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Selma Lagerlöf en AlbaLearning

Selma Lagerlöf

"La llama sagrada"

Capítulo 2

Biografía de Selma Lagerlöf en Wikipedia

 
 
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La llama sagrada

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II

En la primera noche después de la toma de Jerusalén, reinaba gran alegría en el campamento de los cruzados, que se encontraban en las afueras de la ciudad. Casi en cada tienda se celebraba la victoria con abundantes libaciones, y por doquier había risas y barullo. También Raniero di Ranieri hallábase bebiendo en compañía de otros camaradas de guerra, y en su tienda reinaba mucho mayor desenfreno que en todas las demás. Apenas los criados llenaban los vasos, vaciábanse como por encanto.

Raniero tenía más motivos que los otros para alegrarse de aquel modo, pues ese día realizó las hazañas que más contribuyeron a cubrirle de gloria. Al lanzarse al asalto de la ciudad fue el primero, después de Godofredo de Bouillon, en escalar los muros, y su valerosa conducta había merecido ser elogiada ante todo el ejército. Pasado el saqueo y terminados los horrores de la matanza, los cruzados, con sus cilicios y empuñando cirios no encendidos, encamináronse hacia la sagrada iglesia del Santo Sepulcro, y entonces díjole Godofredo que debía ser el primero en encender su cirio en la sagrada vela que ardía ante el sepulcro de Cristo.

Raniero se sintió muy orgulloso al verse honrado como el más grande héroe de todo el ejército, lo que implicaba el reconocimiento de sus esforzadas hazañas.

Ya mediada la noche, cuando Raniero y sus camaradas estaban de mejor humor, acercáronseles un bufón y varios cómicos que se dedicaban a divertir a la gente del campamento con sus ocurrencias, rogándole a Raniero que le escuchara uno de sus interesantes relatos.

Raniero sabía que aquel bufón gozaba de gran fama por su ingenio, y accedió a su ruego. Y el bufón comenzó:

-Sucedió una vez que nuestro Redentor y san Pedro se hallaban pasando el día en la torre más alta del castillo que hay en el Paraíso: no hacían más que mirar a la tierra, porque eran tantas las cosas que había que ver, que apenas si les quedaba tiempo de cruzar palabra. El Salvador permanecía tranquilo; pero san Pedro palmoteaba jubiloso de cuando en cuando o sacudía la cabeza en señal de fastidio; tan pronto se mostraba alegre como se entregaba a la pena más inconsolable. Cuando el día comenzó a caer y el crepúsculo se extendió sobre el Paraíso, el Redentor volviose hacia san Pedro y le dijo que debía hallarse muy contento.

"-¿De qué? -preguntó san Pedro en tono brusco.

"-Creí que estarías satisfecho de lo que acabas de ver -replicó el Salvador en voz queda.

"-Cierto que año tras año y día por día he lamentado que Jerusalén estuviera en manos de los infieles; pero, después de lo que hoy ha sucedido casi hubiera sido mejor que todo continuase como antes."

Raniero no tardó en darse cuenta, como los demás, de que el bufón se refería a lo acaecido aquel día, por lo que todos se dispusieron a escuchar más atentamente el relato.

-Cuando san Pedro hubo dicho esto -prosiguió el bufón fijando su mirada en los caballeros- encaramose sobre una almena y dijo señalando a una ciudad que aparecía sobre una peña enorme y solitaria que se elevaba en lo profundo de un valle:

"-¿Reconoces aquel montón de cadáveres? ¿Ves la sangre que corre por las calles y los miserables prisioneros temblorosos de frío y las ruinas humeantes?

"Nuestro Salvador optó por callar, y san Pedro continuó con lamentaciones, diciendo que si con frecuencia habíase manifestado como enemigo de Jerusalén, no dejaba de afligirse ahora al ver el terrible aspecto que la ciudad presentaba.

"-Pero no me negarás -contestó, finalmente, nuestro Salvador- que los caballeros cristianos han combatido y arriesgado su vida con la mayor bizarría."

Grandes aplausos interrumpieron en este punto al bufón, que prosiguió su relato, diciendo:

-No me interrumpáis; ya no recuerdo dónde me he quedado. ¡Ah, sí! Iba a decir que san Pedro se enjugó dos lágrimas que le impedían ver.

"-Nunca hubiera imaginado que se mostraran tan salvajes -dijo-.Todo el día lo han pasado dedicados al saqueo y a la matanza. No comprendo cómo te dejaste crucificar para tener, finalmente, esa clase de prosélitos."

Los caballeros, en vez de ofenderse, prorrumpieron en estruendosas carcajadas, y uno de ellos exclamó:

-¿De modo que san Pedro está furioso con nosotros?

-Cállate -repuso otro-, y deja que el bufón diga lo que el Redentor contestó a san Pedro en nuestra defensa

-Nuestro Salvador -continuó el bufón- permaneció callado en un principio, porque sabía que era inútil contradecir a san Pedro cuando se mostraba enfurecido de verdad. Y sin alterarse lo más mínimo san Pedro rogó al Redentor que no saliera en defensa de los culpables, pretextando que habían vuelto a la razón al atravesar la ciudad descalzos y con el cilicio puesto, camino de la iglesia, porque esta devoción la consideraba tan efímera que no valía la pena de tenerla en cuenta. Y el santo volvió a asomarse por la almena señalando hacia la ciudad de Jerusalén, ante cuyas puertas acampaba el ejército cristiano.

"-¿No ves -acabó preguntando- en qué forma celebran tus caballeros la victoria obtenida?

"Efectivamente, el Salvador vio entonces que en todo el campamento celebrábanse grandes orgías y que caballeros y soldados se divertían con el espectáculo que ofrecíanles las bailarinas sirias, mientras entrechocaban los vasos rebosantes, se jugaban a los dados el botín y…"

-…y escuchaban las necedades que refería un bufón -interrumpió diciendo Raniero- ¿No crees -terminó- que esto es también un pecado?

El bufón río la interrupción e hizo un ademán significativo a Raniero, como si le dijera:

-Espera, que voy a cantarte pronto las cuarenta.

-No, no me interrumpáis -rogó nuevamente- ¡Olvida con tanta facilidad un pobre loco lo que va a decir!… Así, pues, san Pedro preguntó a nuestro Salvador en tono categórico si creía que aquellas gentes le hacían gran honor.

"Naturalmente, nuestro Redentor tuvo que contestarle que, a su parecer, no era tal el caso, a lo que repuso san Pedro:

"-Eran bandidos y asesinos antes de abandonar su patria y aun hoy siguen siendo lo mismo. Toda esta aventura guerrera podías haberla suprimido, ya que nada bueno puede salir de ella."

-¡Ojo, bufón! -exclamó Raniero previniéndole.

Pero el bufón tenía especial interés en continuar hasta que alguien se abalanzara sobre él para echarle fuera, y prosiguió impertérrito:

-Nuestro Señor se limitó a bajar la cabeza como quien reconoce la justicia del castigo que se le impone; pero en aquel momento inclinose apresuradamente y miró atentamente hacia la tierra.

"Entonces le preguntó san Pedro:

"-¿Qué es lo que miras?"

El bufón describía esto haciendo toda clase de muecas y aspavientos. Los caballeros deseaban saber lo que nuestro Salvador había descubierto.

-Nuestro Salvador replicó que no era nada -prosiguió el bufón-; pero cada vez miraba más atentamente hacia abajo. San Pedro siguió la dirección de su mirada sin distinguir otra cosa que una gran tienda ante la que se hallaban ensartadas en largas lanzas un par de cabezas de sarracenos, y donde se exhibía una multitud de lujosos tapices, vajilla de oro y armas preciosas que constituían parte del botín. En aquella tienda sucedía lo propio que en todas las demás del campamento. En ellas se hallaban sentados muchos caballeros vaciando sus vasos. La única diferencia estribaba en que allí se bebía más y había más alboroto que en las otras tiendas. San Pedro no podía comprender por qué nuestro Salvador miraba tan satisfecho que sus ojos resplandecían de alegría. San Pedro creyó no haber visto nunca tantas caras feas reunidas en un banquete. Y el anfitrión que ocupaba el sitio de honor era precisamente el más siniestro de entre todos. Era un hombre de unos treinta y cinco años sumamente alto y corpulento, de faz encarnada y acribillada de cicatrices y rasguños; tenía los puños duros y la voz ruda y potente.

Aquí se detuvo un momento el bufón, como si vacilara en proseguir el relato. Pero a Raniero y a los demás caballeros les daba tanta alegría oír hablar así de sí mismos, que rieron su insolencia.

-Eres un cínico -dijo Raniero-; pero vamos a ver en qué para todo esto.

Y el bufón prosiguió:

-Por último, nuestro Redentor dijo unas palabras a san Pedro para explicarle la causa de su alegría. Preguntó al santo si era verdad que uno de los caballeros tenía ante sí una vela encendida.

Ante estas palabras Raniero se estremeció. Rebosante de cólera echó mano a un pesado jarro lleno de vino para lanzarlo a la cara del bufón; pero se dominó para cerciorarse de si el tunante se atrevería a denigrar su nombre.

-San Pedro vio, pues -continuó el bufón-, que aquella tienda estaba profusamente iluminada por antorchas; pero que, junto a uno de los caballeros, había una vela encendida. Era una vela alta y gruesa, destinada a arder veinticuatro horas sin interrupción. Como el caballero no tenía ningún candelero donde ponerla, la había colocado entre varias piedras.

Ante estas palabras toda la reunión prorrumpió en sonoras carcajadas. Todos señalaron una vela que se hallaba en la mesa, junto a Raniero, en la mismísima forma que el bufón había descrito. Pero a Raniero se le subió la sangre a la cabeza. Se trataba de la vela que había encendido horas antes en el Santo Sepulcro, y no se atrevía a apagarla.

-Cuando san Pedro vio esta vela -prosiguió el narrador- se dio cuenta de la causa que motivaba la alegría de nuestro Redentor, y no pudo reprimir una sonrisa compasiva.

"-¡Ah, sí! -dijo-. Ese es el caballero que escaló primero los muros de la ciudad, en pos del conde de Bouillon y que por la noche fue el primero en encender su vela en el Santo Sepulcro.

"-Efectivamente -contestó nuestro Salvador-, y ya ves que su luz arde todavía."

El bufón apresuró su relato, mirando a Raniero de cuando en cuando a hurtadillas.

-San Pedro no pudo evitar una sonrisa un poco burlona.

"-¿No comprendes, quizá, por qué deja su luz encendida durante tanto tiempo? -preguntó-. Tal vez creas que piensa en tus sacrificios y en tu muerte cuando la mira. Te equivocas: no piensa más que en la gloria que se le dispensó cuando se le reconoció como el más valiente, junto a Godofredo de Bouillon, en presencia de todo el ejército."

Todos los oyentes soltaron nuevas carcajadas. Y dominando su cólera Raniero rió también. Sabía perfectamente que todos le encontrarían sumamente ridículo si se alterase por semejante broma.

-Pero nuestro Salvador interrumpió a su querido san Pedro para contradecirle:

"-¿No te das cuenta -repitió- de lo preocupado que está con su vela de cera? Protege la llama con la mano apenas alguien levanta la cortina de la entrada, porque teme que una corriente de aire se la apague. Y está en lucha continua con los insectos que revolotean en torno a la llama, prontos a apagarla."

Las risas aumentaron más todavía, pues era exacto todo cuanto el bufón explicaba.

Raniero juzgó cada vez más difícil dominar su ira, incapaz de soportar que nadie se burlase de la sagrada llama.

-San Pedro, desconfiado -continuó el bufón-, preguntó a nuestro Redentor si conocía a aquel caballero, y dijo:

"-No es precisamente uno de los que van a misa a menudo y desgastan el reclinatorio.

"Pero nuestro Redentor no se dejó convencer y exclamó en tono solemne:

"-¡San Pedro, san Pedro! Piensa en lo que te digo. ¡Este caballero será, desde ahora, mucho más devoto que Godofredo! ¿De dónde iban a brotar la modestia y la devoción si no de mi tumba? Aún has de ver a Raniero de Ranieri auxiliando viudas atribuladas y desdichados prisioneros. Todavía has de ver cómo cuidará a los enfermos y afligidos junto a su lecho, defendiéndolos como ahora defiende la sagrada llama."

Una enorme carcajada interrumpió al bufón. Todos los que conocían la vida y el modo de pensar de Raniero encontraban todo aquello muy gracioso. Pero a él se le habían quitado las ganas de reír. Levantose de un salto, dispuesto a echar al bufón a puñetazos; pero tropezó contra la mesa, que no era más que una puerta colocada sobre dos caballetes, y cayó la vela. Entonces se demostró cuánto le interesaba a Raniero conservar la vela encendida. Dominó su cólera y se puso tranquilamente a arreglar la luz para reanimar su llama. Pero cuando lo hubo conseguido el bufón se había largado ya de la tienda y Raniero se dijo que no valía la pena perseguirlo a través de la oscuridad de la noche.

-Ya le encontraré en otra ocasión -se dijo, y volvió a sentarse tranquilamente.

Los comensales habían cesado entre tanto de reír; pero uno de ellos volviose a Raniero para continuar la broma.

-Una cosa es cierta, Raniero, y es que esta vez no podrás enviar a la Madonna de Florencia lo más valioso de tu botín.

Raniero le preguntó por qué motivo opinaba que no podría seguir cumpliendo con su antigua costumbre, y el caballero le contestó:

-Por la sencilla razón de que el precioso botín que has conquistado esta vez es esa llama que ante todo el ejército has sido el primero en encender en el Santo Sepulcro. Y esa llama no podrás mandarla a Florencia.

Nuevamente resonaron las risas; pero Raniero se hallaba en tal disposición de ánimo, que habría sido capaz de realizar los actos más temerarios, con tal de librarse de las burlas. Con breve decisión llamó a un viejo escudero y le dijo:

-¡Ármate y prepárate para un largo viaje, Giovanni! Mañana saldrás para Florencia con esta llama sagrada.

Pero el escudero se opuso a esta orden con una enérgica negativa.

-No puedo aceptar este encargo -contestó-. ¿Cómo ir hasta Florencia a caballo con una vela encendida? Se apagaría antes de que abandonase este campamento.

Raniero fue preguntando a sus hombres uno tras otro. Todos le dieron igual contestación. Apenas si tomaban en serio la orden.

Los caballeros extranjeros, que eran los huéspedes de Raniero, rieron con gran alborozo cuando se comprobó que ninguno de sus hombres quería obedecer la orden.

Raniero enfureciose cada vez más. Por último, perdió la paciencia, y exclamó:

-Esta llama será llevada a Florencia a pesar de todo, y puesto que nadie quiere acometer la empresa, la llevaré yo mismo.

-Piénsalo bien antes de hacer un voto semejante -exclamó uno de los caballeros-. Te juegas un principado.

-¡Os juro que llevaré esta llama a Florencia! -exclamó Raniero-. Realizaré algo que nadie más osó emprender.

El viejo escudero se excusaba diciendo:

-Señor, para ti la cosa es diferente. Tú puedes llevar una gran comitiva; pero yo hubiera tenido que ir solo.

Como Raniero se hallaba como loco, incapaz de reflexionar sus palabras, contestó:

-También yo iré solo.

Con estas palabras consiguió su objeto. Todos los presentes cesaron de reír. Se quedaron absortos, contemplándole.

-¿Por qué no seguís riendo? -preguntó Raniero-. Este propósito no es más que un juego de niños para un hombre valiente.

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