La vida, como los roscones de Reyes, siempre nos guarda una sorpresa.
Es lo común que los cronistas y los cuentistas vean con angustia terrible la llegada del Carnaval.
La cosa se explica más fácilmente que un drama de Araquistain. Porque esos tres días de estupidez convulsiva que se conocen con el nombre de Carnavales, y en los cuales divertirse es bligatorio como el servicio militar, parecen hechos exclusivamente para que los cuentistas y los cronistas ideen un cuento o una crónica basados en los festejos.
La época del primer Carnaval se extravía en la noche de los tiempos, y la aparición del primer cuento o de la primera crónica carnavalesca, también. Lo cual quiere decir que, aproximadamente, se han escrito diez millones ochocientos veintidós mil trabajos con ese mismo asunto, y los cronistas y los cuentistas de hoy, cuando se ven en la obligación de escribir algo nuevo sobre tema tan anciano, se colocan en ese encantador estado de ánimo conocido por «desesperación hiperbólica».
De aquí que la aproximación de los Carnavales les produzca la misma sensación de angustia que produce ver el Fantasma de la Ópera o asistir a unas oposiciones al Catastro.
Por mi parte, declaro sin rodeos que he esperado con júbilo la llegada del Carnaval. Y no es que haya pensado dedicarme a la venta de matasuegras de celuloide, no; es que, desde hace meses tengo encerrado en el alcázar del cerebro—¡ole!—una aventura de Carnaval tan maravillosa que las aventuras del capitán Nemo comparadas con ella, quedan reducidas a un viaje de ida y vuelta hasta Villalba.
El protagonista de la aventura murió ya, y en su testamento, además de dejarme una hermosa cucharilla de plata con una inscripción que dice «Hotel Savoi», me dejaba en libertad para contar su aventura.
Voy, pues, a contarla con toda la sencillez posible, porque las hazañas gigantescas y extraordinarias no deben envilecerse con las galas de una literatura descriptiva. Présteme atención el lector.
En los Carnavales a que quiero referirme, se presentaron setenta y una carrozas diferentes. Así cuenta, al menos, en la relación que tuvo a bien hacer el Jurado. Y sin embargo, los permisos pedidos al Excelentísimo Ayuntamiento, fueron setenta y dos.
Recapacite el lector sobre estoy comprenderá al instante que una de las carrozas no desfiló ante el Jurado. Esto, al parecer tan nimio e intrascendente, es la clave del misterio que rodea la anunciada aventura. ¿Cuál era la carroza que no desfiló? ¿Qué representaba? ¿Quién era su dueño? Sombras impenetrables ocultan las correspondientes respuestas.
Voy a iluminar esas sombras yo que puedo hacerlo.
Señores: el dueño de aquella carroza era mi amigo Itarreta, hijo del conocido fabricante de ceniceros con motor, natural de Bilbao y hombre notable, que tradujo al sueco La Bejarana.
Itarreta, a quien quise siempre como a un hermano, de donde se deduce que las bofetadas que mutuamente nos propinamos son incontables, pensó aquel año batir el record de la originalidad en carrozas y mandó construir una que representaba un tranvía de «Sol-Cuatro Caminos». El parecido era tan exacto como asombroso; no faltaba ni el trolley ni el silbato del cobrador.
Dos borricos morunos, ocultos bajo el armatoste, ponían en movimiento el tranvía a una velocidad de tres metros por hora, lo cual contribuía a dar mayor sensación de realidad.
Itarreta iba disfrazado de conductor; su amigo Lolo Parrasina, de cobrador; y quince compañeros de ambos sexos, iban disfrazados de viajeros.
Cuando la carroza se puso en marcha, la multitud aclamó a Itarreta como al hombre de más inventiva de España. Itarreta saludaba amablemente y tocaba el timbre con una frecuencia que en ocho minutos, se le desgastó el tacón del zapato derecho.
Al doblar la primera esquina, ocurrió un hecho inusitado. Un caballero salió de cierto portal, ganó el centro de la calle, se colocó ante la carroza y alzó una mano. Cuatro segundos más tarde subía por la plataforma posterior, sacaba una moneda de diez céntimos, se la entregaba a Lolo Parracina y se sentaba tranquilamente, leyendo un periódico.
Itarreta y sus compañeros se quedaron absortos. Luego comprendieron. Aquel caballero había confundido la carroza con un tranvía de verdad.
Y Lolo se le acercó amablemente:
—Caballero; esto no es un tranvía... Esto es una carroza, y nosotros...
El caballero alzó el rostro, frunció los labios y exclamó:
—Soy una persona seria. ¡Vaya usted a gastarle bromas a la maja de Goya! ¡Esta gentuza piensa que todo el que sale a la calle en Carnaval tiene gana de chufla!
Hubo que dejarle.
Pero una hora después, los individuos que habían subido a la carroza creyendo que era un tranvía de verdad, sumaban veintisiete. La carroza iba atestada y Lolo recaudó dos pesetas con ochenta céntimos.
Sin embargo esta cantidad no les compensó nunca de las molestias de la aventura. Porque los verdaderos viajeros exigieron que la carroza fuese de Cuatro Caminos a la plaza del Progreso y viceversa, y a las once de la noche, Itarreta había hecho diecinueve veces aquel recorrido, siempre con nuevos viajeros que tomaban la carroza, al llegar al final del trayecto, con la misma furia con que el general Wellington tomó las alturas de los Arapiles en un día inolvidable para la historia hispana.
Durante mucho tiempo se notó en el Círculo la ausencia de Itarreta y sus compañeros.
Sólo yo sabía que, pasado ya el Carnaval, ellos seguían conduciendo viajeros de Progreso a Cuatro Caminos, porque la sociedad de tranvías no quiso tolerar que se retirase de la circulación uno de los mejores coches.
He dicho que Itarreta ha muerto ya. ¡Pobre amigo! La última vez que le vi fue en la Glorieta de Bilbao. Iba en su puesto, agarrado a las manivelas de la conducción, demacrado y lloroso.
—¡Adiós, adiós, Enrique!—gritó al verme—y me tiró un cigarrillo al pasar.
Yo no pude más que llevarme el pañuelo a los ojos y deplorar que el cigarrillo fuese de cincuenta.
ENRIQUE JARDIEL PONCELA
Buen humor (Madrid). 14-2-1926, no. 220 |