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Cuento 46
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Cuento 46 Lo que sucedió a un filósofo que por casualidad entró en una calle donde vivían malas mujeres |
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Otra vez hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, de este modo: -Patronio, vos sabéis que una de las cosas de este mundo por la que más debemos esforzarnos es por alcanzar buena fama y conservarla intacta. Como sé que en esto y en otras tantas cosas nadie me podrá aconsejar mejor que vos, os ruego que me digáis cómo podré acrecentar y guardar mi fama. -Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, mucho me agrada lo que decís. Para que podáis hacer en esto lo mejor, me gustaría que supierais cuanto ocurrió a un gran filósofo, que era muy anciano. El señor conde le preguntó lo que le había ocurrido. -Señor conde -dijo Patronio-, un gran filósofo, que vivía en una ciudad del reino de Marruecos, padecía una molesta enfermedad, pues sólo podía obrar con dolor, con pena y muy despacio. »Para librarlo de las molestias que padecía, le habían mandado los médicos que, siempre que lo necesitara, obrase en seguida, sin dejarlo para más tarde, pues pensaban que, cuanto más lo dejase, las heces se pondrían más secas y duras, con el consiguiente daño y perjuicio para su salud. Siguiendo el consejo de sus médicos, obraba como os digo y sentía cierto alivio. »Sucedió que un día, yendo por una calle de aquella ciudad, en la que tenía muchos discípulos que seguían sus enseñanzas, le vinieron ganas de obrar como os he contado. Para hacer lo que sus médicos le aconsejaban y que tan buenos resultados le daba, se metió en una callejuela para hacer lo excusado. »Dio la casualidad de que en aquella calleja vivían las mujeres de vida pública, que si hacen daño a su cuerpo también deshonran su alma. Pero el filósofo nada sabía de que aquellas mujeres vivieran allí. Por la clase de enfermedad que padecía, por el tiempo que permaneció en aquel lugar y por el aspecto que ofrecía al salir de la calleja, aunque ignoraba quiénes vivían allí, todos pensaron que había ido allí para hacer algo impropio de lo que debe hacerse y de lo que hasta entonces había hecho. Si alguna persona respetable hace alguna cosa que merece censura y crítica, por pequeña que sea, a todos les parece peor y da más que hablar que cuando se trata de alguien que hace públicamente cosas peores; así, a este filósofo comenzaron a criticarlo y a hablar mal de él, pues, siendo tan anciano y aparentando tanta virtud, había visitado un lugar como aquel, tan dañino para su cuerpo, para su alma y para su propia fama. »Cuando llegó a su casa, vinieron a él sus discípulos que, con mucha pena y pesar, le dijeron qué desgracia o pecado había sido aquel por el cual se había desprestigiado a sí mismo y a ellos, sus discípulos, a la vez que había perdido la fama que hasta entonces había conservado sin mancha alguna. »El filósofo, al oírles hablar así, se asombró mucho y les preguntó por qué decían aquello, o qué falta había cometido, pues no sabía de qué le estaban hablando. Ellos le contestaron que no debía disimular, pues no quedaba nadie de la ciudad que no comentara su mala acción al visitar la calleja donde vivían las malas mujeres. »Cuando el sabio escuchó esta explicación, sintió gran pesar, pero les pidió que no se lamentaran, pues de allí a ocho días les podría dar una respuesta. »Se retiró luego a su estudio, donde escribió un libro, corto pero muy bueno y provechoso. Amén de otras cosas buenas que tiene, como si mantuviera una conversación con sus discípulos sobre la buena y mala ventura, les dice así: »"Hijos, con la buena y la mala suerte sucede así: a veces se la busca y se la encuentra, aunque a veces es encontrada sin buscarla. La buscada y hallada es cuando un hombre hace buenas acciones, gracias a las cuales consigue alguna felicidad; eso mismo ocurre cuando por sus malas obras le sucede alguna desgracia. Esta es la suerte, buena o mala, hallada y buscada por el hombre, pues hace cuanto puede para que le venga el bien o el mal que busca. »"Igualmente, la hallada y no buscada es cuando a un hombre, sin hacer nada para ello, le sucede alguna cosa buena o algún bien; por ejemplo, un hombre que vaya por el campo y encuentre un gran tesoro o cualquier cosa de gran valor sin haberse esforzado en buscarlo. Eso mismo ocurre cuando a un hombre, sin haberlo merecido, le sobreviene alguna cosa mala o alguna desgracia; es como si un hombre fuera caminando por la calle y le cayera una piedra que otro lanzó contra un pájaro que iba por el cielo. Esta es la mala ventura encontrada y no buscada, puesto que ese hombre nunca hizo nada para que le ocurriera esa desgracia. »"Hijos, debéis saber que en la buena o mala suerte hallada y buscada se unen dos cosas: que el hombre se ayude a sí mismo, haciendo el bien para lograr el bien y obrando mal si es esto lo que busca; además, merecerá el premio o el castigo de Dios según sus obras sean buenas o malas. Igualmente, en la suerte buena o mala, hallada y no buscada, se necesitan otras dos cosas: que el hombre evite en cuanto le sea posible hacer el mal o parecerlo, de donde le pueda venir alguna desgracia o mala fama y, en segundo lugar, pedir y rogar a Dios que, pues Él procura alejar de nosotros la desventura o la mala fama, también le ayude para que no le sobrevenga alguna desgracia, como me ocurrió a mí el otro día cuando entré en una calleja para hacer lo que no se podía excusar por mi propia salud que, aunque era algo inocente y de lo que no podía venirme mala fama, como por desventura mía vivían allí aquellas mujeres, aunque yo salía sin culpa, fui muy criticado y quedé infamado". »Vos, Conde Lucanor, si queréis mantener y acrecentar vuestra fama y honra, debéis hacer tres cosas: la primera, muy buenas obras que complazcan a Dios y, logrado esto, que, después, en cuanto sea posible, agraden también a los hombres, cuidando siempre vuestro estado y dignidad, pero sin olvidar que, por muy buena fama que tengáis, podéis perderla si, debiendo realizar buenas obras, hacéis las opuestas, porque muchos hombres obraron bien durante cierto tiempo y, como después se apartaron de ese camino, perdieron los méritos conseguidos y acabaron de mala manera. La segunda cosa es rogar a Dios para que os ilumine en la conservación y aumento de vuestra fama, a la vez que aleje de vos la ocasión de perderla, por obras o palabras vuestras. La tercera cosa es que ni de palabra ni de obra hagáis nunca nada por lo que las gentes pongan en duda vuestra fama, que siempre debéis guardar por encima de todo, pues muchas veces los hombres hacen buenas acciones, pero, como levantan sospechas y parecen malas, ante la opinión de las gentes quedan como realmente malas. Tened presente siempre que en asuntos tocantes a la fama tanto aprovecha o perjudica lo que opinan las gentes como la propia verdad, aunque para Dios y para el alma sólo cuentan las obras que el hombre hace, así como la intención que guarda. Al conde le pareció este cuento muy bueno y rogó a Dios para que le permitiera hacer las obras necesarias para salvar su alma y aumentar su fama, su honra y su estado. Y como don Juan vio que el cuento era excelente, lo mandó escribir en este libro e hizo unos versos que dicen así: Haz siempre el bien sin levantar recelos, |
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