Bien hace el hombre en llorar
luego que viene a la tierra,
si supiera dónde nace
nunca los ojos abriera.
No voy a tu granja ya
porque vives tan contenta
y voy a turbar tu dicha
con mis suspiros, Teresa.
Iba, porque junto a ti
olvidado de mis penas,
olvidaba mi humildad,
y olvidabas tu riqueza.
Gustábame verte huir
por la frondosa arboleda,
provocando mis caricias,
desdeñosa y halagüeña.
Vente conmigo a vivir
a las soledades nuestras.
¿Cómo triste viviría
viendo tus ojos de cerca,
pudiendo besar a solas
el ébano de tus trenzas?
¡Ah!, muéstrame siempre así
como entonces, placentera,
entre bruñidos corales
tus dientes de húmedas perlas.
Vuelve a esperarme en el río,
y dime esas cosas tiernas
que en secreto me decías
temblorosa de vergüenza
y a cantar no volveré
por las noches en tu huerta:
«Bien hace el hombre en llorar
luego que viene a la tierra».
Cuando del colegio vino
de figurín a la aldea
ese sobrino del Cura,
que ojalá nunca viniera,
en la granja recogida
estabas siempre y contenta;
pero después te gustaron
más que en antaño las fiestas.
Cubriste para mi mal
tus pies, que las azucenas
humillaban cuando sola
retozabas en las vegas;
en vez de rosas galanas
y perfumadas resedas
pones hoy en tus cabellos
flores falsas y extranjeras.
Yo pensé con azahares
tu frente ceñir, Teresa,
que aunque son menos valiosas
son las flores de mi tierra.
¿Serán mejores los chales
con que tu cintura velas
que el corpiño carmesí
bordado de lentejuelas,
con su falda vagarosa
que nieves y encajes muestra?
No tengo para que montes,
como tu novio, una yegua
blanca como las espumas,
como los vientos ligera;
pero tengo para ti
una cabaña en la sierra,
que formé cerca al raudal
do pasábamos las siestas.
Si en ella a habitar no vienes,
el fuego la hará pavesas
y siempre me oirás decir,
cantando al pie de tus rejas:
«Bien hace el hombre en llorar
luego que viene a la tierra».
Ya no va al puente tu perro
a avisarme que me esperas,
ni tu abuelo por las noches
nos cuenta cosas de guerras,
mientras tu mano en las mías
dejas estrechar risueña...
Ayer me oculté en el soto
de naranjos de tu huerta,
por mirarte así un momento
ya que ni verte me dejan.
¿Por qué estabas pensativa?
¿Por qué las flores no riegas
y dejas que se marchiten?
Así no eras tú con ellas.
¡Cuántas en mi corazón
crecieron con tus promesas!
Tantas, ¡ay!, como murieron
con el desdén que me muestras.
Cuando el último arrebol
bañó con luz macilenta
los movedizos follajes
de las lejanas florestas,
vi dos lágrimas rodar
por tus mejillas, y eran
exprimidas de tu alma
por el amor que desdeñas.
Vi en tu ventana esa noche,
tras de las enredaderas,
a tu lado el colegial
que así mi dicha se lleva,
las manos besar que un tiempo
me abandonabas risueña.
Un juramento mis labios
pronunciaron que si oyeras,
más lágrimas derramaras
que las que mis ojos dejan
vertidas en el follaje
con que tus amores velas,
cuando me alejo cantando
la trova que te atormenta:
«Bien hace el hombre en llorar
luego que viene a la tierra».
Esto cuentan que decía
en su delirio a Teresa
un montañés que la amaba
y que fue criado con ella.
¡Pobre Pedro! En una noche
que bajaba de la sierra,
vio iluminada la granja
y oyó rumor cual de fiesta;
salvó torrentes y abismos
descendiendo hasta la vega,
gemidos y maldiciones
dejando a la noche negra.
Llegó a la granja. En un grupo
de curiosos, en la puerta,
tomó a un hombre por el brazo
diciéndole: -¿Qué es la fiesta?
-Es que el sobrino del Cura
se ha casado con Teresa.
No brillan así los ojos
del chacal en su caverna,
que sus entrañas heridas
siente por aguda flecha,
como brillaron los ojos
del montañés. Una idea
atravesando su mente
fue al fondo de su conciencia,
cual relámpago que el cielo
cruza en noche de tormenta
para hundirse en lontananza
del farallón tras las crestas.
Tres noches después, dos hombres
en la montuosa ribera
examinaban un cuerpo
cubierto por las arenas:
Era un cadáver. Al rostro
le acercaron sus linternas,
y temblaron al mirar
al esposo de Teresa.
Años después, recorriendo
la comarca pintoresca,
patria y sepulcro de un héroe,
terror de huestes iberas,
en un hospital modesto
de la villa que fue aldea,
hallé un hombre encadenado
en una sala desierta.
En su rostro macilento,
sombreado por anchas cejas,
los estragos admiré
de aquellas fiebres intensas
que el corazón carbonizan
y las miradas revelan.
¡Desgraciado!, murmurome.
Sólo un nombre: Pedro era.
Al salir, le oí cantar
aquella estrofa siniestra
que escuchaban sus guardianes
sin comprender su elocuencia:
«Bien hace el hombre en llorar
luego que viene a la tierra.
Si supiera dónde nace,
nunca sus ojos abriera». |