballo con el mejor humor.

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