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"María" Capítulo 34
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Biografía de Jorge Isaacs en Wikipedia | |
Música: Brahms - Three Violín Sonatas - Sonata N 3 - Op. 108 |
María |
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XXXIV | ||
No todas las personas que nos aguardaban estaban en el corredor: no descubrí entre ellas a María. Algunas cuadras antes de llegar a la puerta del patio, a nuestra izquierda y sobre una de las grandes piedras desde donde se domina mejor el valle, estaba ella de pie, y Emma la animaba para que bajase. Nos les acercamos. La cabellera de María, suelta en largos y lucientes rizos, negreaba sobre la muselina de su traje color verdemortiño: sentóse para evitar que el viento le agitase la falda, diciendo a mi hermana, que se reía de su afán: -¿No ves que no puedo? -Niña -le dijo mi padre entre sorprendido y risueño-, ¿cómo has logrado subirte ahí? Ella, avergonzada de la travesura, acababa de corresponder a nuestro saludo, y contestó: -Como estábamos solas... -Es decir -le interrumpió mi padre-, que debemos irnos para que puedas bajar. ¿Y cómo bajó Emma? -Qué gracia, si yo le ayudé. -Era que yo no tenía susto. -Vámonos, pues -concluyó mi padre dirigiéndose a mí-; pero cuidado... Bien sabía él que yo me quedaría. María acababa de decirme con los ojos: «no te vayas». Mi padre volvió a montar y se dirigió a la casa: mi caballo siguió poco a poco el mismo camino. -Por aquí fue por donde subimos -me dijo María mostrándome unas grietas y hoyuelos en la roca. Al acabar yo mi maniobra de ascenso, me extendió la mano, demasiado trémula para ayudarme, pero muy deseada para que no me apresurase a estrecharla entre las mías. Sentéme a sus pies y ella me dijo: -¿No ves qué trabajo? ¿Qué habrá dicho papá? Creerá que estamos locas. Yo la miraba sin contestarle: la luz de sus ojos, cobardes ante los míos, y la suave palidez de sus mejillas, me decían como en otros momentos, que en aquél era ella tan feliz como yo. -Me voy sola -repitió Emma, a quien habíamos oído mal su primera amenaza-; y se alejó algunos pasos para hacernos creer que iba a cumplirla. -No, no; espéranos un instante no más -le suplicó María poniéndose en pie. Viendo que yo no me movía, me dijo: -¿Qué es? -Es que aquí estamos bien. -Sí; pero Emma quiere irse y mamá estará esperándote: ayúdame a bajar, que ahora no tengo miedo. A ver tu pañuelo. Lo retorció agregando: -Lo tienes de esta punta, y cuando ya no me alcances a dar la mano, me cojo yo de él. Persuadida de que podía arriesgarse a bajar sin ser vista, lo hizo como lo había proyectado, diciéndome ya al pie del peñasco. -¿Y tú ahora? Buscando la parte menos alta de la piedra salté al gramal, y le ofrecí el brazo para que nos dirigiésemos a la casa. -Si no hubiera llegado, ¿qué habrías hecho para bajar? loquita. -Pues habría bajado sola: iba a bajar cuando llegaste; pero temí caerme porque hacía mucho viento. Ayer también subimos ahí, y yo bajé bien. ¿Por qué se han demorado tanto? -Por dejar concluidos algunos negocios que no podían arreglarse desde aquí. ¿Qué has hecho en estos días? -Desear que pasaran. -¿Nada más? -Coser y pensar mucho. -¿En qué? -En muchas cosas que se piensan y no se dicen. -¿Ni a mí? -A ti menos. -Está bien. -Porque tú las sabes. -¿No has leído? -No, porque me da tristeza leer sola, y ya no me gustan los cuentos de las Veladas de la quinta, ni las Tardes de la Granja. Iba a volver a leer a Atala, pero como has dicho que tiene un pasaje no sé cómo... Y dirigiéndose a mi hermana que nos precedía algunos pasos: -Oye, Emma... ¿Qué afán de ir tan aprisa? Emma se detuvo, sonrió y siguió andando. -¿Qué estabas haciendo antenoche a las diez? -¿Antenoche? ¡Ah! -repuso deteniéndose-; ¿por qué me preguntas eso? -A esa hora estaba yo muy triste pensando en esas cosas que se piensan y no se dicen. -No, no; tú sí. -¿Sí qué? -Sí puedes decirlas. -Cuéntame lo que tú hacías, y te las diré. -Me da miedo. -¿Miedo? -Tal vez es una bobería. Estaba sentada con mamá en el corredor de este lado, haciéndole compañía, porque me dijo que no tenía sueño: oímos como que sonaban las hojas de la ventana de tu cuarto, y temerosa yo de que la hubiesen dejado abierta, tomé una luz del salón para ir a ver qué había... ¡Qué tontería! vuelve a darme miedo cuando me acuerdo de lo que sucedió. -Acaba, pues. -Abrimos la puerta, y vimos posada sobre una de las hojas de la ventana, que agitaba el viento, una ave negra y de tamaño como el de una paloma muy grande: dio un chillido que yo no había oído nunca; pareció encandilarse un momento con la luz que yo tenía en la mano, y la apagó pasando sobre nuestras cabezas a tiempo que íbamos a huir espantadas. Esa noche me soñé... Pero ¿por qué te has quedado así? -¿Cómo? -le respondí, disimulando la impresión que aquel relato me causaba. Lo que ella me contaba había pasado a la hora misma en que mi padre y yo leíamos aquella carta malhadada; y el ave negra era la misma que me había azotado las sienes durante la tempestad de la noche en que a María le repitió el acceso; la misma que, sobrecogido, había oído zumbar ya algunas veces sobre mi cabeza al ocultarse el sol. -¿Cómo? -me replicó María-; veo que he hecho mal en referirte eso. -¿Y te figuras tal? -Si no es que me lo figuro. -¿Qué te soñaste? -No debo decírtelo. -¿Ni más tarde? -¡Ay! tal vez nunca. Emma abría ya la puerta del patio. -Espéranos -le dijo María-; oye, que ahora sí es de veras. Nos reunimos a ella, y las dos anduvieron asidas de las manos lo que nos faltaba para llegar al corredor. Sentíame dominado por un pavor indefinible; tenía miedo de algo, aunque no me era posible adivinar de qué; pero cumpliendo la advertencia de mi padre, traté de dominarme, y estuve lo más tranquilo que me fue dable, hasta que me retiré a mi cuarto con el pretexto de cambiarme el traje de camino. |
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